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Lagunes, el amigo que no fue por Luis Villegas Montes

Estos párrafos se iban a denominar: “Lo Prometido es Deuda”; tardé en redactarlos porque la risa no me lo permitía. Empezaba a teclear y me ganaba la carcajada pronta y festiva. Luego, me serené de golpe, cerré el archivo y empecé a escribir estas líneas. Anoche, 5 de diciembre de 2013, falleció el Sr. Lagunes. Me imagino que ni con motivo de su muerte vamos a poder ponernos de acuerdo, para mí siempre será: El “Contador”.

Estos párrafos se iban a denominar: “Lo Prometido es Deuda”; tardé en redactarlos porque la risa no me lo permitía. Empezaba a teclear y me ganaba la carcajada pronta y festiva. Luego, me serené de golpe, cerré el archivo y empecé a escribir estas líneas. Anoche, 5 de diciembre de 2013, falleció el Sr. Lagunes. Me imagino que ni con motivo de su muerte vamos a poder ponernos de acuerdo, para mí siempre será: El “Contador”.

Al Contador Lagunes lo conocí merced a los buenos oficios de Carlo Alarcón, cuando este era Presidente del Comité Directivo Municipal del PAN en Chihuahua, hará cosa de 10 u 11 años; un día apareció a su lado y ya no se le despegó. Luego, en alguna Legislatura de aquellas épocas, llegó al Grupo Parlamentario traído, si no me equivoco, por otro Contador, Guillermo Luján Peña. Llegó al Congreso y ahí se afincó. Había, entre Lagunes y yo, un no sé qué, que qué sé yo, que nos condenó a ambos a estarnos fregando la borrega el uno al otro, a cada rato y por cualquier motivo. Podía haber sido cosa de risa si no fuera trágico: Tan afines y sin poder congeniar.

Yo siempre he creído, por alguna extraña razón, que los muertos pueden leer en el corazón de los vivos como en un libro abierto; no me pregunten, mi gentil lectora, mi amable lector, a qué debo tan peregrina creencia, así es y punto. Desde la primera muerte que en verdad padecí, la de mi abuelita Esther, me dije: “¡En la torre, con la cantidad de tarugadas que se me ocurren!”; y desde entonces apechugo con las consecuencias (y la vergüenza) de dicha fatalidad. Pues esté donde esté, el Contador Lagunes lo sabe: Siempre lamenté, en serio, no poder ser su amigo. No voy a asumir ni a repartir culpas, así fue y ni modo.

Pero atienda la lectora, el lector, al sentido y al alcance del verbo: “Congeniar”; porque incapaces de congeniar, sin plantearnos con seriedad el compromiso de una amistad, eso no significa que no hayamos podido coincidir. Porque con el Contador Lagunes estuve de acuerdo muchas veces, en multitud de temas. El primero, el más importante, el más recurrente, el más cercano a nuestro corazón, el apego invencible a las siglas del PAN. Porque estuviera donde estuviera él físicamente, estoy seguro que las querencias del Contador estaban con ese Partido. Él no lo decía, depuesto, tratado injustamente en la pasada Legislatura por el mismo Grupo Parlamentario que lo llevó al Congreso, es triste que el Contador, panista de corazón como queda dicho, haya debido terminar sus días trabajando para el PT.

Hay un dicho que reza: “Primero es comer que ser cristiano”; en su cándido cinismo, el adagio describe la penosa situación de muchas personas -entre las que me incluyo-, conforme a la cual, empleados y asalariados de toda la vida, sin la codicia desbordada y a flor de piel de algunas de las ínclitas figuras de nuestra política nacional -o estatal-, sin talentos empresariales ni parientes ricos que nos miren con buenos ojos a la hora de su muerte, debemos trabajar para ganarnos el pan de cada día. Quizá por eso, junto a su gusto por la política, su capacidad para analizar las finanzas públicas y su pasión arrasadora por los asuntos legislativos, el Contador Lagunes se vio obligado a adoptar la decisión que tomó finalmente: Seguir cerca de tres de sus aficiones si no podía estar en las cuatro.

Yo pude salirme del PAN porque la alternativa era inaceptable: Que me echaran -de otro modo jamás me lo hubiera planteado-; del Contador siempre me pudo que pese a su entrega, su dedicación, su compromiso, avalados por su capacidad y talento, saliera por la puerta de atrás a trabajarle a otros, rechazado por los propios, ignorantes o ingratos, de su aportación a las causas del PAN.

Luego, como los hechos vinieron a demostrarlo de modo concluyente, se nos acabó el tiempo. Ya no hay tiempo para un café; para limar asperezas; ya no lo hay para resolver diferencias o recomponer una relación que debió ser de amistad y no de enfrentamiento perpetuo. ¡Qué lástima! Porque ahora sé que debí insistir. Como sea, que descanse en paz el Contador Lagunes. Que quienes gozamos de su cercanía, con todo y ese difícil modo de ser que tenía (“el comal dijo a la olla: ¡Mira qué tiznado estás!”), podamos dedicarle una oración o un minuto de silencio para agradecerle su aportación al esfuerzo de construir el Bien Común, tan caro a Acción Nacional. Imposibilitado para estar en sus exequias, sirvan estas líneas para desearle que esté con Dios, al amigo que no fue.

luvimo6608@gmail.com, luvimo6614@hotmail.com

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Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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