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Opinión

Educación y desarrollo económico Por Aquiles Córdova Morán

La técnica es, como se sabe, el motor del desarrollo económico, por cuanto que es el empleo de una técnica más perfecta en relación con sus competidores lo que permite a un empresario gozar, aunque sea temporalmente, de una tasa extraordinaria de ganancia. La técnica, a su vez, no es otra cosa que el fruto más acabado de la aplicación, con fines prácticos, de los resultados de la ciencia universal y de la investigación científica con propósitos específicos.

Y lo que es cierto entre los individuos en este terreno, es igualmente cierto entre los países. Hoy es ya un conocimiento del dominio público que el rezago general de las naciones pobres comienza y se enraíza en el rezago científico y tecnológico de la mismas; y que, por tanto, la diferencia entre ellas y las naciones ricas se hará cada vez mayor si no se hacen, por parte de las primeras, los esfuerzos suficientes por cerrar, o cuando menos acortar, el abismo científico y tecnológico que hoy las separa y enfrenta, cuando menos en el terreno económico.

 
México, no hay necesidad de repetirlo, alinea con las naciones pobres; formamos parte, nos guste o no, de los pueblos que aún no logran satisfacer a plenitud sus necesidades más elementales. La ciencia y la técnica mexicana exhiben la impronta de un país “tercermundista”, van rezagados varios decenios en relación con lo que se hace y se sabe, en estos terrenos, en las grandes metrópolis del mundo.

 

El resultado inevitable de esta situación es no sólo de baja productividad del trabajo y la insatisfactoria calidad de los productos del mismo (lo que los convierte en poco competitivos en el mercado mundial), sino también, lo que es mucho más grave, la severa dependencia del aparato productivo nacional respecto del extranjero, hasta para sus cambios y modernizaciones más insignificantes.

 

La necesidad de una verdadera revolución científica en el país no es, pues, a la luz de estas verdades elementales, capricho de nadie ni invento de politólogos en busca de propuestas llamativas para un discurso oficial. Se trata de una necesidad real fundamental y urgentísima, que no debería admitir ya ningún tipo de aplazamientos. Ahora bien, soy un convencido de que una verdadera revolución científica, que de veras produzca los resultados que está requiriendo el desarrollo económico y social del país, tiene que comenzar, necesaria y obligadamente, por la enseñanza, por la educación nacional. Para una verdadera revolución científica, lo primero que hay que revolucionar es la educación: De aquí la profunda y estrecha ligazón entre educación y desarrollo económico.

 

Lo primero que habría que hacer, a mi juicio, sería cambiar de raíz el carácter individualista de la enseñanza. En la actualidad, el estudio no es otra cosa que un mecanismo para la solución de la problemática familiar, primero, y un camino relativamente seguro para el ascenso personal, en segundo lugar. Ni al estudiante ni al profesionista de nuestro país (hablo en general, claro, lo que implica las obligadas y honrosas excepciones) se le ocurre mirarse como parte activa de un proyecto nacional, como un obrero calificado más, en una vasta obra común que es la construcción del gran hogar de todos los mexicanos, la patria. Piensa en él y en los suyos (lo que no está mal), pero no piensa en el todo, no se mira como parte del gran esfuerzo común y, en consecuencia, desconoce hasta el sentimiento mismo de la solidaridad.

 

En segundo lugar, habría que cambiar el actual principio pedagógico que, exagerando un poco quizás, podríamos sintetizar como la aplicación a la enseñanza del “laissez faire, laissez passer”, por una actitud más enérgica y exigente con el estudiante, a modo de crearle un verdadero sentido de responsabilidad social, hábitos de estudio y de trabajo y obligarlo a adquirir un suficiente bagaje de conocimiento. El aparato educativo del país necesita comenzar a producir, en forma masiva y no excepcional, profesionistas con una altísima calidad científica y práctica, hombres verdaderamente útiles, capaces de resolver con holgura los problemas a que se enfrenten.

