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La moda de irse de vacaciones en el siglo XVIII

En las ciudades italianas del siglo XVIII, cuando se acercaba el verano muchos ciudadanos eran presa de una inquietud. De forma muy parecida a como ocurre hoy día, todos se ponían a pensar en sus próximas vacaciones. «¿Dónde os vais de vacaciones este año?» «No sé; todavía no lo he decidido», decían en sus conversaciones. Quedarse en la ciudad durante el verano era inconcebible: «¡Un año sin vacaciones! ¿Qué dirían de mí? No me atrevería a mirar a nadie a la cara». La envidia por los que se iban era insoportable: «Todo el mundo se va al campo y no quiero que digan que yo me quedo aquí de guardián».

Así hablaban, al menos, los personajes de Carlo Goldoni, el gran escritor veneciano que dejó en sus muchas obras de teatro un excepcional retrato de la sociedad de mediados del siglo XVIII. Para Goldoni, «la diversión inocente del veraneo en el campo se ha convertido, en nuestros días, en una pasión, un desvarío, un desorden». En realidad, en el siglo XVIII no se hablaba de veraneo sino de villeggiatura. El término hacía referencia a las villas, residencias campestres que se hicieron muy populares en el Renacimiento. Los patricios de ciudades como Roma, Florencia o Venecia acudían cada año a esas casas, a veces auténticos palacios –como los diseñados por el famoso arquitecto Palladio–, para supervisar las labores en sus fincas agrícolas y de paso disfrutar de un tiempo de calma y de contacto con la naturaleza.

Los placeres del campo

Esas estancias solían ser cortas; tan pronto como había concluido la cosecha o la vendimia, los señores retornaban a la ciudad a cumplir con sus obligaciones. En la primera mitad del siglo XVIII, en cambio, la estancia en villa, la villeggiatura, cambió de carácter. Para empezar, el período se alargó; en Venecia había incluso dos temporadas, de mediados de junio a mediados de julio y de principios de septiembre a mediados de noviembre; en total, casi cuatro meses, aunque es cierto que a veces las mujeres se quedaban mientras los maridos trabajaban en la ciudad. Pero la principal diferencia con el pasado es que la estancia no se dedicaba a cuidar del campo, sino a la simple y pura diversión. Un anciano de una obra de Goldoni daba testimonio del cambio: «En mis tiempos, cuando era joven, se anticipaban las villeggiaturas y el retorno. Hecho el vino, se volvía a la ciudad. Pero entonces se iba a hacer el vino, ahora se va para divertirse, y todavía se está en el campo cuando empieza a hacer frío y se secan las hojas de los árboles El veraneo se convirtió en una moda, un signo de distinción social. Todos se iban al mismo tiempo, a las mismas zonas, para lucirse ante los demás y no ser menos que nadie. «Sí, es verdad, quien quiere figurar en el mundo tiene que hacer lo que hacen los otros», decía un personaje de Goldoni, quien, sin embargo, exageraba un poco en su voluntad de condenar moralmente unas nuevas costumbres que contradecían los hábitos de austeridad y ahorro propios de los viejos mercaderes venecianos.

Irse al campo requería preparativos considerables. Los criados empleaban por lo menos un mes completo en reunir todo lo necesario para el retiro y embalarlo en grandes baúles. «Hoy en día el campo condiciona más que la ciudad», se quejaba un sirviente en una obra de Goldoni, agobiado ante el montón de oropeles, cofias de día, gorros de noche, encajes, mantones y mantillas que tenía que empacar para la villa. Asimismo, junto al arsenal de ropajes, los veraneantes solían llevarse varias docenas de cubiertos, bandejas y candelabros de plata, además de productos selectos como café, chocolate o especias varias. Las mujeres renovaban sus vestidos justo para irse a la villa; en una de las obras de Goldoni una joven está en vilo porque en la víspera de la partida aún no ha recibido un vestido francés a la última moda.

Tiempo de derrochar

Todo ello hacía que el veraneo supusiera un importante desembolso, para el que muchos no dudaban en contraer importantes deudas. Pero al final llegaba el día esperado: «¡Qué acontecimiento para estas muchachas! El día que han de salir para el campo, no saben lo que hacen, no saben lo que dicen, se ponen fuera de sí mismas»; «¡Pobrecilla! Desvaría por ir al campo», leemos en las obras de Goldoni.

El viaje hasta la villa se hacía en furlón, calesa o carroza, en una alegre comitiva en la que iba el dueño con sus invitados. Los criados iban aparte, en una carroza a veces compartida con otros vecinos para reducir el coste. Los venecianos se trasladaban a bordo de una lujosa embarcación denominada burchiello, con la que cruzaban la laguna véneta hasta Fusina y se adentraban por el río Brenta y sus canales, que conducían hasta Padua. Aquella era la zona residencial más selecta para la alta sociedad veneciana. Las innumerables villas a ambas orillas del río –mientras que en el siglo XVI se construyeron 250, en el siglo XVIII fueron 400–, con sus imponentes fachadas y sus jardines y parques, ofrecían un panorama cautivador: «A los que pasan en barco, todo eso les da la idea de encontrarse en el medio de una ciudad durante todo el recorrido del río, como si fuera un pueblo continuo de casi 16 millas», afirmaba un viajero en 1697.

Todo el mundo invitado

Los veraneos en las villas del siglo XVIII se caracterizaban por la gran concurrencia de personas, ya fueran invitados del dueño o vecinos, con los que se organizaban bailes, comidas, partidas de cartas o simples conversaciones. Era una cuestión de prestigio social. Como escribía Goldoni: «En el campo es necesario tener compañía. Todos procuran tener toda la gente que pueden. Y luego se oye decir: Fulano tiene diez personas, Zutano tiene seis, Mengano ocho, y quien tiene más es el más estimado». Para «hacer bulto» no se dudaba en invitar a auténticos parásitos que se ofrecían a cualquiera –«Si no voy con vosotros, iré con otro», dice uno en una comedia– y a los que se apreciaba por los juegos que conocían y su buen talante al aguantar las bromas.

Las semanas en el campo transcurrían entre comidas en casa de uno y otro, juegos de cartas, paseos por el campo y lances amorosos. En una comedia de Goldoni se cuenta la llegada de un grupo de veraneantes a la villa: «Salimos doce. Encontramos al llegar una soberbia comida; tras ésta jugamos a las cartas. Algunos se dormían y se acostaron donde pudieron, en una cama, un sofá, etc. A la mañana siguiente, algunos se levantaron tarde, otros de buena mañana. Paseos, acicalarse, lectura, cada uno se entretenía como le placía.

A mediodía, todo el mundo se reunió para tomar chocolate, y luego jugamos y jugamos hasta que pusieron la comida. Luego, algunos pasearon, otros jugaron, los otros… Y así todos los días… A la cama muy tarde, una buena mesa, un juego de mil demonios, algunos amoríos entre los bailes, un poco de paseo, un poco de cotilleo: fue la mejor villeggiatura del mundo».

Como todo acaba, los veraneantes debían volver a casa. Era entonces cuando algunos se percataban de que habían incurrido en gastos superiores a sus medios y veían cómo les embargaban sus bienes del campo, los muebles del palacete, la ropa de mesa o la cubertería de plata, según denunciaba Goldoni. Tal vez en ese momento entonaran también un canto a la moderación de las costumbres. Pero, al año siguiente, ninguno estaría dispuesto a ser menos que sus vecinos y privarse de su temporada de esparcimiento en la villa.descarga (1)

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