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CUENTOS CHINOS Por Luis Villegas

Estos párrafos los escribo a escondidas. Me temo que, si María se llega a enterar de su existencia, me retire el saludo -es en serio, ustedes no la conocen… yo sí; tiene el carácter más disparejo que una calle de Parral-. La cosa es que a mí me tenía muy preocupado qué iba a hacer con su vida. Claro que solamente tiene 15 años y yo no sé porqué me preocupaba tanto la cosa (si hay gente que a los 30 todavía no tiene ni idea), pero la verdad es que yo me preguntaba, de vez en vez, por dónde irían los tiros. La primera luz la vi meses atrás cuando la interfecta se preguntó en voz alta, delante de mí, qué para qué iría a servir, porque no se veía ningún talento en particular. Huelga decir que me dieron ganas de felicitarla por su honestidad intelectual, pero me mordí la lengua y contesté con alguna ambigüedad. Lo mejor en esos casos, por cierto, porque a veces la sinceridad no es la mejor consejera. A propósito, me acordé de un chiste; dice así: Estaba la señora delante del espejo, su esposo estaba cerca, cuando se empezó a quejar en voz alta: “¿Sabes, querido? Me miro al espejo y me siento tan fea: Tengo arrugas en la cara, los pechos se me están cayendo, tengo las piernas gordas y los brazos flojos”. Se voltea y le dice al marido: “Dime algo positivo, algo que me haga sentir mejor”. Él la observa con detenimiento, piensa un momento y le dice: “¡De la vista andas muy bien!”. Yo no quería hacerla sentir mal, así que lo de la honestidad intelectual me lo guardé en el fondo del pecho. Pero ahí seguía la pregunta, escociéndome. Digo que fue “la primera luz” pues, fuera de guasa, que empezara a preguntarse así misma qué iba a hacer consigo en los años por venir, me pareció algo maravilloso. Que principiara a inquietarse por el qué, el porqué y el para qué de su vivir me pareció una interrogante fundamental; que tuviera el valor de enfrentar sus limitaciones me pareció aún mejor; y más mejor, todavía (si me permiten la expresión), que no solo estuviera consciente de ellas, sino que comenzara a pensar en el modo de sortearlas. Así fue hasta la semana pasada en que, estaba yo metido en la computadora (para variar), cuando me comentó: “¿Sabes qué? Voy a estudiar chino”. De ipso facto dejé de hacer lo que estaba haciendo. Para mí, esas eran palabras mágicas. 1. “China tiene redes poderosas comerciales, financieras e inversiones por todo el planeta así como potentes socios económicos. Estos lazos se han convertido en algo esencial para el crecimiento continuado de muchos países en el mundo en desarrollo”;[1] 2. “Crecimiento económico sostenido del 10% anual, mil 330 millones de habitantes, necesidad de urbanización para mil 100 millones de personas en el año 2050, construcción masiva de carreteras, presas y de infraestructura gigantesca, comercio creciente con Asia, África y América Latina, mayor peso en Naciones Unidas, potencia nuclear, papel crucial en Asia, principal acreedor de la deuda externa de Estados Unidos”,[2] y 3. “Desde 1978 a 2010: Han salido de la pobreza más de 500 millones de personas; se han creado 700 millones de nuevos puestos de trabajo; han emigrado del campo a la ciudad y han encontrado trabajo 300 millones de personas; en plena crisis financiera mundial, China crece el 9/10%; y su proyección es que en ocho años cada semana se inaugurará una nueva central térmica y cada mes: 800 mil nuevas viviendas, 12 mil nuevos kilómetros de carreteras, mil nuevos puentes y cien nuevos rascacielos”.[3] Esos son unos pocos datos recabados al azar en cuestión de segundos. Yo siempre he lamentado que no me gustaran los números. Las profesiones vinculadas a las matemáticas, a las ciencias exactas, a la tecnología, me parecen un futuro promisorio -y necesario- para miles de jóvenes mexicanos; por desgracia, las escuelas de contabilidad, administración, derecho o psicología, continúan creciendo a ritmos escandalosos, produciendo cada año hornadas de muchachos y muchachas que, en la inmensa mayoría de los casos, no van a hallar empleo o, de hacerlo, no será remunerativo. Mientras tanto, la industria nacional padece la falta de mano de obra especializada: “Sufre México un déficit de ingenieros. En China, 14 de los 15 miembros de su Buró de Política son expertos en estas especialidades. El director de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), […] aseguró que México tiene déficit de ingenieros en la obra pública, lo que deriva en mayor participación de especialistas extranjeros en ese rubro”;[4] dice una nota publicada hace cosa de dos años. Así que para mí, las palabras de María sonaron como música. Yo, que las más de las veces enfrentaba cierta dificultad para hablar con ella sobre el espinoso tema de “la escuela”, adelanté que tal vez resultaría pertinente que empezara a estudiar español “en serio”, a fin de conocer más y mejor su propio idioma, ni chistó. Ahora, la veo entusiasmada; con los ojos brillantes; decidida a dejar de aprender francés (que ya estudiaba) para incursionar en esa aventura del chino mandarín. La veo empeñosa avanzar con paso firme en el estudio del inglés (los maestros chinos dan su clase en esa lengua) y ayer me recibió con la nueva de que el maestro de LR (lectura y redacción) está dispuesto a darle clases particulares. Yo estoy feliz porque creo sinceramente que el estudio de ese idioma en concreto puede abrirle un mundo de posibilidades con absoluta independencia de la carrera que desee estudiar; pero lo que más me agrada es que por fin está inmersa en ese descubrimiento de sí misma, de su propio potencial; intimidada en lo absoluto por la supuesta dificultad para aprenderlo. Yo no sé cómo le vamos a hacer; pero creo que, en su momento, debe ir a estudiar allá. Me imagino que tendré que ir haciendo un “cochinito”. Como sea, yo le seguro que va a regresar colgada del brazo de un chino y ella asegura que no, quesque “porque son muy feos”; lo que no sabe, la pobre, es que eso mismo le dijeron a su mamá y ya ven, llevamos 18 años de casados. Luis Villegas Montes. luvimo6608@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com

