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Opinión

EL DERECHO A LA CIUDAD por VICTOR OROZCO O.

Comencé a vivir hace diez años en un fraccionamiento del sur de Ciudad Juárez. Desde entonces, en la avenida exterior, veo a trabajadores de la construcción, domésticas, estudiantes, que caminan por la calle con los automóviles casi rosándoles, porque los dueños de los grandes predios y edificios de ambos lados no construyeron banquetas peatonales. Cuando llueve, tienen que caminar como equilibristas por los cordones. Quien quiera se tome la molestia de observar distintos barrios y zonas habitacionales, puede percatarse de que este espectáculo ocurrido fuera de mi fraccionamiento no es nada excepcional: es la regla.

La despiadada falta de banquetas, es apenas una breve muestra que revela la tragedia en la cual ha sido despeñada la ciudad fronteriza. Atravieso el viejo Juárez, en el cual se comprende mucho más que el centro tradicional de las ciudades mexicanas, la plaza de armas, la catedral, el palacio municipal o de gobierno. El espectáculo es deprimente: decenas y decenas de cuadras derrotadas, con edificios y casas clausurados con maderas podridas o de plano derruidos. Salvan la vista algunas añosas lilas y frondosos moros verde oscuro, que se resisten a morir. Fueron plantados por anteriores dueños quienes nunca se imaginaron la ruina que asolaría a sus cuidados porches y menos aún la carga económica o peso moral que representarían las antaño orgullosas fincas para sus herederos, incapaces de hacer nada con ellas, salvo dejarlas en el abandono.

¿Qué le pasó a Ciudad Juárez?. ¿Desde cuando dejó de ser un lugar donde se podía caminar y comprar en sus calles?. ¿Cómo se convirtió en una urbe saturada de automóviles, sin lugar para los de a pie? ¿A la que debe uno subirse al carro para ir a comprar tortillas o el periódico?. Hay hechos abrumadores. La mancha urbana se extendió sin control alguno. Arrasó con alamedas, sembradíos, acequias, sauzales. A lo largo de las centenarias vegas cultivadas del río Bravo, aparecieron las máquinas devastadoras que no dejaron piedra ni surco sin remover y llenaron el subsuelo con escombros. Las plantas maquiladoras se multiplicaron, generando rentas industriales a manos llenas para los inversionistas extranjeros. En derredor de la mesa, capitalistas y empresarios criollos, encontraron gruesos veneros de riqueza sirviendo como intermediarios, consultores, cobradores de rentas inmobiliarias, gestores. Una de sus actividades preferidas fue la especulación con la tierra, barata, disponible en los ejidos circundantes y predios rurales. Se dedicaron a construir un fraccionamiento tras otro, cada vez más lejos, cada vez mas caros para el presupuesto social, del cual salió el dinero necesario para proveer el equipamiento urbano, mediocre en la mayor parte de los casos, pero suficiente para ocupar o vender las nuevas viviendas, construidas con dinero público.

¿Correspondió esta expansión urbana con el crecimiento de la población?. Para nada. En los años dorados del incremento demográfico, después de 1980, el espacio urbano aumentó siete veces más que los habitantes y luego, después de 2005 doce veces. Podrá pensarse que esta edificación masiva respondió a las necesidades de los sin casa, pero no. Hace un lustro, más de la cuarta parte de las viviendas en las cuales nos alojamos los juarenses, estaba abandonado, casi 120,000 de ellas.

¿Entonces a quien benefició este monstruoso crecimiento urbano?. Ha dejado miseria y suciedad por todos lados, ha dañado y sigue dañando de manera irreparable el medio ambiente, implica la multiplicación de los gastos para transporte, combustibles, llantas, equipamiento diverso, en tubería, cableados, vigilancia, etcétera. Desde luego no ayudó a la gente, no a la mayoría de los pobladores. Hay que buscar a los favorecidos en ese montón de colusiones criminales entre los intereses privados y las autoridades a los largo de muchas décadas. Gobernadores, presidentes municipales, delegados federales, banqueros, “desarrolladores urbanos”, regidores, según su tamaño, pudieron saborearse con las ganancias con cada autorización de un nuevo fraccionamiento y el otorgamiento de nuevos créditos. Ya se pagarían los platos rotos por los sufridos vecinos. Los privilegiados con automóvil manejarán distancias mayores y las miríadas de infortunados usuarios de los deplorables camiones, caminarán por la arena ardiente o congelada. En el peor de los casos, muchos deberán dejar su flamante vivienda a los depredadores.

¿Se ignoraban estos hechos?. Es decir, ¿se carecía de experiencias ocurridas en México o en el extranjero sobre la formas como las ciudades se van haciendo gradualmente inhóspitas y hostiles para sus habitantes?. Ciertamente que no. Hace casi medio siglo, en 1968, Henri Lefebvre escribió su clásico libro El Derecho a la Ciudad, en donde examinaba y denunciaba este proceso mediante el cual los altos poderes han arrebatado su hábitat a los pobladores citadinos. Después de él, un sinnúmero de filósofos, arquitectos, economistas, sociólogos, historiadores, han profundizado en el tema, ofreciendo alternativas, llamando a un desarrollo urbano sustentable y a devolver las ciudades a las gentes. Por pensadores y propuestas de alto nivel no ha quedado.

En especial, Ciudad Juárez es una de las urbes mexicanas más estudiadas. Ha sido objeto de cientos de trabajos de investigación, quienes la han explorado desde incontables vertientes y perspectivas. Sólo en la obra colectiva Chihuahua Hoy. Visiones de su historia, economía política y cultura, editado anualmente por la UACJ, se han publicado decenas de textos sobre Ciudad Juárez, desde 2003 a la fecha. El Instituto Municipal de Investigación y Planeación, ha contado con calificados planificadores urbanos. Hay entre todos los estudiosos una opinión unánime: rescatemos la ciudad, hagámosla amigable, vivible. ¿Pero quién les ha hecho caso?. ¿Quién ha podido vencer a la egolatría, la arbitrariedad, los caprichos y sobre todo a la bolsa de los gobernantes?.

Una propuesta concreta ha cobrado consenso desde hace tiempo: debe impulsarse el repoblamiento del centro y de las colonias aledañas. Una vía para lograr este objetivo es orientar la inversión pública con la construcción de edificios estatales en la zona y estimular a la privada. Esto se ha realizado en otras ciudades del país y sin ir muy lejos en la capital del estado. Fue una lástima que las gigantescas inversiones del nuevo campus de la UACJ, construido a 40 kilómetros del centro, no se hubiesen empleado para revitalizar la ciudad.

Mientras tanto, salgo de mi casa y veo el mismo espectáculo desesperanzador desde hace una década: enormes muros y mallas de alambre casi pegados a la calle, gentes apuradas sorteando obstáculos donde debería haber banquetas o corriendo el riesgo de ser atropellados. A estos trabajadores les ha sido arrebatado su derecho a la ciudad. Es apenas un detalle del cuadro en el que se plasma la tragedia de muchas urbes mexicanas. En particular de una cuya producción relativa de bienes materiales está entre las mayores del mundo: Ciudad Juárez.

Por: Víctor Orozco

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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