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Opinión

DE PANZAZO. 1ª DE 2 PARTES Por Luis Villegas

Periódicamente, los viernes por la mañana, merced a la generosa invitación de Sergio Valles, director del Canal 28 (un esfuerzo institucional por hacer de la televisión un espacio inteligente, útil, crítico y entretenido), bajo la conducción del propio Sergio, nos juntamos “los 3 Luises”: José Luis Jáquez, Luis Rubén Maldonado y el que esto escribe, a comentar lo qué sí y lo que no de la política local y nacional. De los cuatro, “yo soy el prietito en el arroz” (y no solo por mi color más bien serio y formalito, no señor); es que soy el único que no soy comunicador de tiempo completo; a diferencia de estos señores que han hecho de informar parte de su vida, lo mío, lo mío, lo mío, es la chirinola… y nada más.

     Yo voy y opino; a veces no sé de qué vamos a hablar; fuera de cámaras, en segundos, nos ponemos de acuerdo y ahí vamos; nos maquillan, a José Luis para que no le relumbre la frente como un foco más, a Luis Rubén para disimularle los cachetes y a mí para que no parezca empanada rebozada -por aquello de que cada día estoy más gordo, doradito y cachetón-.

     Ahí, con diversidad de enfoques, de pareceres y de talantes, bajo la diestra conducción de Sergio, desgranamos los minutos y la hora enterara, apenas con algunos cortes mínimos e imprescindibles, discurre con la pasmosa rapidez que caracteriza los tiempos felices. Todo sea dicho, hay que agradecerle a Sergio que no haya “línea” ni sesgos; cada quien dice lo que piensa, lo que cree, lo que siente, lo que recuerda; y a cada instante, coincidamos o no en nuestras ópticas, intentamos alumbrar la verdad desde diversos ángulos; lo que uno calla lo dice el otro y lo que es ocurrencia fugaz puede derivar en reflexión profunda.

     A José Luis debo agradecerle la sabrosura del recuerdo; la reflexión jánica (del Dios Jano) que voltea a ver al pasado y al presente con peculiar acierto y lucidez; luego, prendido de los detalles de ambas circunstancias, las combina, recrea, contrasta y compara, a fin de situarnos en una perspectiva más completa y por ende más rica, más reveladora, del entorno actual. A Luis Rubén, el más joven del grupo, debo agradecerle ese conocimiento de los actores políticos que trasciende las fronteras del Estado; el meticuloso recuento de biografías de personajes a los que mi memoria puntualmente ha olvidado y sin embargo, viene a rescatarlos en el momento justo con la reflexión exacta. Eso y el énfasis en el enfoque mediático, el marketing, los contenidos de la publicidad, etc., hacen su charla fresca, inteligente, vigente, oportuna, actual. La política de nuestros días, tristemente, cada vez le debe más a la forma que al fondo. ¿Qué decir de Sergio? Desde su atalaya de moderador, renuncia a su legítimo derecho a la ubicuidad y solo interviene para orientar la discusión, proponer nuevos temas, hacer preguntas que buscan iluminar un recoveco o explorar las posibilidades del asunto hasta sus últimas consecuencias.

     Me siento cómodo cada viernes y extrañamente feliz. La mayoría de las veces voy a aprender, a enterarme, a comprender mejor este Mundo que me circunda y que se halla al alcance de mi mirada o de mi entendimiento -más bien limitados los dos-. Cada viernes, a partir de las 9 y media de la mañana (Luis Rubén siempre llega tarde), empieza un ejercicio lúdico de reflexión sobre el quehacer público que nos rodea en los ámbitos municipal, estatal y nacional. No hay cabida para la “amigable composición” porque ahí, hablando de los actores políticos, el que no cae resbala y de nada le vale ser del PRI, del PAN, del PRD, del “Verde” o del doméstico PT -y conste que lo de “domestico” no lo digo porque de los citados, sea el único partido local o porque estemos muy familiarizados con el rojo llameante de su telón de fondo y el amarillo yema de huevo de sus siglas, no; lo digo porque es el partido “familiar” de su dueño y principal usufructuador, ron Dubén Aguilar-. Recuentos biográficos, historias, cifras, datos, anécdotas, van adoquinando el camino hasta que la hora termina, invariablemente, dejándonos con un buen chorro de tinta en el tintero y un montón de cosas por decir.

     A veces, salgo con la impresión del deber cumplido; otras, con la terrible idea de que estuve “disperso” de que no dije lo que quise decir o, peor aún, de que ni siquiera se me ocurrió precisamente aquello que debía ser dicho.

     Hoy no fue así; hoy hablamos de las ¿desafortunadas? declaraciones del Presidente Felipe Calderón y de su afirmación respecto a una supuesta encuesta que situaría a Josefina Vázquez Mota unos cuantos puntos por debajo del Enrique Peña Nieto; de la loable iniciativa presentada por el Gobernador del Estado, César Duarte, para ampliar los periodos de ayuntamientos y diputados de 3 a 4 años –y escribo “loable” porque lo es; no solo por el ahorro que significa una elección menos cada seis años y todo lo que ello implica; sino además, porque les da un año más a munícipes y legisladores para que se afanen en sus labores y dejen de estar pensando (concluido su segundo año) a dónde van a ir a parar con todo y huesos–; y por último, del batidero en el PAN local que dejó al partido desmadejado y roto, gracias a los buenos oficios de Cruz Pérez Cuéllar y Carlos Borruel Baquera, que el domingo pasado dieron una de las exhibiciones más patéticas, lamentables y vergonzosas de lo que no se debe hacer en política; del acarreo, compra de votos, entrega de despensas y más, lo más triste es que se hayan valido de la necesidad de la gente más humilde para llevar agua a su molino; si ese par no dieran la lástima que dan en virtud a su pobreza humana y moral, darían vergüenza ajena y un terrible asco.

     Y sin embargo, pese a la satisfacción del deber cumplido esta mañana, me hubiera gustado poder hablar de la película que sirve de título a estas líneas. Decir que hoy, precisamente hoy, viernes 24 de febrero, iba a ir al cine por mi cajotota de palomitas y mi cocota a meterme en la oscuridad de la sala a ver esta película que llevo esperando, con ansias, desde hace semanas. Desde principios de mes leí que hoy, hoy, habría de estrenarse en más de doscientas salas de toda la República y con pena infinita me pregunto (ya sin atisbos de la coca y las palomitas en mi horizonte cercano): “¿Qué pasó?”; “¿ya nos independizamos o qué?”; “¿ya no formamos parte de la República Mexicana?”; “¿cómo es posible que de las méndigas 200 salas ninguna esté aquí, en nuestro terruño natal, por lo menos una chiquita?”; “¿en qué les hemos fallado?”; yo al cine voy, por lo menos, una vez por semana. Total, otra vez será.

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com, luvimo6609@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com, luvimo662003@yahoo.com

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Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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