La sorpresa. Un niño de unos cuatro años se para en el asiento del camión y observa por la ventana. Sobre la calle Manuel Acuña, una cuadra antes de llegar a El Santuario, ve que hay caballos junto a la banqueta, acompañados de hombres y niños vestidos de charro que pronto se integrarán a un desfile.
– ¡Mira, apáááá!, ¡una vaca!
– No, hijo: no es vaca, es caballo.
El niño apunta a un caballo blanco con manchas negras. Convencido de que lo que está viendo es una vaca, insiste:
– ¡No, apá, mira: es una vaca!
– Que no, hijo: es un caballo pinto.
El camión de la ruta 33-A tiene que hacer una pausa en su recorrido. Sobre la Avenida alcalde comienzan a desfilar cientos de caballos, que traen sobre ellos a otros tantos hombres y mujeres vestidos con trajes típicos mexicanos. El mes patrio, además del grito y los tequilas, también trae el Día del Charro y convierte a las calles en paisajes rurales.
El niño se queda pegado a la ventana, observando los pasos de lo que, parece ya estar convencido, no es una vaca.
Hay de habilidades a habilidades
A las 10:00 horas, la gente ya está al borde de la banqueta esperando el desfile. Poco a poco se acercan los protagonistas, que cubren seis o siete cuadras sobre la avenida. Según los animadores del evento, fueron alrededor de 800 jinetes.
Hay que tener mucha habilidad para aguantar lo que ellos. Para empezar, el clima fue menos condescendiente que otros días y el calor comienza a aterrizar en la piel; ellos, con sus trajes ajustados y sus amplios vestidos, deben soportarlo más que cualquiera.
Aprovechando que se toca el tema de habilidad, los jinetes demostraron que no sólo han aprendido a cabalgar con maestría; también han encontrado la forma, avanzando sobre el animal, de tomar un cigarro, llevárselo a la boca y prenderlo; de tomar fotografías con ambas manos y hasta de pasarse objetos de caballo a caballo. Los aplausos, pues, fueron merecidos.
La escena familiar
Un señor cabalga al frente de sus cuatro hijos, quienes también forman parte del desfile. Al dar vuelta por la Avenida Hidalgo para luego dirigirse al Palacio de Gobierno, voltea hacia atrás y nota que su hija, la más pequeña, trae cara de pocos amigos. Intenta animarla: «¡Salude, mija!», y mueve la mano en el aire para ejemplificarle lo que le pide. Nada: la niña ni se inmuta.
– ¡Para que vea quién es la que manda!- Le grita, divertida, una señora que forma parte del público al hombre, quien ya se cansó de insistirle a la niña.
– ¡Viejas malditas!
– ¡Pero ni así pueden vivir sin nosotras!
La demás gente festeja el diálogo y ríe. El señor deja de pedirle a su hija que salude y se dispone a seguir avanzando, cuando de más atrás le lleva la voz de otro de sus primogénitos:
– ¡Apá, tengo sed!
– ¿Y luego, chamaco? ¿No te puedes estar más de media hora sin tomar nada?
– ¡Pues no!
Para su fortuna, otra señora le extiende un bote de agua que alivia, por el momento, la situación familiar en plena avenida.
Parados bajo el sol, pero de buenas
Antes de seguir su camino hacia el lienzo charro de la Avenida R. Michel, el desfile aminoró el paso cuando estuvo frente al Palacio de Gobierno. Desde el balcón, los observaron el secretario general de Gobierno, Arturo Zamora; el de Educación, Francisco Ayón, y el alcalde de Guadalajara, Ramiro Hernández. Resguardados, desde el balcón principal, extendían las palmas para saludar a cada minuto.
Los de abajo, los que observaron el desfile sin lugares privilegiados, se mantuvieron aplaudiendo la exhibición de destrezas: desde los niños que hacían girar largas sogas sin que éstas tocaran el pavimento, hasta los adultos que hacían caminar atípicamente a los caballos, con todo y ritmo.
En el cruce de Corona y López Cotilla, habría otro grupo de personas esperando ver el porqué de tanto alboroto. Cada vez que pasaba un caballo, cualquiera que fuera, gritaban: «¡Eh, eh, eh, eh, eh!», a lo que los charros respondían haciendo que el animal diera vueltas y alzara más las patas.
Tan de buenas estaban, que cuando pasó el paramédico en su cuatrimoto también le lanzaron el mismo grito. La respuesta, para sorpresa de todos, fue el hombre moviendo las nalgas sobre la cuatrimoto, como si también la estuviera haciendo bailar.
Lo que la marcha dejó
Después de los caballos, venían las barredoras. Durante todo el trayecto había el rastro de que el desfile había pasado por ahí: el excremento y los orines regados por las avenidas Alcalde e Hidalgo, además de la calle Ramón Corona.
La euforia por el desfile se extinguió. La gente se dispersó y los funcionarios abandonaron el balcón del Palacio de Gobierno. Media hora después, la única muestra de lo que había pasado era el excremento aplanado en el asfalto.
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