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El país debe aprender de la tragedia de los tarahumaras Por Aquiles Córdova

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Sé que a mí no se me da el arte de las plañideras, es decir, que no tengo aptitud para fingir pena o dolor profundos que no sienta verdaderamente. A pesar de ello, creo mi deber decir públicamente que el suplicio que están viviendo más de 100 mil mexicanos de la etnia rarámuri, los llamados “tarahumaras”, asentados en la parte más inaccesible e inhóspita de la Sierra Madre Occidental, en el estado de Chihuahua, es realmente desgarradora, espantosa y, por eso mismo, increíble, difícil de aceptar para un ser humano del siglo XXI, en cualquier parte del planeta en que viva. Visto aisladamente, como gesto de solidaridad humana, nada tengo que objetar al operativo que se ha montado a toda prisa por el Gobierno federal, a través del Ejército Mexicano, por la jerarquía católica de Chihuahua y por la Cruz Roja Mexicana en representación de la sociedad civil, para llevar alimento, ropa de abrigo y medicinas a esos mexicanos humildes. Y menos aún tengo que objetar a la generosidad del pueblo de México que, con sus donativos generosos, ha acudido sin demora y sin regateos al rescate de sus hermanos en desgracia. Es más, el mérito del auxilio popular es mayor aún, si se tiene en cuenta que no es la primera ni la única vez que ha tenido que hacerlo en los últimos años.

      Pero me parece que sí hay cosas qué decir, y muchas, sobre el manejo que están dando a la crisis los medios de información, con la televisión a la cabeza; los personeros de los gobiernos de Chihuahua y de la República y varios políticos profesionales de distinto pelaje ideológico. En primer lugar, como si se hubiesen puesto de acuerdo, todos coinciden en el carácter “coyuntural”, eventual, casi accidental dirían algunos, de la hambruna que azota a los rarámuris, ya que la causa de la misma es, según ellos, la tremenda sequía “atípica” (la mayor en 100 años, dicen) que azota a más de la mitad del territorio nacional. En segundo lugar, es evidente el empeño en sembrar la idea de que el desastre está rigurosamente circunscrito a los tarahumaras; en el resto del país la situación es notablemente distinta y mucho mejor. En tercer lugar, se trata de hacer creer al país que, para resolver el desastre humanitario así acotado, lo único que se requiere es que fluya en cantidad suficiente el donativo de víveres, abrigo, agua y medicinas, es decir, que el reto es únicamente impedir que alguien muera de hambre o de frío en esta emergencia. En cuarto y último lugar, ante el dato duro de que la ayuda humanitaria no cubre ni siquiera el 50 por ciento del total de la población afectada, se pretende justificar tal insuficiencia alegando lo inaccesible e incomunicado de la zona y el atavismo cultural del tarahumara, que se niega a abandonar sus cuevas para asentarse en un sitio mejor.

      Pero nada de esto es cierto, o, mejor dicho, nada es exactamente así. Primero, el hambre de los tarahumaras sólo debe a la sequía “atípica” su acmé, sólo su actual agudización extrema, pero no su existencia misma, pues todos sabemos que esa miseria humana y social (de ése y de todos los grupos indígenas del país) vienen de muy atrás, que han existido desde siempre, desde que la conquista española los despojó de sus recursos naturales, de sus tierras, sus bosques y sus manantiales, y los redujo a la condición de esclavos y mendigos en su propia tierra. Y que 200 años de independencia y de “progreso” no han sido capaces de modificar, ni en un pelo siquiera, esa vergonzosa situación. Segundo, el abandono y la marginación que hoy hacen crisis en la tarahumara, no son exclusivas de esa región ni de esa etnia; existen en todo el territorio nacional y azotan por igual a indígenas y no indígenas, es decir, a todo aquel mexicano que, por carecer de empleo, de un salario digno o de una fuente de ingresos segura y legítima, se ve obligado a vegetar en la misma mugre, ignorancia, insalubridad, falta de vivienda y de alimento que sus hermanos rarámuris. Tercero, visto el problema en su verdadera dimensión y profundidad, resulta ridículo plantear a la nación que la solución está en donar un poco más de arroz, de frijol, de ropa o de medicinas a los necesitados; y también resulta grotesco, en cuarto lugar, culpar por la insuficiencia de la ayuda a la falta de vías de comunicación expeditas o al atavismo social y cultural de los tarahumaras. El más elemental razonamiento dice a las claras que ni el incremento de las cantidades de víveres y otros insumos donados por la población, por grande que sea, ataca el problema en su raíz y no es, por tanto, la solución de fondo, ni el atavismo cultural de ese pueblo puede ser la causa de que no cuente con buenas vías  de comunicación, agua, drenaje, vivienda, escuelas, hospitales, abasto suficiente y barato y fuentes de trabajo seguro y bien remunerado. Es obvio que la verdad es exactamente la contraria: es la falta de esos servicios, es el innegable y criminal abandono en que los han tenido los distintos gobiernos de los tres niveles, lo que determina y explica su conformismo, su falta de ambición por una vida mejor.

      Los mexicanos debemos aprovechar la amarga lección que encierra la tragedia de los tarahumaras. Tenemos que entender que su miseria no es más que una parte (y no la mayoritaria, por cierto) de la miseria que afecta a más del 50 por ciento de la población del país, y saber, además, que la brecha que separa a los mexicanos más ricos de los más pobres, lejos de reducirse al paso de los años se ha ahondado peligrosamente, según dicen los organismos internacionales que monitorean la economía mundial. Por eso, hoy que se avecinan elecciones presidenciales, es hora de que quienes aspiran a gobernar al país abandonen de una vez por todas las frasecitas trilladas y supuestamente “ingeniosas”, que nada dicen y a nada comprometen; que dejen atrás la demagogia barata que busca votos apelando al sentimentalismo y no a la inteligencia de la parte más atrasada de nuestro pueblo; que salgan de los lugares comunes y de las generalidades huecas “que a todos gustan y a nadie lastiman”, y digan con toda claridad, precisión y puntualidad, qué van a hacer para combatir en serio la miseria de las mayorías, que tan bien ilustra el caso de los tarahumaras; qué política económica van a  aplicar para que el país crezca, genere empleos bien pagados, produzca más riqueza y la distribuya mejor entre todos sus hijos. ¡Ya basta de poses de vedette que promueve productos “de belleza” en televisión! ¡Ya basta de ver en la desgracia de los desamparados una simple oportunidad para sacarse la foto repartiendo baratijas a los damnificados! Este país ya maduró, ya salió de la adolescencia y se hizo adulto, y exige, en consecuencia, políticos adultos, responsables de sus actos y de sus ofrecimientos ante el insobornable tribunal del pueblo.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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