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Opinión

LA TEMPLANZA, UNA GRAN VIRTUD por FRANCISCO RODRIGUEZ PEREZ

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IZQUIERDA

Marzo 30, 2014

 

 

TEMPLANZA, UNA GRAN VIRTUD

Francisco Rodríguez Pérez

 

 

Aristóteles habla de la templanza después del valor, porque le parecían “las dos virtudes de las partes irracionales del alma”. En Moral a Nicómaco, Libro Tercero, Capítulo XI, dice que “la templanza es el justo medio en todo lo relativo a los placeres”.

En primer término, Aristóteles divide los placeres en placeres del alma y del cuerpo. Ejemplifica con la ambición y el amor a la ciencia: “el que experimenta alguno de estos dos sentimientos, goza vivamente de la cosa que ama; pero su cuerpo no experimenta ninguna pasión, y su alma es más bien la que los percibe. No puede decirse, con relación a los placeres de este género, que un hombre es templado o intemperante; y lo mismo sucede respecto a todos los demás placeres que no son corporales. Y así, los que gustan charlar y referir historias y pasan los días entregados a cosas fútiles, podemos llamarles con razón picoteros, pero no intemperantes, como tampoco a los que se afligen desmesuradamente con motivo de la pérdida de su dinero o de sus amigos.”

 

Entonces, para Aristóteles, la templanza se aplica a los placeres del cuerpo, pero no a todos sin excepción.

Los que gustan de los placeres de la vista y gozan, por ejemplo, con los que producen los colores, las formas y la pintura, jamás se les llama templados ni intemperantes, argumenta. Sin embargo, podría sostenerse hasta cierto punto, que lo son; porque en los placeres de esta clase se puede gozar con medida o pecar también, ya por exceso, ya por defecto.

La misma observación puede hacerse con relación a los placeres del oído, agrega. Nunca se ha creído que pudieran llamarse intemperantes a los que gozan con exceso de la música y de las representaciones escénicas, ni tampoco llamar templados a los que gozan de tales objetos hasta donde conviene.

Tampoco podrá decirse con relación a los olores, a no ser indirectamente. No diremos que los que gustan del olor de las manzanas, de las rosas o de los perfumes que se queman sean intemperantes en materia de olores; más bien lo diríamos de los que gustan del olor de las esencias y de las viandas, porque los intemperantes gozan con estos olores en cuanto les recuerdan las cosas mismas que desean apasionadamente, también podrán verse otros que, cuando tienen hambre, se complacen sólo con el olor de los alimentos.

“Gustar de los placeres de este género es propio de un hombre intemperante; porque sólo el intemperante ansía vivamente todos estos objetos de goce”, afirma el Gran Sabio. Compara con los animales y apunta lo siguiente: “La templanza, según se ve, y la intemperancia se aplican a estos placeres que son comunes igualmente a todos los animales; y por esto se dice, que las pasiones de la intemperancia son indignas del hombre y que son brutales”.

Tras diferenciar entre los sentidos, sostiene que el tacto “es el más común de todos los sentidos”, así como “el verdadero asiento de la intemperancia”. Por esta razón debe aparecer tanto más reprensible; porque cuando el hombre se entrega a él, no es en tanto que hombre, sino como un animal.

La templanza, como gran virtud, con todo y el valor de sus enseñanzas supera la visión aristotélica.

En distintas tradiciones filosóficas y/o religiosas, templanza significa sobriedad. Es la virtud por la cual empezamos a darnos cuenta de cuáles son nuestras necesidades reales y que van, por tanto, alineadas a nuestro bienestar y desarrollo, y cuáles son imaginarias y producto de los deseos inagotables que nacen de las carencias que produce el ego y son por tanto perjudiciales.

Esto resulta en suma trascendente: Desde la sobriedad se manejan de manera adecuada los recursos, evitando tanto los excesos como las carencias.

La templanza es, entonces, la virtud que permite dominar racionalmente los apetitos y moderar la atracción hacia los placeres sensibles y el uso de los bienes.

 

La templaza indica que la disposición natural al gozo puede hacer obrar desordenadamente al ser humano, que se rebela desde los diferentes egos contra el dominio del propio espíritu, contra el vivir consciente y el obrar adecuado.

Allí se ubica la importancia de la templanza.

La moderación, la medida y la castidad, al mantener y defender el orden en el propio interior, crean los fundamentos necesarios para la realización del bien.

Sin la templanza, el instinto que hay en todo ser humano rebasaría todas las fronteras y anegaría todo cuanto encontrase en su marcha.

Sin templanza, se pierde la orientación y el raudal de energías jamás encontrará la perfección en que deben desembocar.

Hay una bonita imagen literaria para ilustrar esto: “La templanza no es el caudal, sino la madre del río que canaliza sus ímpetus y su velocidad y abre el paso preciso”.

Detrás de la templanza está la tendencia natural hacia el placer sensible que se observa en la comida, la bebida y el deleite sexual, manifestaciones y reflejos de fuerzas naturales muy potentes que actúan en la propia conservación. Estas energías vitales representan la actividad de la vida y, cuando se desordenan, se convierten en energías destructoras.

 

 

Entonces, la lujuria, la gula y los deseos desordenados de placer dan lugar a una ceguera que incapacita para ver los bienes del espíritu y quita la fuerza de la voluntad. En cambio, la sobriedad nos hace capaces y nos dispone para la vida espiritual.

