Conecta con nosotros

Opinión

¿Cómo sobrevivir el ahora? Por Itali Heide

Itali Heide

A menudo siento que no sé dónde estoy en la vida, como mucha gente de mi edad. Navegar por los 20 años es una hazaña en sí misma, y no hay que avergonzarse de dudar de los próximos pasos. Esta época de la existencia no viene sin desafíos: sentirse perdido, confundido, a veces incluso desesperado cuando ves a otras personas de tu edad que aparentemente navegan con mucha más facilidad.

No es difícil ver por qué tantos jóvenes adultos están sufriendo: a nuestra edad, muchos de nuestros padres eran propietarios de casas con familias, trabajos estables, vidas sociales prósperas, costos de vida baratos y una vida tranquila (la mayor parte del tiempo). Nosotros estamos atrapados en una inflación creciente que hace casi imposible la compra de una vivienda o la posibilidad de mantener una familia, salarios bajos, una pandemia que ha frustrado la vida social, costos de vida elevados y demasiada gimnasia mental para navegar.

«Los jóvenes de hoy la tienen muy fácil», dicen muchos. «En mi época, no teníamos Internet, ni siquiera teníamos celulares». Tienen razón, no disponían de la tecnología a la que hoy tenemos acceso, pero la vida también era mucho más sencilla antes de la revolución tecnológica que ha crecido exponencialmente a un ritmo que a veces asusta. Las enfermedades mentales no han dejado de aumentar en las últimas décadas, y yo sostengo que las redes sociales y la gratificación instantánea tienen algo que ver con ello. Los investigadores han estudiado durante mucho tiempo el aumento de los problemas mentales, llegando a la conclusión de que hay un gran cambio generacional en los trastornos del estado de ánimo.

Además, en aquella época se esperaba menos y lo que se esperaba era más fácil de conseguir. ¿Mudarse de casa? ¿Ser totalmente independiente? ¿Encontrar un trabajo? ¿Pagar las cuentas? Pan comido (claro, con mucho trabajo, pero lejos de imposible). Hoy en día, ser un triunfador parece ser la norma, algo a lo que la mayoría de la gente no tiene acceso. Si a los jóvenes privilegiados les resulta difícil alcanzar el altísimo listón que les pide la sociedad, imagínense cuánto más difícil es para quienes no tienen las mismas facilidades.

No quiero quejarme, está claro que hay muchas cosas que se han hecho más fáciles a lo largo de los años, ya sea el acceso a la información, la facilidad de hacer todo desde la comodidad de nuestra habitación, el aumento de la comunicación y educación y una plétora de opciones de vida que los que nos precedieron sólo podían soñar. Hacemos bien en aprovechar al máximo lo que la tecnología nos ha dado, pero eso no significa que no tengamos otros problemas que afrontar.

Más que una queja, se trata del círculo de la vida: cada generación pasada se lamenta de la irresponsabilidad y la indulgencia de las actuales, mientras que la actual se aflige de la imprudencia e intolerancia de las pasadas. Esto ha sucedido desde los tiempos de Sócrates: “La juventud de hoy ama el lujo. Es mal educada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores, y chismea mientras deberían de trabajar. (…) Contradicen a sus padres, fanfarronean en la sociedad, devoran en la mesa los postres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros”.

Tengo el máximo respeto por los que nos precedieron, pero también soy capaz de reconocer los errores que cometieron (sin omitir los que ha cometido mi generación). Luchar por la justicia social no era un camino popular en su día, y debería haberlo sido. Darnos pleno acceso a la tecnología sin pensar en las repercusiones a largo plazo no debería haber sido la norma. Ignorar la crisis climática que está poniendo rápidamente al mundo de rodillas nos afectará a nosotros y a las próximas generaciones porque básicamente es demasiado tarde para volver atrás. Criarnos para que nos viéramos obligados a ser partícipes completos de un mundo demasiado centrado en el capitalismo y el consumismo fue un error. Permitir que los precios se disparen y los salarios bajen fue algo que debería haberse evitado.

Por otro lado, las generaciones actuales también están perpetuando problemas que afectarán a los que vengan después de nosotros: estamos permitiendo que las redes sociales dicten nuestra propia felicidad, creando un movimiento de positividad tóxico que pocos pueden alcanzar, participando voluntariamente en un consumismo que ha ido demasiado lejos, y tratando de arreglar todo a la vez en lugar de centrarnos en un problema antes de pasar al siguiente, lo que hace difícil conseguir un cambio a largo plazo. Las generaciones actuales tienen las mejores intenciones en mente, pero no siempre las sacamos a la luz de la manera más útil.

No soy experta, pero hablo desde el corazón. A las generaciones mayores: no sean tan duros con nosotros y traten de entender de dónde venimos. Vivimos en un mundo que es radicalmente diferente a cualquier otro momento de la historia, en lugar de ver cómo se produce el cambio, nos han metido en una sociedad que antes habría tardado siglos en evolverse y, comprensiblemente, no conseguimos estar a la altura. A mi generación: tengamos paciencia, no nos castiguemos por estar asustados o confundidos, vivamos el día a día y recordemos que somos el cambio que queremos ver en el mundo.

Caleb Ordoñez 

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

Continuar Leyendo
Publicidad
Publicidad
Publicidad

Más visto