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CANOA, A CUARENTA Y CINCO AÑOS por VICTOR OROZCO

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CANOA, A CUARENTA Y CINCO AÑOS

 

Víctor Orozco

 

Hay una escena impresionante al final de la película: un borracho medio en harapos ejecuta una especie de danza macabra ante los cadáveres machacados de los excursionistas al sonsonete difundido en la época: “Cristianismo sí, comunismo no. Cristianismo sí, comunismo no…”. 1968. Septiembre. La capital del país se cimbra con las manifestaciones estudiantiles, que se extienden a otras ciudades. El gobierno de Gustavo Díaz Ordaz hace eco a una patraña difundida por servicios de inteligencia norteamericanos y organismos derechistas: existe una “máquina infernal” para desestabilizar sociedades y acabar con la libertad. Ha sido puesta en marcha en México. El párroco de San Miguel Canoa lo entiende de una manera más contundente: los comunistas están en México, en Puebla y llegaron ya a la misérrima comunidad para matar, primero a él, izar la bandera roja de la sangre y negra del pecado en la torre de la iglesia, para luego robarse a los niños y convertirlos en servidores del demonio. Su sermón es incontrastable. La mayoría lo cree a pie juntillas, aún cuando algún vecino socarrón (Salvador Sánchez) se pregunte y se conteste ¿Y cuáles? Si no tenemos nada, cuando se afirma que los comunistas vienen a robarse las propiedades. En medio de tal histeria, cultivada con celo, llegan al pueblo los cinco infortunados empleados de la Universidad de Puebla con el plan de escalar La Malinche, en cuyas faldas se extiende el caserío.

Aún cuando han transcurrido treinta y ocho años desde que se filmó la película CANOA de Felipe Cazals, los temas e interrogantes allí planteados, a semejanza de las obras clásicas,

conservan su vigencia. Así lo consideré en el comentario que hice al film en el ciclo de películas censuradas o prohibidas organizado por el cine club de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, con funciones cada domingo a las 12 horas en el Centro Cultural Universitario.

Múltiples perspectivas pueden asumirse para examinar la cinta, que es la recreación de un hecho y al mismo tiempo un documento sobre una atroz realidad en el México campesino, profundo. En esta segunda vez que soy espectador, separada por más de tres décadas de la primera, intento escudriñar sobre dos aspectos claves del film, la crítica política y la religiosa. Ambas se encuentran entrelazadas, en tanto constituyen dos tipos de enajenaciones que se hermanan en el dominio de las personas y el control de sus actos y sus conciencias.

El párroco, este siniestro personaje representado de manera inmejorable por Enrique Lucero –el ya fallecido actor originario de Chihuahua- es un engrane clave del sistema: desempeña el remoto papel de los brujos en las sociedades primitivas, cultiva temores, ofrece bienes, apabulla a las almas sencillas con la magnificencia de los ritos, al tiempo que articula una confabulación perfecta con el poder político. “Llevan acuerdo, le digo” insiste Lucas, el campesino (Ernesto Gómez Cruz) miembro de la organización opositora de entonces, la Central Campesina Independiente. El concierto se traduce en la entrega del pueblo, con sus almas, sus tierras, sus animales, al decidido tiranuelo a cambio de que conserve la paz y la fidelidad de los campesinos. Los recursos empleados son los mismos de ayer y siempre: el alcohol, las dádivas, los favores, el terror, la represión a los disidentes.

Los lugareños, hablantes del náhuatl muchos de ellos, analfabetas la mayoría, con mentalidades formadas por siglos en la sumisión a los fetiches, no dudan en hacer de San Miguel Arcángel (el objeto-sujeto, la creatura-creadora), el supremo hacedor de sus destinos. Pero, el poder de la deidad no existe por sí solo, requiere de un vehículo, éste es el cura párroco. En el mismo, se encarna el inmemorial dominio de los sacerdotes, poseedores de la verdad plena, en tanto trasmisores de la palabra divina. La representación del arcángel, con su espada traspasando el cuerpo del demonio y su pié sobre la cabeza del enemigo, es una figura a la que no se le puede exigir mayor adecuación para llamar al combate contra los adversarios de la fe. Cada devoto que acude al toque de las campanas, se siente un nuevo San Miguel listo para aplastar la cabeza de los comunistas, encarnados por los cinco jóvenes incautos y aterrorizados. Puede que a individuos acostumbrados al uso del razonamiento, les resalten la charlatanería y las imposturas de inmediato. No sucede lo mismo con esta masa de creyentes, aprisionados por los mitos repetidos de generación en generación, sin siquiera tener la posibilidad de cuestionar, brindada regularmente por el acceso a la educación y a superiores expresiones de la ciencia o de la cultura. De allí la efectividad y contundencia del imperio de las creencias religiosas sobre estos mexicanos –siempre fieles y siempre subyugados–.

