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Opinión

El conflicto. Por Raúl Saucedo

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La discusión real…

En el tejido de la historia humana, los libros han demostrado ser instrumentos poderosos no solo de conocimiento y cultura, sino también de guerra ideológica. Desde la antigüedad hasta la era moderna, las páginas impresas han sido utilizadas para difundir ideas, inflamar pasiones y alimentar conflictos. Aunque los tiempos han cambiado, su impacto perdura, como lo refleja el actual debate en México sobre el papel de los libros en la conformación de la sociedad, la política y la educación.

Desde la invención de la imprenta en el siglo XV, los libros se convirtieron en herramientas poderosas para difundir creencias y opiniones. Uno de los episodios más notorios fue la Reforma Protestante en el siglo XVI, cuando líderes religiosos como Martín Lutero distribuyeron sus tesis impresas, desafiando la hegemonía de la Iglesia Católica y generando un cambio religioso y político trascendental. Durante la Revolución Francesa, los panfletos y libros influyeron en la opinión pública y fomentaron la lucha por la igualdad y la libertad.

En el siglo XX, las guerras mundiales presenciaron el uso de propaganda impresa como herramienta de manipulación ideológica. Los regímenes totalitarios, como el nazismo y el comunismo, utilizaron libros y literatura para moldear las opiniones y justificar sus acciones ante la sociedad. La Guerra Fría también vio una batalla de narrativas, con la difusión de literatura y propaganda en ambos lados del conflicto.

En el México contemporáneo, el debate sobre el papel de los libros en la sociedad sigue siendo relevante. La discusión se centra en cómo los libros pueden influir en la opinión pública y en la formación de identidades culturales y políticas. Algunos sostienen que los libros son una herramienta vital para preservar la memoria histórica y promover la diversidad cultural. Otros argumentan que los libros pueden ser utilizados para promover agendas ideológicas y políticas particulares.

Un ejemplo concreto es el debate sobre el contenido de los libros de texto utilizados en la educación pública. Los críticos afirman que ciertos libros presentan una versión sesgada de la historia y la cultura del país, lo que puede influir en la percepción de los jóvenes sobre su identidad y su relación con el pasado. Como resultado, el proceso de revisión y selección de los libros de texto se ha convertidoactualmente en un punto de conflicto en el ámbito educativo y político.

Mientras que en México se discute el poder de los libros en la guerra ideológica, en otras partes del mundo, como Europa y Estados Unidos, la atención se centra en cuestiones relacionadas con la regulación de la inteligencia artificial (IA). En estas regiones, la discusión gira en torno a cómo establecer marcos legales y éticos para el desarrollo y uso de la IA en diversas áreas, como la economía, la salud y la seguridad.

La IA plantea nuevos desafíos en términos de privacidad, discriminación algorítmica y seguridad cibernética. La preocupación por su potencial para propagar información falsa y manipulación de la opinión pública también ha llevado a debates sobre cómo regular y supervisar su uso, especialmente en el contexto político y social.

El bucle histórico que se desarrolla cada determinando tiempo en nuestro país debería como en ocasiones anteriores estar viendo hacia otras latitudes en lo que respecta al futuro de la humanidad y no en los girones de la historia.

Mientras esto sucede en las tribunas políticas y mesas familiares este servidor toma su café de la tarde con la disyuntiva personal de no estar presente en el desarrollo de la LUNA LIQUIDA en su tierra natal, donde la discusión ideológica dejara para otra ocasión lo estridente para dar paso a un abrazo de amor y reconocimiento.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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