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Opinión

“El espacio”: El alma de México. Por Raúl Saucedo

En la bulliciosa capital mexicana, se erigen rincones de realidad e imaginación arquitectónica única. Me refiero al legado de Luis Barragán, uno de los arquitectos más influyentes del siglo XX, cuya visión transformaron el paisaje urbano mexicano.

El maestro Barragán es originario de Guadalajara, nacido en 1902, a lo largo de su vida, demostró una pasión inquebrantable por la arquitectura. Sus obras no son simplemente edificios; son poesía visual que narra la historia de México a través de la luz, el color y la forma. Su trabajo trasciende las estructuras físicas para tocar más haya de quienes las experimentan.

Sus creaciones, ubicadas en diversas partes del país, son un testimonio tangente de México, la Casa Estudio Luis Barragán, en la Ciudad de México, es un claro ejemplo de su habilidad para transformar la realidad en algo mágico. Esta obra maestra fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2004.

La Casa Estudio es un laberinto de espacios que desafiaban las leyes de la física y la percepción. Barragán jugaba con la luz y el color, creando ambientes que parecen existir en una dimensión paralela. Las paredes se bañan en tonos rosa mexicano, mientras que las sombras se convierten en aliadas en la narración de su historia.

En su búsqueda de la esencia de México, Barragán incorporó elementos del pasado prehispánico y colonial. Los patios interiores, las fuentes y los jardines evocan la tranquilidad y el misticismo de la historia mexicana. Cada rincón es una revelación de su amor por la tierra y la cultura de este país.

Otra joya de Barragán es la Capilla de las Capuchinas, un lugar de culto en Tlalpan, en las afueras de la Ciudad de México. Aquí, el arquitecto exploró la relación entre la luz y la espiritualidad. La capilla se ilumina con luz natural que atraviesa un muro de ladrillos de vidrio, creando un efecto celestial en el interior. Las formas geométricas y las texturas de la capilla transmiten una sensación de serenidad y elevación, como si estuvieran en un lugar sagrado donde los límites entre lo terrenal y lo divino se desdibujan.

La arquitectura de Barragán no solo transformó los espacios físicos, sino también la manera en que los mexicanos se relacionan con su entorno. Su enfoque en la integración de la naturaleza en el diseño arquitectónico influyó en generaciones de arquitectos y urbanistas. Hoy, su legado perdura en la obra de quienes se inspiraron en su realismo mágico.

En un país conocido por su rica tradición artística y cultural, Luis Barragán se destaca como una figura icónica que llevó la arquitectura mexicana a nuevas alturas. Su capacidad para infundir magia en lo cotidiano es un recordatorio de que, a través de la creatividad y la visión, la realidad puede convertirse en algo extraordinario. Barragán no solo construyó edificios; construyó sueños, y en cada esquina de México, su legado sigue vivo, recordándonos que la magia puede estar en cualquier lugar.

Pensara usted apreciable lector porque la aportación cultural de esta semana, pero es que desde hace meses nació en mí una fascinación por la arquitectura… será una amistad “arquitectónica añorada de mi tierra, mi TOC por el orden, el reencuentro con la pasión y el arte o quizá simplemente la paz que me genera y en la cual he encontrado algún camino para el aturdido 2024 que se avecina.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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