A río revuelto ganancia de pescadores dice el viejo adagio. La organización de cientos de linchadores histéricos es propiciada por los pocos riquillos del pueblo que desean quitarse de encima a rivales, como Lucas, el campesino rebelde que brinda hospitalidad en su casa a los cinco excursionistas. Es el primero que cae bajo el golpe del hacha y los machetes. No se necesitan muchas palabras de entendimiento entre los incitadores directos y el cura. Lo tienen hablado y pactado de tiempo antes.

La película presenta magistralmente esta colusión de intereses en el microcosmos de San Miguel Canoa. Pero, sus alegorías van más allá. Cuando se mira la escena en la cual uno de los trabajadores lee el Sol de Puebla u otro escucha la radio con las noticias sobre el movimiento estudiantil, este microuniverso da paso al espacio nacional. Los treinta y cinco diarios de la cadena García Valseca y el conjunto de las estaciones radiofónicas operan como los altavoces colocados en los barrios o secciones de Canoa, sirven para cobrar venganzas personales y para desahogos, pero sobre todo para manipular la información o convocar a cruzadas contra los disidentes: maestros, ferrocarrileros, médicos, campesinos, estudiantes.“Sea usted amable Mister Corkey. Telegrefíe todo esto a las matrices interesadas en los Estados Unidos. Que muevan a la prensa de allá contra los ferrocarrileros comunistas de México”. Lo dice Artemio Cruz, -quizá el coronel García Valseca-, en la famosa novela de Carlos Fuentes a su socio norteamericano. Así se las gastaban y así se las gastan.

A propósito del entorno social de aquellos años, una de las asistentes al cine club, narró una anécdota invaluable. Educada en una familia profundamente católica, donde la abuela ejercía un cierto matriarcado, supo cómo se recibió a través de ella una orden: debía destruirse un libro de herejes y demonios recién publicado. Se trataba de Juárez ante Dios y Ante los Hombres de Roberto Blanco Moheno. Cada miembro de la estirpe debía comprar un libro y llevarlo a un cierto lugar. En un día, se reunieron cientos de ejemplares con los cuales se hizo una pira gigantesca. El episodio es un retrato fidelísimo del ambiente generado en el México de los años sesentas. El clero, los Caballeros de Colón, el Opus Dei, la ACJM, etc., sostenían una activa pugna en contra de las herencias ideológicas del liberalismo mexicano, expropiador de las riquezas eclesiásticas, liquidador del monopolio de la iglesia sobre la educación e introductor de la libertad religiosa. Ninguno de estos agravios decimonónicos había sido olvidado y eran todavía rescoldos ardientes. Así, un inocente libro como el de Blanco Moheno causaba un intolerable escozor. En aquellos temas, la derecha era opositora del gobierno en turno. Sin embargo, el fantasma del comunismo, unificó a los viejos rivales: los hispanistas católicos se convirtieron en apologistas y aliados de los antaño odiados anglosajones y el gobierno sacrílego, pasó a ser  un defensor de nuestras mexicanísimas tradiciones puestas en riesgo por los rojos.

 

En consonancia con este nuevo tablero político, se desplegaron las campañas masivas en los periódicos, en la naciente TV, en la radio, en los púlpitos de miles de parroquias, en las asambleas del PRI y del marginal PAN. Todos contra el comunismo, ubicable hasta en la sopa. Los masacrados jóvenes trabajadores de la UAP, fueron víctimas de esta satanización, en cuya fábrica estaban coludidos el gobierno, la CIA, la iglesia, los medios de comunicación.

Han pasado cuarenta y cinco años desde 1968 y de la masacre perpetrada por una multitud de fanáticos religiosos en Canoa.

¿Habremos asimilado las enseñanzas?.

 

aaammmmdominio de los actos y la Chihuahua+ de manera inmejorable por Enrique Lucero -el ermanan en el dominio de los actos y la,mmmmmm


VÍCTOR OROZCO

 

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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