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El fetichismo de los gobernantes Por Aquiles Córdova Morán

“Fetichismo”, define el diccionario de la Real Academia Española, es el “culto de los fetiches” y, en forma figurada, es “idolatría, veneración excesiva”. Y fetiche: “ídolo u objeto de culto supersticioso en algunos pueblos primitivos”. Dicho en otros términos, el fetichismo es la reverencia y el acatamiento excesivos de un objeto o de una persona, a los que se atribuyen poderes mágicos y cualidades superiores que en la realidad no poseen, en un acto de fe nacido de la ignorancia o los intereses del fetichista. El fetichismo hacia los gobernantes ha existido, prácticamente, desde la aparición del Estado en la sociedad humana, ya que es la materialización de las relaciones entre débiles y poderosos, entre dominantes y dominados y, de modo particularmente significativo, entre gobernantes y gobernados; pero ha cobrado su mayor auge en las épocas de despotismo unipersonal, del poder concentrado en un autócrata, llámese rey, emperador, zar, káiser o césar. El fetichismo de Estado fue fomentado siempre, como es lógico, desde las esferas mismas del poder público, como una eficaz arma de control de las masas oprimidas, es decir, como política de Estado para asegurar la paz, la estabilidad y el funcionamiento terso del statu quo.

Por eso, en ciertas épocas, el fetichismo del poder alcanzó  extremos increíbles de irracionalidad y de arbitrariedad. Sólo como ejemplos, recordemos que los emperadores chinos se hacían llamar “hijos del cielo”; que en la Grecia pre-helénica fueron convertidos en dioses simples mortales como Minos en Creta, Egeo, Teseo y otros en la Grecia continental, como premio a sus hazañas; y que en la Roma imperial era frecuente la “apoteosis”, es decir, la elevación a la categoría de divinidades, mediante ceremonia pública, de gobernantes y generales que, a juicio de la colectividad, se hubieran hecho merecedores de ese inmenso honor. Y nuestros antepasados mexicas no se quedaron atrás. Baste recordar la reforma ceremonial de la corte del último de los Tlatoanis que gobernó en paz, antes de la llegada de los españoles, al imperio mexicano: Moctezuma II o Xocoyotzin, como se le conoce. Nadie podía verle a la cara; un heraldo iba delante de su cortejo avisando a la gente de la proximidad del monarca, de modo que pudiera desaparecer, voltearse hacia las paredes o postrarse de hinojos con la vista baja; tanto así que, cuando cierto acucioso historiador quiso oír de labios de algún sobreviviente la descripción física del gobernante, la respuesta general fue que no podían hacerlo porque nadie le había visto el rostro jamás. Tampoco podía mirarlo de frente quien fuera recibido en audiencia por él, y, antes de exponerle su asunto, tenía que hacer una triple reverencia tocando el suelo con la frente y recitando la formula ritual: “¡Tlatoani, noh Tlatoani, huey Tlatoani!”. Al retirarse, debía hacerlo caminando hacia atrás, pues estaba prohibido darle la espalda, y, finalmente, su sagrada persona casi no tocaba el suelo; era siempre llevado en andas por sus servidores y, cuando por excepción decidía caminar, un noble iba delante barriendo el suelo y regando agua y pétalos de flores odoríferas.

Pero, si algún lector casual está tentado a soltar la risa, le advierto que este fetichismo ridículo no es cosa del pasado; sigue vivo entre nosotros, sólo que bajo una forma distinta. El gobernante actual sigue siendo intocable, directa e indirectamente (mediante la crítica); ya no se le declara “divino” oficialmente, pero su corte de aduladores y lacayos le repite, todos los días y en todos los tonos, que lo es de facto; una nube de guaruras y una verdadera parafernalia tecnológica “garantiza su seguridad” donde quiera que va, lo aísla de las masas e impide que la gente humilde se le acerque a menos de 50 metros de distancia. Si hoy se pidiera a los mexicanos comunes que describieran a sus gobernantes, un buen número contestaría, como antaño, que no los conocen porque es casi imposible verlos de cerca. Y lo esencial de esto es que las decisiones de mayor trascendencia para el país se siguen tomando en reducidos cenáculos de hombres política y económicamente poderosos, ocultos a los ojos del gran público, aunque la responsabilidad última de tales decisiones sea asumida públicamente por el “Huey Tlatoani” en turno. ¿Y cuáles son los frutos de este fetichismo tecnológicamente modernizado? La soberbia ilimitada, la grosera prepotencia, la insensibilidad y la sordera políticas del gobernante, que acaba creyéndose realmente infalible; la vanidad enfermiza y la hipersensibilidad morbosa que lo llevan a pensar que cualquier reclamo o discrepancia de sus gobernados es un ataque a su autoridad y un intento por poner a prueba su poder. El endiosamiento ha llevado a muchos a creer que hacer justicia al necesitado es dejarse derrotar por él, un acto vergonzoso que los hará ver como gobernantes “débiles” y los hará perder el respeto y la consideración de la colectividad. Y actúan en consecuencia.

El fetichismo moderno de los poderosos no es una pura invención de quienes viven de “la industria de la oposición”, sino una muy nociva y peligrosa realidad cotidiana, que puede y debe ser combatida por las fuerzas realmente democráticas de la nación.

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Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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