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Equidad de género y una ida a hacer pipí (primera de dos partes)

Estos párrafos estaban en el tintero, pues debieron ver la luz la semana pasada con motivo del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer; fecha que, según me han enseñado mis amigas feministas, ni se festeja ni se celebra, solo se constata y se trae a la memoria, con la pretensión última de que los hechos que recuerda jamás vuelvan a repetirse. Pero como es sabido por mis tres o cuatro lectores y lectoras, se atravesaron en mi camino las declaraciones del Presidente del PAN, Gustavo Madero, y ya me seguí de fijo. Personaje que, por cierto, cuando no cae resbala, pues resulta que ya vistió de gloria al Presidente Peña Nieto;1 lo que por otro lado quiere decir -alabado sea el Señor y para bien del Erario-, que ya no se viste a un costo de 50 mil dólares por tacuche, en la exclusiva Casa Bijan, en Beverly Hills.2

Van pues porque, total, seguimos en marzo; y hombre y mujeres habremos todos los días.

En materia de sexo, a mí me trajeron engañado buena parte de mi vida. Recuerdo bien que la primera vez que oí hablar de él (técnicamente no se trataba de un asunto de sexo, sino de una de sus consecuencias, la maternidad -pero yo no lo sabía-) me lo explicaron de manera prolija y detallada, con itinerarios y todo, que yo resumo así: A los bebés, los trae la cigüeña de París. Con ese morbo connatural a los varones, frecuentemente oteaba el cielo con la esperanza de ver ya no una parvada de cigüeñas con sus bultitos blancos en el largo pico, sino al menos una de ellas, dirigiéndose a la Maternidad La Luz, que estaba -o está- situada a un lado del parque Urueta, ubicado en los linderos del barrio que me vio nacer. Tras esa explicación, el ávido lector que era y el incipiente abogado que despertaba en mí, no dejaban de acosarme a preguntas, primero, cómo cruzarían las pobres el ancho Atlántico, si lo harían de golpe y cómo se las arreglarían para comer pescado durante el larguísimo trayecto, sin que se les cayera el niño al agua; y segundo, si había que pagar algún tipo de arancel o, ya de plano, todos seríamos producto del contrabando -explicar por qué a tan tierna edad entendía de manera cabal ambas nociones demandaría otra reflexión-.

Como verán, desde entonces esa ha sido la maldición de mi vida: Hacerme preguntas inteligentes y darme respuestas idiotas.

Ya después, alguien más me brindó una explicación un poco más científica -y plausible-: La de las abejitas, las flores y el polen; de modo intuitivo a mí me hacía más sentido eso de que traer hijos al mundo fuera un asunto de estar dos unidos (y no de París)… Hasta que me cayó la realidad de golpe y fui papá; lo que explica que tenga cuarenta y tantos años y sea abuelo de una niña de cuatro, y explica también el por qué, la primera vez que oí hablar de asuntos de género, me quedara turulato. Cómo fue la cosa, no lo recuerdo a detalle, solo que durante los debates sobre el artículo 40, quinto párrafo, de la Constitución local, que reza: “Para la asignación de diputados electos por el principio de representación proporcional, cada partido político deberá registrar una lista de seis fórmulas de candidatos propietarios y suplentes, la cual no podrá contener entre propietarios y suplentes más del 50% de candidatos de un mismo género”, se propuso por alguno -o alguna- la sustitución de la palabra “género” por la de “sexo”, dado que se estaban confundiendo ambos vocablos y que usarlos de modo indistinto, como sinónimos, constituye un error de fondo.

Ante mi cara de pasmo (léase de menso), vino alguien a decirme que la cuestión del género era como traer unas gafas especiales, que había que ponérselas para ver la realidad de otra manera. Aunque intuía que se trataba de una especie de metáfora, un poco parecido al asunto de la cigüeña, las abejas y el polen -y que ese era solo un modo de hablar para facilitarme la comprensión de los arcanos misterios del feminismo-, anduve meses buscando los malditos lentes. Nunca los hallé. Total, seguía sin entender.

Leí, me di de topes, metí la pata hasta el fondo en dos o diez ocasiones hasta que me quedó claro: El asunto del sexo y el género no son lo mismo. Eso explicaría, en principio, la razón por la cual el primero es un asunto tan entretenido y el segundo no. Ahora, veo las cosas más o menos de este modo: El sexo y el género son cuestiones diferentes, como ya dije; ambos se hallan en todas partes, interrelacionándose, conformando un sistema unitario de convivencia que encauza a hombres y mujeres a asumir roles complementarios entre sí, demandantes de responsabilidades excluyentes y que producen satisfacciones distintas. Estos roles pueden ser de tipo sexual, condicionados por factores biológicos, que distingue entre “hombre” y “mujer”; y roles de género, determinados por ciertas expectativas sociales o culturales, originadas en torno a ciertos tipos de comportamiento que distingue entre “masculino” y “femenino”. Es evidente que la naturaleza de ciertas actividades no se determina por criterios biológicos, sino por lo que culturalmente se define como propio para ese sexo, o sea, por el género; a ese respecto, existen posturas que no encuentran distinción alguna, ni biológica ni psíquica, entre los dos sexos.

Continuará…

Luis Villegas Montes.
luvimo6608@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com

1 Nota suscrita por Andrea Becerril, Víctor Ballinas y Georgina Saldierna, bajo el título: “De la Gloria a la Cárcel”, publicada en fecha 8 de marzo de 2013, por el periódico La Jornada.
2 Nota suscrita por Jenaro Villamil, bajo el título: “Peña Nieto: la Historia de un Guardarropa de 2 mdd”, publicada en fecha 9 de junio de 2011, por la revista Proceso.

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