El Partido Demócrata esperaba que el debate que la pasada noche celebraron Joe Biden y Donald Trump sirviera para despejar las dudas sobre la capacidad del actual presidente de Estados Unidos para ganar un segundo mandato.
En cierto sentido, es lo que pasó:despejó dudas. No todas, pero sí muchas.
Eso sí: las dudas sobre la incapacidad de Joe Biden para ganar a Trump, para decir frases coherentes, para no parecer que sufre senilidad, entendida en el sentido del Diccionario de la RAE: «Degeneración progresiva de las facultades físicas y psíquicas».
El resultado es que, tras los 90 minutos de debate entre Trump y Biden, el Partido Demócrata había entrado en pánico y, en su mejor tendencia al faccionalismo y a la antropofagia políticos, se estaba preguntando si sería conveniente intentar lo imposible: convencer a Biden – y, sobre todo, a su mujer, Jill – de que retire su candidatura y dejar para la Convención de agosto la elección de un nuevo candidato. Para Brett Bruen, ex miembro del Consejo de Seguridad de Barack Obama, «Biden necesita retirarse y dejar que la Convención Nacional Demócrata elija a otro candidato más capaz». Hasta ahora, lo que los demócratas estaban planeando era alguna sorpresa en la Convención, como más minorías o paridad de género en el gabinete. Ahora, las apuestas de cambio, para algunos, son todo o nada.
Las posibilidades de que eso suceda son remotas. El equipo de Biden no quiere ni hablar de eso., Kamala Harris,su vicepresidente, saltó anoche en CNN -la cadena que organizaba el debate- diciendo que «se trata de elegir quién es mejor gobernando, no debatiendo». Pero la actuación de Biden había sido histórica. Históricamente mala, se entiende. Más que mala, horrible. El mejor resumen, el de la sobria agencia de noticias Associated Press, acerca del primer tercio del debate: «Un Biden ronco da respuestas deshilvanadas, mientas que Trump contraataca con energía y falsedades».
Efectivamente, Trump no dijo una verdad ni por casualidad. En el estricto formato del debate, organizado por la cadena de televisión CNN, ignoró a los moderadores, Jake Tapper y Dana Bash, a veces hasta extremos casi de comedia, como cuando éstos le preguntaron «¿qué ha hecho usted por la América negra?» y él respondió «nunca tuve sexo con una estrella porno».
Trump diría mentiras -algunas de ellas, de verdadero manicomio, como cuando acusó a Biden de recibir dinero de China y de darle dinero a Rusia, o cuando dijo que él había sacado a EEUU «de este lío del Covid»- pero las decía bien. O sea, que se le entendía. Probablemente no ganara muchos votos ayer, porque su mensaje repetía, una y otra vez, las consignas de la campaña.
Así, Trump no condenó el asalto de sus seguidores al Capitolio y se negó tres veces a decir si aceptará el resultados de las elecciones del 5 de noviembre. Y volvió a repetir un mensaje muy preocupante para Europa: «No deberíamos estar gastando este dinero en esta guerra», en referencia a Ucrania, donde volvió a repetir la falsedad de que «cada vez que [el presidente ucraniano] Zelenski viene a este país se lleva 60.000 millones de dólares» e insistió en llamarle «vendedor».
Pero, dada la situación de su rival, eso le dejó como un orador para la Historia.
Porque allí estaba Biden, que no lograba acabar las frases, mirando con la boca abierta a Trump como si no fuera capaz de comprender lo que el republicano estaba diciendo, atropellándose, y a veces diciendo cosas totalmente inconexas, que, a buen seguro, la campaña se su rival se va a encargar de repetir hasta la saciedad en los anuncios de los seis estados que van a decidir las elecciones: Wisconsin, Michigan, Pennsylvania, Georgia, Nevada y Arizona.
Un ejemplo: «Vamos a garantizar el refuerzo del sistema de salud, que logramos que cada persona solitaria sea elegible para lo que yo fui capaz de hacer con… con el Covid, perdón, afrontar todo lo que tenemos que hacer… mire… eh… al final, le dimos al Medicare [el sistema de sanidad público-privada para las personas de más de 65 años de edad]». Parecía estar plasmando en televisión la frase envenenada del fiscal especial Robert Hur que investigó su sustracción de varios documentos secretos antes de llegar a la Casa Blanca: «Un agradable anciano con buenas intenciones y mala memoria» que «no recuerda cuándo fue vicepresidente».
En realidad, Biden no cometió ninguna pifia. No dijo nada imprudente. El problema es que no se entendía lo que decía, o, cuando se le entendía, empezaba a cortar las frases con otras, que a su vez no acababa… aunque a veces lo que no acababa eran las frases. Todo el esfuerzo de la Casa Blanca por decir que en privado el presidente está como un reloj se fue por el desagüe en esos 90 minutos de debate. Quienes replican que, si Biden está tan bien como dicen, debería dar entrevistas y ruedas de prensa, han encontrado un filón para sustentar ese argumento.
Era un Biden extraño, porque, por ejemplo, no cumplía el primer mandamiento de cualquiera que salga en televisión: mirar a la cámara. El habitual tono anaranjado de la piel de Donald Trump, con su pelo amarillo con toques fluorescentes, destacaba de manera espectacular frente al blanco mortecino de un presidente que, con la boca abierta mientras escuchaba, parecía haber salido de la ‘la noche de los muertos vivientes’. Biden estaba a años-luz de la persona que hace apenas tres meses dio un enérgico discurso sobre el Estado de la Unión. Su voz ronca se debía, según sus asesores, a que tiene gripe. Pero eso no lo explica todo. Y es cierto que, a medida que fue pasando el tiempo, el presidente recuperó cierto -no mucho- aplomo. Pero el daño para su candidatura ya estaba hecho.
Ahora, lo que tiene que resucitar es su imagen. Si no, deberá confiar en que los votantes se olviden de este debate. A fin de cuentas, aún quedan cuatro meses para las elecciones.
Todo en un debate en el que los candidatos no se dieron las manos y que, contrariamente a la tradición, se celebra sin público, sin asesores, sin intermedios, y con una medición estricta del tiempo en que cada candidato tiene la palabra. Es un formato planteado por la campaña de Joe Biden que, teóricamente, favorecía a éste. El resultado ha sido, más que un triunfo, un desastre para Biden.