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Opinión

La usurpación médica: Un riesgo letal. Por: Sigrid Moctezuma

El reciente escándalo en torno a Marilyn Cote, quien se hizo pasar por psiquiatra en Puebla, ha encendido las alarmas sobre un tema crítico y subestimado: la usurpación de profesiones médicas. Cote, una abogada con títulos en Derecho y Criminalística, afirmaba falsamente ser egresada de universidades de renombre como Harvard y Oslo, y logró engañar a pacientes durante meses, ejerciendo funciones médicas y prescribiendo medicamentos sin tener la preparación adecuada. La psiquiatra Romina Delgado, junto con otras cuentas de activismo médico, fue quien sacó a la luz la verdad, revelando un modus operandi que, en pleno siglo XXI, debería ser absolutamente imposible en un sistema de salud eficaz.

Pero este caso no es solo un incidente aislado; es un reflejo de problemas estructurales en la supervisión médica de México. El modus operandi de Cote no fue el de una persona ocasionalmente desinformada, sino el de una impostora que operaba con conocimiento y astucia, y lograba convencer a sus pacientes de que estaba cualificada para prescribir tratamientos y medicar a personas vulnerables. Las consecuencias de este tipo de fraude son catastróficas, como se evidenció cuando se descubrió que la impostora estaba administrando infusiones de ketamina sin ninguna formación en psiquiatría. Este tipo de prácticas fraudulentas, llevadas a cabo sin las licencias ni la capacitación correspondiente, puede tener efectos devastadores: complicaciones físicas graves, daños psicológicos irreversibles, y un sinnúmero de consecuencias que, al tratarse de la salud de las personas, no deben ser tomadas a la ligera.

Los tratamientos no solo se limitan a la prescripción incorrecta de medicamentos. La administración de sustancias como la ketamina, utilizada para el tratamiento de trastornos psiquiátricos, requiere de una preparación rigurosa para evitar daños potenciales. Sin un conocimiento profundo sobre las dosis, los efectos secundarios y las interacciones con otros medicamentos, estos procedimientos pueden ser peligrosos, a veces con resultados fatales. Las prácticas fraudulentas, si no se abordan con urgencia, representan una amenaza tangible que puede costar vidas. No solo se expone a los pacientes a un riesgo inmediato, sino que también se mina la confianza en el sistema médico en general, creando un ambiente de desconfianza que afecta incluso a los profesionales legítimos.

La mala praxis no es un concepto abstracto; es un peligro constante que puede tener consecuencias irreparables. Cuando un impostor médico tiene en sus manos la responsabilidad de la salud de alguien, las líneas entre la negligencia y el crimen se vuelven borrosas. Sin embargo, en México, casos como el de Cote demuestran que las barreras para proteger a los ciudadanos son aún deficientes y porosas. El hecho de que Cote haya operado durante tanto tiempo sin ser detectada revela serias deficiencias en los mecanismos de control que deberían existir para proteger a los pacientes.

Este caso debería servir como una llamada de atención sobre la importancia de fortalecer los mecanismos de verificación de credenciales y las auditorías a las prácticas médicas. Las sanciones a los usurpadores deben ser ejemplares y adecuadas al daño potencial o real que causan, pero no basta con castigar después del hecho. Es necesario un enfoque más preventivo que incluya la creación de sistemas de monitoreo más estrictos. De igual manera, la revisión de las prácticas en clínicas privadas y consultorios es indispensable, pues es ahí donde, muchas veces, los pacientes son más vulnerables.

El caso de Marilyn Cote ha destapado una realidad que debería avergonzarnos y motivarnos al mismo tiempo. El sistema de salud necesita reformas urgentes que también creen una red de apoyo a los pacientes.

En última instancia, los riesgos de la usurpación médica no solo amenazan a las personas directamente afectadas; son un problema de salud pública que debe recibir la atención y los recursos necesarios para garantizar que ningún impostor vuelva a tener la oportunidad de jugar con la vida de los demás. La tragedia de casos como el de Marilyn Cote debe ser un recordatorio de que la salud de los mexicanos es un derecho que debe ser protegido con los más altos estándares de cuidado y responsabilidad.

Opinión

Legalizar el espionaje: La nueva tentación de MORENA

Lic. Jacques A. Jacquez

La reforma a la Ley del Sistema de Inteligencia —es decir, la llamada “ley espía”—, junto con la reciente propuesta del gobierno federal para crear una curva biométrica, no pueden entenderse como hechos aislados. ¿Casualidad? Por supuesto que no. Se trata de una estrategia cuidadosamente diseñada como parte de una política pública orientada a recolectar datos sensibles de la población.

¿Y por qué podemos suponer que estos datos podrían utilizarse de forma indebida? Porque ya ha ocurrido. Porque ha sido una práctica constante de este gobierno emplear información personal para exhibir, ridiculizar o amedrentar a quienes disienten. Desde la conferencia mañanera, hemos visto al expresidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, mostrar estados de cuenta bancarios, declaraciones fiscales y otros datos sensibles de personas que él mismo ha etiquetado como adversarios o enemigos políticos.

Los casos de espionaje y uso indebido de información personal por parte de gobiernos emanados de Morena son cada vez más evidentes. En la Ciudad de México, la Fiscalía encabezada por Ernestina Godoy solicitó, sin orden judicial, registros telefónicos de políticos de oposición como Santiago Taboada y Lilly Téllez, en lo que diversos medios calificaron como espionaje ilegal. En Campeche, la gobernadora Layda Sansores difundió audios editados de figuras políticas en su programa oficial, sin esclarecer el origen de esas grabaciones. A nivel federal, el propio presidente López Obrador ha revelado públicamente datos fiscales y bancarios de adversarios políticos como Xóchitl Gálvez, violando su derecho a la privacidad. Además, investigaciones de organizaciones como Citizen Lab y Amnistía Internacional han documentado el uso del software Pegasus por parte del Ejército mexicano durante este sexenio para espiar a periodistas y defensores de derechos humanos. Todos estos hechos reflejan un patrón preocupante: el uso del aparato del Estado para vigilar, intimidar y exhibir a quienes piensan distinto.

Esas personas, que deberían estar protegidas por el Estado, hoy son objetivos institucionalizados. Se han convertido en blancos prioritarios en un intento por silenciar voces críticas e inhibir el disenso. Lo que antes era una práctica excepcional —el espionaje selectivo, el uso encubierto de información— hoy amenaza con convertirse en norma. Se pretende legalizar la posibilidad de que el Estado mexicano espíe a sus ciudadanos.

Y eso es lo verdaderamente grave: ya no se trata de prácticas oscuras que debían ocultarse, sino de disposiciones que se buscan justificar con argumentos de seguridad o eficiencia gubernamental, mientras se normaliza la violación a la privacidad. Se institucionaliza el espionaje como si fuera parte natural de la vida democrática.

Es cierto: ningún país está exento del uso de la inteligencia estatal. No ocurre solo en México; es una realidad global. Pero aquí estamos yendo más lejos: estamos permitiendo que se convierta en ley. Le estamos abriendo la puerta a la vigilancia permanente, a la intervención de nuestras comunicaciones, a la recopilación masiva de datos biométricos. Y todo esto, sin las garantías adecuadas, sin controles, sin transparencia.

Nos enfrentamos a un punto de quiebre. No es un tema técnico ni menor. Es una clara violación a los derechos humanos. Y lo más peligroso: lo estamos normalizando.

Frente a ello, es nuestra responsabilidad seguir alzando la voz. No es lo correcto. No es lo legal. Y, sobre todo, no es lo que un Estado democrático debe permitir.

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