Por la templanza sabemos que “no muere el alma porque le falte algo sino porque algo la envenena”.

Si nuestra existencia no consiste en ser conscientes y en obrar adecuadamente, la lujuria y la gula destruyen de una forma especial la fidelidad del ser humano consigo mismo y ese permanecer en el propio ser.

El abandono del alma, que se entrega desarmada al mundo sensible, paraliza y aniquila más tarde la capacidad de decidir y de obrar adecuadamente. Tal es la enseñanza de la gran virtud que es la templanza.

Sin templanza, el alma es incapaz de escuchar silenciosa la llamada realidad, ni de reunir serenamente los datos necesarios para adoptar la postura justa en una determinada circunstancia. El ser humano se hace parcial y se insensibiliza para percibir la totalidad de su realidad.

Sin templanza, predominan el mal uso y la corrupción de la prudencia, la ceguera del espíritu y la desaparición de la vida espiritual. Todo buen propósito es amenazado por la inconstancia y teñido por los deseos más bajos.

Desde la intemperancia y la incontinencia, el ser humano lujurioso, goloso y ávido de placeres quiere, pero quiere exclusivamente para sí mismo, distraído por un interés ilusorio, que no es real. La obsesión de gozar, que lo tiene siempre ocupado, le impide acercarse a la realidad serenamente y le priva del auténtico conocimiento.

Sin templanza, el mirador del alma se vuelve opaco, empolvado por el interés egoísta, que no deja pasar hasta ella el aroma de la Vida.

Mientras la templanza es castidad, buscar el propio interés en la lujuria, el provecho en la gula y en los placeres sensibles, lleva sobre sí la maldición de un egoísmo estéril.

Sólo mediante la vida espiritual, el ser humano entra en comunión con el bien supremo y obra adecuadamente. La esencia de la persona espiritual y virtuosa consiste en vivir abierto a la verdad real de las cosas, vivir la verdad que se ha incorporado al propio ser y obrar adecuadamente.

Sólo percibe la belleza del mundo y la disfruta quien lo contempla con mirada limpia. La alegría del corazón es el agradable fruto de la muerte del ego. Cuando esa alegría está presente se puede estar seguro de que la simpleza de seguir una doctrina o unos ideales, o la estirada vanidad de quien sólo se mira a sí mismo, se hallan lejos. La alegría del corazón es una señal inequívoca de la verdadera templanza que sabe, sin egoísmos, conservar y defender el verdadero valor de la persona.

 

La templanza es el origen y la condición de toda verdadera valentía. En cambio, el infantilismo de un alma desordenada no sólo acaba con la belleza, sino que crea seres pusilánimes. Cuando el ser humano pierde esa moderación de carácter integral, disipa su esencia y su energía y se hace inservible para plantar cara a la fuerza del mal, que causa estragos por el mundo.

Toda búsqueda desordenada del propio ego tiende a convertirse en fracaso, aunque es posible que la perversión ofrezca en “recompensa” el aturdimiento y la fuga constante de sí mismo.

La destemplanza es una espantosa carga y una insoportable servidumbre. Por el contrario, la moderación libera, purifica y produce limpieza interior. Una pureza total significa relacionarse con las cosas y personas de una forma desprendida, serena y transparente, significa una tesitura del alma tan compleja y tan sencilla como el aire al amanecer el día y, en el fondo, significa responder apropiadamente a los embates del propio ego. El estado de serenidad es algo que acompaña siempre a la pureza.

Llega un momento en que la virtud de la templanza conserva y defiende el orden interior, se hace visiblemente bella y con ello embellece al ser humano. La verdadera belleza es la que se irradia al hacer propio lo verdadero y lo bueno, no la belleza facial o sensitiva de una agradable presencia. La templanza, como orden de la esencia del ser humano, no puede ocultarse, como no se oculta el alma, ni nada de lo que es la vida interior.

Todas estas reflexiones, profundas incluso desde la doctrina misma o la ética y la moral, se sintetizan en la templanza.

La templanza modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de todos los bienes, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y la honestidad de los deseos. Toda persona templada orienta el placer, que es subjetivo, hacia el bien objetivo.

Al regular los instintos, la templanza eleva la dignidad personal.

La templanza nos enseña que el placer como tal no es malo, es natural y las personas lo buscamos porque nos hace sentir bien.

El acto de moderar nuestros impulsos, sin embargo, no tiene como fin suprimirlos o incluso reprimirlos, sino encauzarlos, darles el lugar y el momento adecuados.

La templanza no es destrucción, sino humanización de los actos de cada una de las personas en el mundo.

Virtudes como la templanza se alcanzan con la repetición de actos gobernados por la voluntad.

La templanza no es una virtud sencilla. Además de ser humildes, hay que ser prudentes, puesto que la imprudencia nos lleva a callejones sin salida, siempre creyendo que vamos a ser capaces de detenernos a tiempo, cuando queramos y como queramos. En ese momento ya no valen los propósitos enérgicos ni las llamadas determinaciones inquebrantables.

La templanza es un sustativo femenino, nada tiene que ver, por cierto, con los fanatismos y las expresiones narco-pseudo-religiosas que tratan de desestabilizar la vida y alterar la paz no sólo en Michoacán, sino en el país entero. La templaza es una gran virtud, hagámosla valer desde nuestra propia vida, desde el testimonio personal y social. ¡Hasta siempre!

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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