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Opinión

LA IDENTIDAD NORTEAMERICANA POR VICTOR M. OROZCO

La identidad norteamericana

Víctor Orozco

El tema ha recibido muchos nombres: identidad, carácter, alma, personalidad, de un pueblo o de una nación. Durante el siglo XIX, alemanes y franceses se encargaron de convertirlo en el súmmum de las ideologías y de las acciones políticas. Poetas, filósofos, literatos, estadistas, curas, pastores, funcionarios, educadores, se encargaron de convencer a las multitudes de que su patria era la condensación de todas las virtudes y que, para mantenerla sin mancha había que odiar y combatir a muerte a todos los enemigos. Los nacionalismos extremos que arraigaron y se endurecieron entonces, detonaron las dos guerras mundiales en la siguiente centuria. Sobre todo los alemanes, pero no sólo ellos, se tomaron a pecho la idea de la superioridad racial en la cual se fincaba la milenaria patria germana. Mussolini proclamó a los italianos como descendientes directos de los antiguos romanos y destinados a reconstruir su imperio universal. Franco, el cruzado católico, hizo lo propio con la “España eterna”, bajo cuyo estandarte debían perecer liberales, comunistas, ateos, masones, republicanos. Los dictadores no fueron los únicos en alimentar las exclusiones y los aborrecimientos en contra del “otro”. En todos los países florecieron partidos de esta catadura y en nuestros días, han persuadido a gruesas capas de los electores en casi todos los países europeos. Se trata de un nacionalismo ofensivo, que agrede y expulsa a los que considera diferentes. No obstante el acelerado proceso de globalización de las relaciones económicas, éste no ha tenido su par en diversos ámbitos de la cultura. Por estos terrenos, no han pasado las marcas mundiales de toda clase de mercancías, ni la música, la comida, las instituciones consagradas en las constituciones políticas, etcétera. Quienes pueblan estos espacios, siguen patrones vigentes hace un siglo entre los ultra patriotas galos o teutones.

Pensemos el caso de Estados Unidos. Cada campaña electoral, sobre todo al término del mandato de un presidente reelecto, como en el caso de Barak Obama, cuando las posiciones tienden a polarizarse, no faltan uno o varios adalides que se ungen como los abanderados de la pureza norteamericana. Sus estrategas saben que fomentar la animadversión contra los emigrantes es una apuesta que rinde beneficios. Hay millones de electores blancos pertenecientes a las clases medias y bajas, siempre proclives a la recepción de estos mensajes xenófobos y racistas. Los han cultivado y adulado no sólo políticos destemplados como Donald Trump, sino refinados miembros de la inteligencia, como Samuel Huntington. Hace una década, este académico publicó un libro con el provocador título de ¿Quiénes somos?, para hacer alusión a los peligros que enfrenta Estados Unidos derivados de la crisis de identidad, causada por los migrantes latinoamericanos, en particular los mexicanos. Ha sido este texto uno de los principales abrevaderos teóricos de la xenofobia y el antimexicanismo que recorren las candidaturas republicanas. Buena parte de los discursos derechistas lo invocan y no en balde uno de sus críticos decía que Huntington es Pat Buchanan (uno de los viejos aspirantes a Presidente de la ultraderecha, quien escribió varios libros) con “pies de página”.

Pero, ¿Es cierto que los Estados Unidos están en vías de enfrentar retos divisionistas en su unidad nacional?. Fuera de algunos despistados supremacistas blancos quienes han hablado de separar Texas de la unión americana, no hay indicio que lleve a pensar en secesionismo alguno. Menos aún en el inminente “peligro mexicano” que tanto les ha servido como espantajo a candidatos, locutores y autores de libelos para azuzar a los temerosos habitantes de los suburbios en las ciudades medias. Ann Coulter, por ejemplo, escritora y conductora de esta clase, se hace la graciosa para difundir el mismo infundio de Trump: “¿No quieres que te maten en Siria?. No vayas. ¿No quieres que te mate o robe un mexicano?. No hay nada que puedas hacer”.

