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Opinión

La variedad del vivir. Por Itali Heide

Itali Heide

Que interesantes somos los humanos.
La forma en que se llena de gente un estadio viendo a un grupo de personas pelear por
un balón. La manera en que un grupo desconocido de amigos entran en una tienda
riéndose de un chiste que nunca escucharé. El hecho de que algunos llevan botas,
otros sienten la brisa en chanclas, muchos corren con tenis y algunos andan descalzos
por los campos.
Qué extraño que cada dos pies estén en un lugar diferente. Algunos sienten el frío piso
de mármol italiano mientras hablan por teléfono, otros deambulan por caminos llenos
de rocas con una cubeta de agua al hombro. Los pies pequeños aprenden a correr en
la alfombra y los tacones altos hacen clic clac en una banqueta concurrida.
Algunas manos pertenecen a artistas que pintan paisajes, mientras que otras firman
papeles de divorcio. Mientras alguien amasa la masa para hacer pan, en otro lugar
alguien utiliza sus manos para dirigir un barco a través del océano. Muchas manos se
deslizan en Instagram, y unas pocas juegan con palos y piedras en el lodo después de
la tan esperada lluvia. En todas partes las manos dicen hola y adiós, y mientras
algunas abrazan a sus seres queridos, otras utilizan las suyas para incitar a la
violencia.
Todos nuestros ojos ven algo diferente: para algunos, la vista por la ventana de su casa
consiste en colinas verdes y vecinos amables. Otros ven pobreza y sufrimiento.

Algunos ojos aprecian la belleza de países desconocidos, mientras que otros aprenden
a reconocer la belleza de su propio patio trasero. ¿Cuántos ojos han visto
acontecimientos traumáticos imposibles de olvidar? ¿Y cuántos han sido testigos de
una hermosa puesta de sol a la orilla del mar?
Algunos ojos recorren las calles más concurridas, contemplando la diversidad de la
humanidad, mientras que otros se limitan a su pueblo, donde las vistas nunca son
nuevas, pero los días siempre lo serán.
Algunas narices respiran aire contaminada, mientras que otras disfrutan de las frescas
brisas de aire limpio. Mientras muchos huelen pañales sucios, pastel recién horneado,
perros mojados y cigarrillos, otros perciben el aroma de la tierra mojada, los chiles
quemados, la ropa recién lavada y los perfumes caros.
Algunas bocas devoran el sabor de enchiladas picantes, mientras otras disfrutan de un
plato de arroz y plátano. Mientras uno compra un hot dog en un rincón escondido de la
ciudad, en otro lugar una familia se sienta a comer carne asada y ensalada. Mientras
alguien come pescado crudo en un caluroso día de verano, otro disfruta de una sopa
caliente para resguardarse del frío. Mientras una pareja de bocas comparte un beso,
otra intercambia palabras acaloradas que ponen fin a su amor. Los que acaban de
llegar a la tierra lanzan su primer grito, mientras que los que han terminado su vida
dicen sus últimas palabras.
Qué extraño que algunos oídos escuchen el sonido de violines flotando en el aire,
mientras que otros oyen las conversaciones desordenadas de mil personas en un
mercado callejero. Algunos oídos escuchan los sermones de la iglesia todos los
domingos, mientras que otros escuchan el grito lejano de las criaturas en la selva.
Algunos oídos reciben elogios, otros críticas.
En el extremo polar del mundo, los cuerpos se mantienen calientes con parkas. Donde
el calor se impone, los shorts y las sandalias son la norma. Algunos cuerpos presumen
de piel intacta, mientras que otros muestran el arte del tatuaje con orgullo. Algunos
cuerpos se mantienen de pie y otros están confinados a una silla de ruedas.

Algunos leen la Biblia y se la toman en serio, otros visitan su mezquita para rezar, otros
visitan sus sinagogas, mientras que las tribus nativas encuentran la espiritualidad a
través de su propia cultura ancestral. Los ateos viven una vida plena y feliz sin creer en
nada, mientras que los que creen en los signos del zodiaco encuentran orientación a
través de su valor espiritual. A fin de cuentas, todos encontramos formas de justificar
nuestra experiencia a través de la respuesta a la pregunta "¿por qué estoy aquí?".
A menudo estamos cegados por nuestra propia experiencia, privilegios y formas de
vida. Aunque admiramos las diferentes formas de vida desde la distancia, la mayoría
de las veces las tomamos al pie de la letra y no pensamos realmente en la diversidad
que hace que los seres humanos sean lo que son. Todos vivimos vidas tan diferentes,
que no es de extrañar que las ideologías, los valores y el día a día difieran de un hogar
a otro.
Cuando el mundo aprenda a abrazar, apreciar, respetar y empatizar con la vida que se
vive en los términos de cada persona, la paz seguramente le seguirá.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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