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¿Dónde está la raíz de los problemas educativos? Por Aquiles Córdova Morán

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En nuestros días la palabra “radical” soporta una gran carga negativa: decir radical es decir violento, irracional, equivocado, peligroso. Pero no siempre fue así; en su función originaria, esta rica y exacta palabra era una invitación (y al mismo tiempo un requisito infaltable) al buen discurrir, al razonamiento íntegro y profundo de cada problema, buscando no sólo abarcar y entender su naturaleza y trabazón internas, sus múltiples conexiones e influencias recíprocas con otros fenómenos, sino también y en primerísimo lugar, seguirlo fiel y minuciosamente, recorriendo en sentido inverso su desarrollo histórico previo, hasta sus fuentes originales, hasta el momento mismo de su nacimiento. Dicho brevemente: ser radical quería decir ir a la raíz de los problemas si en verdad se quiere entenderlos y conocerlos bien y, en consecuencia, hallarles una solución eficaz y definitiva.

Pero, ¿a qué viene todo esto? Está en las primeras páginas y primeros lugares de los medios informativos, el proyecto de reforma educativa que el gobierno de la República recién estrenado en sus funciones propone, y que el país entero demanda con urgencia. A juzgar por algunos de los principios y señalamientos que la prensa ha podido (o querido) recoger de modo puntual y preciso, se puede colegir que no se trata de un documento hecho al vapor y sólo con fines propagandísticos o de imagen mediática; se nota muy bien que hubo un estudio concienzudo y un diagnóstico rigurosamente basado en dicho estudio, sobre algunas de las fallas y lacras más trascendentes y generalizadas que el sistema educativo nacional viene padeciendo en las últimas décadas, mismas que explican suficientemente nuestros magros resultados en esta importante materia. Y se nota, además, que hay la decisión firme de aplicar la medicina adecuada, el correctivo preciso a cada problema según su naturaleza, sin reparar en costos políticos, de imagen pública o en “poderes fácticos” que pudieran sentirse afectados con dicho correctivo.

Sin embargo, creo que no sobra hacer algunas consideraciones al respecto. La primera es que todos debemos recordar que esta no es, ni con mucho, la primera “revolución educativa” que se nos propone. Comenzando con la del propio fundador de lo que es hoy la Secretaría de Educación Pública, don José Vasconcelos, que quiso educar no sólo a la población en edad escolar sino al país entero, fundando las “misiones culturales” y ordenando la edición masiva de lo más representativo de la cultura universal que se “vendía” a un precio menos que simbólico para ponerlo al alcance de todos, pasando por las de educadores tan notables como don Jaime Torres Bodet, don Agustín Yáñez y don Jesús Reyes Heroles, hasta llegar a la de nuestros días, muchos son ya los intentos en este mismo sentido. Por tanto, hay razón para preguntarse seriamente: ¿cuáles fueron las causas de que tales intentos por perfeccionar la educación hayan fracasado? Y es obvio que fracasaron (porque si no hubiese sido así, hoy no tendríamos los problemas que tenemos ni, por tanto, habría necesidad una nueva reforma) como es obvio también que la respuesta a tan dura interrogante no es sencilla, que nadie tiene a mano la receta mágica para que, esta vez, el éxito sea seguro y rotundo.

Pero existen certezas evidentes que no hay por qué callar: por ejemplo, que no se puede hablar de que los ilustres reformadores anteriores no supieran hacer un diagnóstico correcto de los males de nuestro sistema educativo; o que fueran incapaces de encontrar el remedio adecuado a los mismos; o que les faltara valor, decisión o tal vez honestidad y firmeza para perseguir los objetivos que ellos mismos plantearon. De donde se deduce claramente que no basta llenar esos requisitos para que una reforma educativa tenga el éxito asegurado; que, por tanto, hace falta algo más: un enfoque radicalmente nuevo que, sin desechar las experiencias pasadas sino precisamente apoyándose en ellas como su plataforma de impulso, sea una auténtica superación dialéctica de aquéllas; un enfoque que vaya a la raíz del problema para que nos permita ver y hacer todo lo que estuvo a faltar en los ensayos previos.

La educación es (permítaseme la metáfora ramplona en aras de la claridad) una planta que, como todo vegetal, necesita un suelo nutricio adecuado a sus necesidades de alimentación y crecimiento, tanto que si ese suelo falta, o no es el requerido, la planta muere o crece raquítica y enclenque, sin dar los frutos que de ella se esperan. Y así como ningún cerebro sano puede esperar de suelos pobres, de topografía agreste y montañosa y de clima desértico, un rico, florido y espontáneo jardín de especies finas y delicadas, o simplemente un huerto con abundante producción frutal, también espontáneo y silvestre, así es locura esperar una educación vigorosa, floreciente, productiva y creativa en un país con población pobre, enferma, mal alimentada, sin vivienda digna ni servicios básicos, con un magisterio mal formado y peor pagado, corrompido, por añadidura, por una politiquería sindical completamente indiferente a las necesidades educativas de la nación. No es casualidad ni buena suerte, sino ley inexorable del desarrollo social, que la educación de máxima calidad y óptimos frutos se dé en los países ricos, y la opuesta sea el pan cotidiano en los países pobres y desiguales.

Alguien dirá que Roma no se hizo en un día y tendrá razón. Pero no nos confundamos. La política educativa, como toda la política y el universo entero, se desenvuelve en una doble dimensión: en el tiempo y en el espacio. Del primero depende la sucesión de las distintas fases de su desarrollo; del segundo depende la simultaneidad, la coexistencia con otros fenómenos, precisamente aquellos con los cuales se relaciona e interactúa y de los cuales depende, en gran medida, su correcto y vigoroso desarrollo e incluso su existencia misma (según que falten algunos o todos a la vez). La gradualidad, el “irse poco a poco” según las circunstancias y los recursos, es perfectamente admisible, y hasta inevitable, tratándose de la sucesión de las fases de desarrollo; pero no así la simultaneidad, la coexistencia con aquello que necesita para existir, o al menos, para desarrollarse vigorosamente. Así, podemos tomarnos cierto tiempo para completar edificios, laboratorios, bibliotecas, computadoras, instalaciones deportivas, etc., pero si no atacamos, simultánea y no sucesivamente, la pobreza, la enfermedad, la desnutrición, la falta de vivienda y servicios, el transporte rápido y barato y, por encima de todo, la correcta formación y actualización permanente de nuestros maestros, cuidando también sus ingresos y sus niveles de bienestar (con la respectiva gradualidad en cada uno de estos factores), todo lo que hagamos en materia educativa será trazar rayas en el agua. Al menos, esa es mi modesta opinión.

¿Dónde está la raíz de los problemas educativos? 

 

Aquiles Córdova Morán

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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