ESTAMPAS DE WASHINGTON I
Víctor Orozco
“No hacer pequeños planes…”
Las capitales de los viejos imperios y de los nuevos se parecen, pero guardan sus distancias. En Europa, es fácil advertir el origen de la magnificencia de Viena, Paris, Madrid, Roma, Londres, Moscú. Durante centurias succionaron la riqueza de mundos completos y se pudieron proporcionar palacios, iglesias, colecciones de arte, con dimensiones colosales y belleza excelsa. Aún cuando las antiguas dominaciones, han desaparecido y ya no son metrópolis, estas señoriales ciudades siguen recibiendo flujos de energías provenientes de mil sitios en el orbe. De hecho, su pasado fastuoso les sigue prestando buena porción de sus medios de vida. Cada una exhibe con orgullo sus glorias, alcanzadas gracias al talento de constructores, arquitectos, artistas, sí, pero también gracias a los sufrimientos infligidos a millones de hombres y mujeres esclavizados o sometidos a condiciones serviles. Esta es la vieja Europa, donde las fechas remontan muchos siglos y aún milenios.
La capital de los americanos (gentilicio hurtado al resto de los habitantes del continente) no va a la zaga de sus contrapartes europeas por cuanto hace a las ambiciones de grandeza. De hecho, sus constructores se propusieron emularla. No en balde el Federal Triangle que agrupa a un numeroso conjunto de edificios de gobierno, erigidos siguiendo las líneas clásicas de las arquitecturas griega y romana, responde a una concepción claramente expuesta por el arquitecto Daniel Burnham, autor del rediseño urbano de Washington en los inicios del siglo pasado: “No hacer pequeños planes. Éstos no tienen la magia de agitar la sangre de los hombres y probablemente ellos mismos ni siquiera se darán cuenta. Hay que hacer grandes planes”. En el curso de las siguientes décadas, sobre todo y paradójicamente en los treintas, la época de la crisis económica, se alzaron la mayor parte de estos gigantes que comparten el dominio de la fisonomía urbana con los emblemas nacionales: el Capitolio, la Casa Blanca, el Memorial de Abraham Lincoln, el Obelisco de Jorge Washington, los museos del Smithsonian…De seguro esta idea de los magnos designios comprendió también a los parques y espacios verdes que se abren por miles de metros y dan la impresión de una campiña salpicada por alcázares y palacios. Un detalle, para nada insignificante: en uno de los árboles que extienden el ramaje hacia la banqueta, se posa un espléndido ejemplar de un halcón peregrino que se deja retratar por los turistas aglomerados unos cuantos metros abajo de su imponente figura. Displicente, apenas si vuelve la cabeza ante la vista del grupo y el ruido de sus gritos provocados por la admiración y la sorpresa. Acaso su dieta se la proveen los innumerables ardillones (chimorises, les decimos en Chihuahua) que cruzan los prados.
Es domingo y el Lincoln Memorial está lleno de visitantes. Llego acompañado de Amirah y Ariana, mis dos hijas adolescentes norteamericanas. La primera, de 16 años, es fan del presidente abolicionista y en el camino me pregunta si al menos podrá tocar la estatua. Imposible, el hombre colosal aparece sentado en una silla que se alza varios metros encima del piso. No está al alcance de la mano. Así que debe conformarse con las fotos, uno de cuyo fondos es el texto, labrado en el mármol, del famoso discurso de Gettysburg, al cual los norteamericanos –y muchos otros- tienen como la mejor pieza de oratoria política jamás dicha, no obstante su brevedad, o quizá por ella. Desde estas escalinatas pronunció Martín Luther King su memorable discurso “Tengo un sueño” en el momento culminante de la lucha por los derechos civiles, -la marcha del millón-, el 27 de agosto de 1963, quizá la otra arenga de mayor nombradía en la historia de los Estados Unidos.
Preservar la historia
Uno de los edificios del Federal Triangle, concluido en 1935, es el que ocupan los archivos nacionales. (National Archives y Record Administration, su nombre oficial). Su concepción arquitectónica es la de un templo griego, dedicado a la musa de la historia, con estatuas clásicas en su entorno. En el basamento de una de ellas, esculpida por Robert Aitken y denominada Futuro fue gravada la frase de Shakespeare, tan gustada en Estados Unidos: “El pasado es prólogo”. Se usa en debates electorales, en obras de teatro, en series televisivas.
En 2003 trabajé en estos acervos. Regreso ahora con la credencial que entonces me expidieron. Diez años después, me la renuevan en un procedimiento que no lleva ni tres minutos. A pesar de sus enormes dimensiones y capacidad para albergar documentos, el viejo inmueble ahora apenas contiene una porción ínfima del total. El grueso se encuentra en el que se presume es el mayor edificio del mundo construido para archivos históricos y ubicado en un predio boscoso facilitado por la vecina Universidad de Maryland a una hora de distancia del centro de Washington. Todo el día circula un camioncito que traslada gratuitamente a los usuarios de los archivos de una localidad a otra, servicio que de verdad se agradece, pues de otra suerte, se agravarían las dos carencias a las cuales ha de hacer frente todo investigador: la de tiempo y la de dinero.
Como las ciudades imperiales, los papeles juntados por sus gobiernos, se corresponden también con sus dominios. Pocos lugares hay en los cuales los soldados, viajeros, mercaderes, misioneros o funcionarios ingleses, españoles o franceses no pusieran su pié en las pasadas centurias. Y no se diga de los clérigos, sobre todo los de la iglesia católica. De la misma manera sucede con los norteamericanos a partir de la mitad de la decimonónica. Esta es la sencilla razón por la cual existen noticias de casi todos los países del mundo en sus colecciones documentales. Nos damos una idea de este hecho si sabemos por ejemplo que el gobierno norteamericano tenía cónsules acreditados, generalmente comerciantes, en una gran cantidad de ciudades de México desde los primeros años de la independencia. Espulgando los informes de estos improvisados diplomáticos a sus jefes del Departamento de Estado, nos enteramos de ciertos hechos y acontecimientos en la vida de Tampico, Chihuahua, Monterrey, Mazatlán, Guaymas o Paso del Norte a lo largo del siglo XIX. Tengo en la memoria los despachos de Reuben Creel, el cónsul acreditado en la ciudad de Chihuahua durante el tiempo de la estancia en ella del gabinete republicano presidido por Benito Juárez. Constituyen materiales de primera importancia sobre la personalidad del Benemérito, la actitud política de los chihuahuenses, entre otros temas. No se crea, sin embargo, que puede encontrarse el alma de la historia de un pueblo en los informes de diplomáticos y agentes extranjeros. Complementan visiones, ayudan a construir el rompecabezas, pero es ilusorio y a la vez ingenuo esperar que estos documentos nos revelen algo más que los intereses de sus naciones y gobiernos, así como impresiones de sucesos y personas.
¡Ah, la prepotencia cuando se puede!. “Hará usted saber al gobierno mexicano que debe poner fin a las ofensas contra nuestros ciudadanos, de lo contrario, los Estados Unidos no dudarán en intervenir y obtener justicia..”. Así reza uno de estos manuscritos, fechado el 23 de junio de 1858. Son los ecos del pasado, que escucho de nuevo, cuando pienso en las futuras inversiones extranjeras en los yacimientos y ductos estratégicos del petróleo mexicano. Pero…las lecciones se olvidan.
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