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Opinión

La única constante. Por Itali Heide

Hay muchas formas de salvar el mundo. Algunos lo hacen desde la comodidad de sus dispositivos, reposteando temas que apoyan causas sociales, rompiendo estereotipos y haciendo ruido contra la injusticia. Otros elevan desde sus comunidades y quienes les rodean, impulsando el cambio a través de la valentía de no callar. Algunos hacen donaciones a sus iglesias, comunidades y causas que les apasionan. Podría decirse que hay pocas personas en el mundo que no estén interesadas en cambiarlo.

Itali Heide

Itali Heide

Por muy difícil que nos resulte colectivamente el cambio, es la única constante. Cambiamos en nuestra vida personal todos los días: lo que comemos, lo que vestimos, lo que decimos, lo que pensamos y con quién pasamos el tiempo. Fuera de nuestro control, nuestro entorno cambia, nuestras comunidades cambian, nuestra cultura cambia y nuestras estructuras cambian. ¿No significaría eso que nuestras políticas también deberían cambiar?

La respuesta es sí. El cambio es crucial y, en el espíritu de la Asamblea General de las Naciones Unidas que se celebra esta semana, está a la vuelta de la esquina. La sociedad civil se erige orgullosa en el centro de esta esperada cita anual, impulsando iniciativas y causas que urgen cambios estructurales para garantizar el bienestar de millones de personas en todo el mundo.

Sociedades civiles como Medical IMPACT y The People’s Vaccine Alliance mostraron su presencia en la Semana de Alto Nivel 2023 de la ONU, el evento que puede cambiar el rumbo de toda la humanidad. Apoyando declaraciones políticas en materia de preparación ante pandemias, atención sanitaria universal y lucha contra la tuberculosis, estas dos fundaciones regresan a casa victoriosas después de que la ONU aprobara las tres declaraciones políticas en las que participaron.

No es fácil poner al mundo de acuerdo. Ni siquiera podemos ponernos de acuerdo sobre de qué color es ese vestido de esa tal foto que todos vimos. Sin embargo, este tipo de eventos son una oportunidad para que todos los países expresen sus preocupaciones, participen en el cambio y creen un diálogo saludable que lleve al cumplimiento de la Agenda 2030. Nuestras generaciones tienen la tarea de liderar la era del cambio, garantizando que la vida esté protegida en cada esquina y que la libertad de vivir saludablemente sea un derecho humano.

Aunque pueda parecer un cliché, el cambio empieza por cada persona. Es imposible prometer a ocho mil millones un minuto para hablar en el estrado de las Naciones Unidas, pero fundaciones como Medical IMPACT y The People’s Vaccine Alliance representan a todas y cada una de las personas con el sueño de ver cómo se produce el cambio y se erradica la desigualdad.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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