 

México necesita sabios, muchos sabios, sin ellos no saldremos del hoyo en que nos encontramos. Todos estos cambios, como es lógico suponer, deberían correr a cargo de los profesores, de los maestros. y aquí la pregunta inevitable que dijera Marx: ¿quién educaría al educador? Mi respuesta es sencilla y directa: el pueblo trabajador. Por eso, en la base de esta revolución educativa, yo coloco una revolución organizativa. Los centros educativos del país, todos, sin distinción de nivel, deben dejar de ser patrimonio, coto exclusivo de caza, de los burócratas de la Secretaría de Educación Pública y de las mafias sindicales, para pasar a ser patrimonio verdadero del pueblo, que es el que los crea, los sostiene y sufre directamente los perjuicios de una educación distorsionada. El pueblo, la comunidad (grande o pequeña) en que se asienta una institución educativa, debe tener una injerencia real, efectiva y debidamente reconocida por ley, en la vida y funcionamiento de la misma. De otro modo, todo quedará en buenos propósitos; los mejores esfuerzos se estrellarán contra la muralla de las inercias y de los intereses creados.

 

La solución al problema, pues, puede no ser sencilla, pero sí es, a mi juicio, absolutamente necesaria.

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Opinión

La semilla. Por Raúl Saucedo

Libertad Dogmática

El 4 de diciembre de 1860 marcó un hito en la historia de México, un parteaguas en la relación entre el Estado Mexicano y la Iglesia. En medio de la de la “Guerra de Reforma», el gobierno liberal de Benito Juárez, refugiado en Veracruz, promulgó la Ley de Libertad de Cultos. Esta ley, piedra angular del Estado laico mexicano, estableció la libertad de conciencia y el derecho de cada individuo a practicar la religión de su elección sin interferencia del gobierno.

En aquel entonces, la Iglesia Católica ejercía un poder absoluto en la vida política y social del país. La Ley de Libertad de Cultos, junto con otras Leyes de Reforma, buscaba romper con ese dominio, arrebatándole privilegios y limitando su influencia en la esfera pública. No se trataba de un ataque a la religión en sí, sino de un esfuerzo por garantizar la libertad individual y la igualdad ante la ley, sin importar las creencias religiosas.
Esta ley pionera sentó las bases para la construcción de un México moderno y plural. Reconoció que la fe es un asunto privado y que el Estado no debe imponer una creencia particular. Se abrió así el camino para la tolerancia religiosa y la convivencia pacífica entre personas de diferentes confesiones.
El camino hacia la plena libertad religiosa en México ha sido largo y sinuoso. A pesar de los avances logrados en el lejano 1860, la Iglesia Católica mantuvo una fuerte influencia en la sociedad mexicana durante gran parte del siglo XX. Las tensiones entre el Estado y la Iglesia persistieron, y la aplicación de la Ley de Libertad de Cultos no siempre fue consistente.
Fue hasta la reforma constitucional de 1992 que se consolidó el Estado laico en México. Se reconoció plenamente la personalidad jurídica de las iglesias, se les otorgó el derecho a poseer bienes y se les permitió participar en la educación, aunque con ciertas restricciones. Estas modificaciones, lejos de debilitar la laicidad, la fortalecieron al establecer un marco legal claro para la relación entre el Estado y las iglesias.
Hoy en día, México es un país diverso en materia religiosa. Si bien la mayoría de la población se identifica como católica, existen importantes minorías que profesan otras religiones, como el protestantismo, el judaísmo, el islam y diversas creencias indígenas. La Ley de Libertad de Cultos, en su versión actual, garantiza el derecho de todos estos grupos a practicar su fe sin temor a la persecución o la discriminación.
No obstante, aún persisten desafíos en la construcción de una sociedad plenamente tolerante en materia religiosa. La discriminación y la intolerancia siguen presentes en algunos sectores de la sociedad, y es necesario seguir trabajando para garantizar que la libertad religiosa sea una realidad para todos los mexicanos.

La Ley de Libertad de Cultos de 1860 fue un paso fundamental en la construcción de un México más justo y libre. A 163 años de su promulgación, su legado sigue vigente y nos recuerda la importancia de defender la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa como pilares de una sociedad democrática y plural.
Es importante recordar que la libertad religiosa no es un derecho absoluto. Existen límites establecidos por la ley para proteger los derechos de terceros y el orden público. Por ejemplo, ninguna religión puede promover la violencia, la discriminación o la comisión de delitos.
El deseo de escribir esta columna más allá de conmemorar la fecha, me viene a deseo dado que este último mes del año y sus fechas finales serán el marco de celebraciones espirituales en donde la mayoría de la población tendrá una fecha en particular, pero usted apreciable lector a sabiendas de esta ley en mención, sepa que es libre de conmemorar esa fecha a conciencia espiritual y Libertad Dogmática.

@Raul_Saucedo
rsaucedo@uach.mx

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