La cuestión de las identidades nacionales puede derivar a hacia un conflicto político de grandes dimensiones, cómo es el que se enfrenta en España con el proyecto separatista de Cataluña. Es decir, la idea de que las señas propias, el alma colectiva, están siendo atropelladas o borradas por la pertenencia a un Estado cuyas fronteras políticas y jurídicas no son coincidentes con los de la nación, es posible que provoque

el desgajamiento de una gruesa porción de la comunidad política, como quiere hoy un vasto número de catalanes. En Estados Unidos esto no sucede. Sin embargo, el acenso en las encuestas de candidatos que hablan de expulsar a once millones de migrantes o de “bombardear con drones las cuevas donde se ocultan” (según proponen Trump y Ben Carson, médico afroamericano quien ha subido en las preferencias) muestra cómo es posible construir una estrategia política exitosa con base en falacias, con tal de tocar esas fibras sensibles constituidas por prejuicios, temores, aversiones, generalizaciones, (a mi vecina la atacó un indocumentado mexicano: todos son iguales), mitos, pasiones e instintos agresivos. En contra de esta maraña de malas vibras, poco pueden hacer las razones e incluso el conocimiento de experiencias históricas.

Una de estos antecedentes es la expulsión de un millón de mexicanos en los años treinta, de los cuales arriba del medio millón tenían la nacionalidad norteamericana. Los daños causados a estas familias fueron indecibles. Muchos murieron y la mayoría perdió su patrimonio. Poco se sabe de esta tragedia, cuyo conocimiento ahora se recupera gracias a la iniciativa de un grupo de estudiantes en California, quienes pidieron a las cámaras de senadores y diputados de esa entidad, que recomendaran su inclusión en los libros de texto, que hablan de otras atroces persecuciones como la de los judíos en Alemania y se olvidan de las ocurridas en su propia tierra. Ambas cámaras votaron a favor y quizá los niños californianos puedan en el futuro darles lecciones de historia a los políticos racistas.

Abiertamente, algunos candidatos a ocupar el puesto de mayor responsabilidad global en el mundo, se pronuncian en contra del multiculturalismo. Rechazan la coexistencia de varias culturas en una misma sociedad. La quieren homogénea, grisácea, sin colorido. Otro signo de ignorancia y prepotencia. Si Estados Unidos ha gozado de inventiva y ha podido hacer aportaciones decisivas a la civilización, es porque ha condensado en su seno las fuerzas culturales y los saberes de incontables pueblos. Y ello ha sido posible no por la acción de religiosos intolerantes, políticos ambiciosos o empresarios protagónicos, sino por la de sus intelectuales, científicos y trabajadores de todos los órdenes.

En otro tiempo, cuando en México estrenábamos nacionalidad construyéndola con un barro en el cual se mezclarían criollos, mestizos de todas las combinaciones, pardos, morenos, blancos, negros, indígenas de infinidad de naciones y lenguas, Fray Servando Teresa de Mier les reclamaba a los hispanos redactores de la Constitución de Cádiz discriminadora de los afrodescendientes:

“Yo solo preguntaré ¿quales (sic) son los Españoles que no tienen origen en África? Porque de allá eran los Celtas, los Iberos, los Fenicios, los Cartagineses, antiguos progenitores de los españoles, y mas modernos los Moros (con quienes se mezclaron todos los españoles hasta sus reyes)”.

Así, se les ha preguntado a los “defensores” de la identidad norteamericana: ¿Y de dónde vienen la mayoría de los norteamericanos?. La respuesta es: de las oscuras prisiones europeas, de las persecuciones religiosas y políticas, de las masas empobrecidas en todo el mundo, de los ejércitos vencidos y también de los hombres y mujeres de corazón fuerte que decidieron jugársela para construir una nueva vida. Entre ellos, por cierto están millones de trabajadores mexicanos, estudiantes brillantes, técnicos, maestros, médicos, científicos. Cualquier análisis elemental, prueba que lejos de poner en riesgo esta identidad, la fortalecen y señala.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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