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Opinión

Arango. Por Raúl Saucedo

Entre los Ángeles y el Fierro

En los tiempos convulsos de la Revolución Mexicana, un enigmático personaje emergió como una figura casi mitológica, fundiendo la realidad y la fantasía en la historia y anecdotario mexicano. Su nombre era Pancho Villa, aunque en las profundidades de su ser yacía Doroteo Arango. Su personalidad singular fue el resultado de una influencia de dos figuras clave en su vida: Felipe Ángeles y Rodolfo Fierro.

Felipe Ángeles, con su mente estratégica educada en Francia y su visión del futuro alimentada en México fue el guía y consejero de Villa. A través de sus sabias palabras y tácticas militares brillantes, Ángeles moldeo la visión política y militar de Villa, quien se dejó llevar por la sombra de su mentor hacia un destino revolucionario. La presencia etérea de Ángeles le mostró el camino hacia la planificación estratégica y el liderazgo indomable que movilizaría al pueblo y a la División del Norte.

Por otro lado, Rodolfo Fierro, conocido como el «Carnicero», era un ser enigmático y brutal, cuyo espíritu implacable se entrelazó con el de Villa. Fierro, con su ferocidad en la batalla y su actitud impetuosa, le enseñó a Villa la necesidad de mantener la disciplina y el orden a como diera costa entre sus seguidores y tropas. La dualidad de su naturaleza feroz y su lealtad inquebrantable se reflejaba en la complejidad del mismismo Villa.

La fusión de estas dos influencias, la estrategia luminosa de Ángeles y la bravura tenebrosa de Fierro, dio forma a la personalidad magnética de Pancho Villa. Su gracia lo convirtió en un líder carismático, capaz de inspirar a las masas con su verbo seductor y su presencia magnética. Sus palabras resonaban en los corazones de aquellos que buscaban justicia y libertad.

Villa, con su semblante cubierto por las sombras de las batallas, encarnaba la dualidad de la existencia humana. Se convertía en un símbolo en constante metamorfosis, entre la luz de la esperanza y las tinieblas de la violencia. Su legado, envuelto en una bruma de enigma y mitología coloquial perdura en la memoria del pueblo mexicano.

A 100 años de la muerte de Doroteo Arango en Parral, Chihuahua. La figura de Pancho Villa se alza como un ícono de una época turbulenta en el País. Su vida y legado están entrelazados con hilos sociales y culturales que siguen tejiendo la historia de México así como la mía que al igual que el centauro camino por la calle madero añorando las gorditas de harina.

twitter: @Raul_Saucedo
E mail: rsaucedo@uach.mx

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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