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KAFKIANO. Por Raúl Saucedo

ECOS DOMINICALES

En el laberinto de la política contemporánea, a menudo podríamos considerar  que nos encontramos deambulando por pasillos de las obras de Franz Kafka. Esa sensación de absurdo, opresión y burocracia incomprensible que caracterizan lo «Kafkiano» no es exclusiva de la ficción; es una realidad palpable en el día a día de millones de ciudadanos alrededor del mundo.

A nivel global, la política parece haberse transformado en un sistema gigantesco, deshumanizado y a menudo ilógico. Las decisiones se toman en esferas lejanas, por personajes que parecen habitar otro universo, mientras que las consecuencias recaen directamente sobre los ciudadanos de a pie. ¿Cuántas veces hemos visto acuerdos internacionales o normativas supranacionales que, a pesar de sus buenas intenciones, terminan generando más confusión y restricciones que soluciones? Es la burocracia global, un monstruo de muchas cabezas que opera bajo sus propias reglas, ajeno a las realidades individuales. Los ciudadanos se sienten como los personajes de Kafka, constantemente a la espera de un veredicto o una explicación que nunca llega, o que llega demasiado tarde y de forma incomprensible.

En América Latina, la esencia Kafkiana de la política se magnifica. La historia de la región está plagada de sistemas que parecen laberintos, donde los procesos se estancan por años, las acusaciones no tienen fundamento claro y la justicia parece un privilegio, no un derecho. La corrupción es otro elemento profundamente Kafkiano: actos inexplicables de desvío de recursos o favores políticos que operan en las sombras, imposibles de rastrear o de exigir responsabilidades. Los ciudadanos se enfrentan a un estado omnipresente pero ineficiente, que promete soluciones pero solo entrega más papeleo y trámites sin fin. Las promesas electorales se desvanecen en el aire como niebla, dejando un rastro de desilusión y cinismo. La sensación de desamparo es palpable, pues la maquinaria política y administrativa, en lugar de servir, parece diseñada para agobiar y confundir.

Existen países que para interactuar con dependencias gubernamentales puede ser una auténtica Odisea Kafkiana. Solicitar un permiso, registrar una propiedad o incluso tramitar una simple credencial puede convertirse en una misión imposible, llena de requisitos ambiguos, ventanillas equivocadas y funcionarios que ofrecen respuestas contradictorias. La burocracia, en muchos casos, no solo es lenta, sino que parece tener una lógica interna ajena a la razón, diseñada para agotar la paciencia del ciudadano. A esto se suma la impunidad, un fenómeno profundamente Kafkiano, donde crímenes y actos de corrupción permanecen sin castigo, generando una sensación de injusticia y resignación. Las narrativas oficiales a menudo carecen de la transparencia necesaria, dejando a la población en un estado de perpetua incertidumbre y desconfianza, buscando desesperadamente una explicación que nunca llega, o que es inaceptable.

En este panorama, la política se percibe como un ente ajeno, una fuerza opresiva que opera bajo un código indescifrable. Para muchos, participar activamente se siente como un esfuerzo en vano contra un sistema que parece inmune al cambio. La resignación es un peligro real, y la apatía se convierte en una respuesta lógica a la frustración persistente.

Sin embargo, como en las obras de Kafka, donde los protagonistas, a pesar de su desorientación, siguen buscando una salida o una explicación, nuestra sociedad no debe rendirse. Entender la naturaleza Kafkiana de nuestra política es el primer paso para exigir transparencia, simplificación y, sobre todo, una humanización de los sistemas que nos rigen. Solo así podremos, quizás, encontrar la puerta de salida de este interminable laberinto.

Esta reflexión viene de mensajes en grupos, cafés en mesas y observaciones del pasado domingo, donde lo kafkiano quizá no es la situación, si no nosotros mismos.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

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