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Opinión

Inversión. Por Raúl Saucedo

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ECOS DEL CALENDARIO

La discusión sobre una reforma electoral en México se ha reabierto a raíz de la instalación de la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral, lo que representa una oportunidad para revisar aspectos fundamentales de nuestra democracia.

Entre las propuestas que circulan, destaca por su potencial de renovación —y por el debate que genera— la posibilidad de reducir la edad para votar a los 16 años. Esta medida busca incluir a un sector de la población que ya asume responsabilidades, pero que carece de voz en las urnas.

El argumento de la supuesta inmadurez de los jóvenes pierde fuerza frente a una realidad: a los 16 años, muchos ya forman parte del mercado laboral, contribuyen con impuestos y asumen responsabilidades propias de la vida adulta. Sin embargo, se les niega el derecho a participar en la elección de los gobernantes cuyas decisiones impactan directamente su vida, como las políticas educativas o de empleo. Esta exclusión genera una brecha entre los políticos y los jóvenes, quienes perciben que sus intereses no son tomados en cuenta.

La experiencia internacional ofrece referencias valiosas. Países como Austria, Argentina y Brasil ya han implementado el voto desde los 16 años. En Austria, esta medida se ha consolidado como parte de su sistema democrático, fomentando una mayor participación cívica. En Argentina y Brasil, se trata de un voto opcional, lo que permite a los jóvenes ejercer este derecho si así lo desean. Estos casos demuestran que la inclusión de jóvenes de 16 y 17 años en la vida política es posible y puede fortalecer la democracia.

Para que esta propuesta avance en México, es crucial atender dos aspectos clave:

  1. Impulsar un debate profundo y plural, que involucre no solo a políticos, sino también a expertos en psicología, sociología y educación.
  2. Acompañar la medida con un fortalecimiento de la educación cívica en las escuelas.

Dar el voto a los 16 años no basta; es necesario proporcionar herramientas para que las y los jóvenes tomen decisiones informadas y ejerzan su derecho de forma responsable. Reducir la edad para votar no debe verse como el fin de la reforma, sino como un primer paso hacia una democracia más inclusiva y representativa.

Si esta propuesta dentro de la inminente reforma electoral no se acompaña de lo anterior, difícilmente tendrá un impacto sustancial. Según el Censo de Población y Vivienda 2020 del INEGI, en México había alrededor de 6.5 millones de adolescentes de entre 15 y 17 años.

Con lo expuesto, es preciso reflexionar: ¿cuál sería el motor “democrático” que llevaría a más de 6 millones de jóvenes a las urnas? Probablemente, muchos coincidiríamos en que serían las redes sociales. Y es aquí donde, al abrir nuestro celular, veríamos qué hace eco en ellos. A juicio personal, no creo que eso necesariamente fortalezca la democracia mexicana.

Debo confesar que esta columna fue inspirada por los recuerdos que me mostró Facebook ayer, donde los eventos juveniles del Día Internacional de la Juventud marcaban el calendario de mis veinte. Entre esas publicaciones, me quedo con una frase: “Lo importante de la juventud no es cómo conservarla, sino cómo invertirla”. Y creo que esa inversión, en muchos casos, ya está rindiendo frutos.

@RaulSaucedo

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Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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