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Opinión

La seguridad no es un asunto político. Por Alain González

A lo largo del proceso electoral 2021, hemos escuchado un sinfín de propuestas. Muchas de ellas atendiendo a las preocupaciones más latentes en la sociedad; la salud, la educación, los servicios básicos, la economía y la seguridad.

Esta última, ha sido utilizada de manera tan repetitiva durante las elecciones recientes que pareciera que existe un incentivo perverso para no mejorarla, manteniendo a la población siempre con la esperanza de que se solucione este mal.

De acuerdo con datos del Índice de Paz México (IPM) 2020, el nivel de paz en nuestro país se ha deteriorado 27.2% en los últimos cinco años, un 4.3% solo en el 2019 y debido en gran medida al aumento de la tasa de crímenes de la delincuencia organizada un 24.3%.

Y si se preguntan, ¿cuál es el impacto económico de la violencia en México? La respuesta, son 4.57 billones de pesos entre las perdidas y el gasto que ocasionan el homicidio, delitos con violencia, la seguridad privada, seguridad interna, gasto militar, el miedo, entre otros. Este impacto económico supera ocho veces la inversión publica en salud y seis veces la inversión en educación.

Estas grandes cantidades de dinero son justificadas y/o solapadas por muchos con tal de que mejoren las condiciones de seguridad en nuestras ciudades. Sin embargo, lo único que mejora son las finanzas de ciertos políticos, que lucran con la seguridad de sus gobernados.

La seguridad es un bien intangible, pero es tan poderoso que es capaz de contraer la economía de países enteros, o inclusive ser un arma para adoctrinar y poner a unos contra otros, con la sola amenaza de que la existencia de uno afecta la seguridad del otro. Este hecho ha sido utilizado por políticos y dirigentes con el discurso de que, sin ellos, este bien no está garantizado.

Los políticos olvidan que la inseguridad no es más que un síntoma de otras políticas públicas que no son bien aplicadas o que son inexistentes. La falta de oportunidades laborales y de educación, la falta de apoyo a pequeñas y mediana empresas, el aumento de la brecha de desigualdad, el fracaso de nuestro sistema penitenciario, entre otros, son algunas de las razones por las cuales las carreras criminales son a veces atractivas para los jóvenes.

Y duele decirlo, pero el crimen organizado ha sabido aprovechar la demanda de mejores condiciones y la falta de regulación en muchos aspectos, para poner de cabeza al gobierno, haciéndolo pensar que la manera más eficaz de disminuir la inseguridad es enfrentando a los criminales, confrontarlos de frente y no atacando los orígenes que causan tanta violencia.

Debemos crear conciencia y estar a la altura de la situación, hacer caso de lo que estos tiempos demandan; regulaciones como la de la marihuana, para su uso lúdico y medicinal, son necesarias. De igual manera, vivimos en un país en el cual ya tenemos todos los negativos que la demanda de este tipo de productos conlleva, pero ninguno de los positivos que su regulación traería, como lo sería: el cobro de impuestos.

En resumen, la seguridad no debería ser una moneda de cambio en cada proceso electoral, sino un síntoma del ejercicio y la aplicación de políticas públicas, que tomen en cuenta a todos. La aplicación de programas bien pensados, que hagan sentido, no solo en la imagen, sino en los números. Debemos utilizar la tecnología para hacernos de mejores procesos para la toma de decisiones.

Inclusive, si fuera por mí, los puestos de seguridad pública serían de elección popular y por un tiempo que ocupe dos administraciones para darles continuidad, obviamente con la posibilidad de cambiarlo a la mitad de su gestión mediante un ejercicio de evaluación ciudadana, para que atiendan a los intereses del pueblo y no de los políticos.

El involucramiento de los políticos en la seguridad, no solo se ha vuelto peligroso para la ciudadanía, sino también para ellos mismos. De acuerdo con un estudio de Rice University´s Baker Institute for Public Policy, ser candidato a una alcaldía, alcalde o exalcalde, se ha vuelto una de las profesiones más riesgosas en el país, debido al número de atentados que han sufrido.

Desde 2004 que se tiene el primer registro adecuado a la fecha, hasta marzo del 2018, los atentados ascienden a cerca de 200, de acuerdo con el estudio ya antes mencionado y los motivos que predominan son:

Violencia política con 24%

Víctima del crimen organizado por tener propuestas que afecten sus intereses 13%
Víctima del crimen organizado por ser aliado de un grupo rival 2%
Víctima del crimen organizado por traicionarlos 2%
Víctima del crimen organizado sin detalles precisos 13%

Tomando en cuenta los números anteriores, alrededor de 30% de los atentados tuvieron algo que ver con las propuestas o políticas de seguridad pública que un candidato manifestaba.

Vivimos en un país en el cual constantemente se amenaza la democracia. Pidamos que los políticos dejen de lado la seguridad pública como propuesta o como moneda de cambio, para que de esta manera, las políticas de combate a la inseguridad no estén influenciadas por grupos a los cuales afecten directamente, y la democracia, como ha sido en estos últimos meses, se vea manchada por atentados de aquellos que por ganar una elección, ofrecen soluciones que ponen en riesgo su vida, y que corresponden a todos, como ciudadanía y no solo a los actores políticos.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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