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LAS LETRAS CHIHUAHUENSES por FRANCISCO RODRIGUEZ PEREZ

LAS LETRAS CHIHUAHUENSES

Francisco Rodríguez Pérez

 

El Séptimo Encuentro de Historia y Cultura Regionales -al que me referí en la colaboración dominical anterior- dedicó dos importantes eventos donde se realizaron destacados análisis de las letras chihuahuenses.

El 8 de abril, en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua, el maestro Gabriel Borunda dirigió la Mesa-Panel “Directorio de Escritores Chihuahuenses”, un evento que contó con la presencia de académicas, escritoras y periodistas cuauhtemenses que dieron cuenta de los avances de la literatura chihuahuense, tanto desde autores consagrados como noveles escritoras.

Las editoras de la revista cultural “Livres” expusieron diversos temas.

Anaid Herna?dez Jiménez desarrolló “El puente literario de Alfredo Espinoza”, donde presentó el recorrido del autor chihuahuense en las revistas literarias y periódicos; también retomó uno de sus poemas para realizar una interpretación.

Blanca Aracely Cárdenas Robles en “Del desierto y la soledad en Jesús Gardea”, presentó algunos de los elementos más sobresalientes en la obra literaria de Gardea, así como una reseña de la novela “Soñar la guerra”, escrita por el autor en 1984.

Perla Arely Hernández Barbechán, con “La vida es la primera musa en José Luis Domínguez”, rescató la trayectoria literaria de este escritor y su incursión como representante de las letras cuauhtemenses; también planteó una breve reseña de la novela “El barrio viejo de mis recuerdos”, escrita en el 2006.

En una excelente y emotiva presentación, Norma Reza Altamirano, expuso “Escritoras cuahtemenses que han surgido de los talleres autobiograficos DEMAC, A. C.”, donde reseñó parte del trabajo literario de Bertha Vera Magaña, Arely Flores García y María del Carmen Olivas Ortega, escritoras cuauhtemenses, quienes a partir de los talleres autobiográficos, han podido plasmar sus vivencias cotidianas a través de la narración y la poesía. Presentó, además, una breve semblanza de la Asociación DEMAC.

El maestro Gabriel Borunda adelantó algunos aspectos del Directorio de Escritores Chihuahuenses, concebido más bien como el Atlas de la Literatura Chihuahuense.

 

El jueves 10, también en el Aula Magna de la FFyL, de la UACh, se realizó la Mesa Panel «Historia de la literatura chihuahuense» en la que se abordó la convergencia que la historia y las letras han tenido a lo largo de las diferentes etapas por las que ha pasado la entidad.

La actividad estuvo dirigida por Eduardo Ibáñez, quien planteó “Marco e hipótesis”. Con su participación, Leonardo Meza hizo un recorrido de la historia de la literatura local y presentó “Apuntes para una historia de la literatura Chihuahuense”; Estela Leyva desarrolló el tema de “La violencia como constante en la literatura chihuahuense”; Con “Otras miradas”, Linda Díaz aportó una singular visión al recorrido cultural de Chihuahua; y José Alejandro García Hernández profundizó en el binomio costumbre y fantasía que caracteriza a la literatura local mediante su exposición “Historia, mito y costumbres en la literatura chihuahuense”.

La Mesa-Panel dio un panorama de la tradición literaria y de la historia de Chihuahua, mediante un recorrido desde la tradición oral, los consejos, los editores, conceptos que abordan la violencia, la tradición y la fantasía, el mito y la leyenda. De esta forma se trató de dar luz a estos rasgos de nuestra literatura.

 

García Hernández señaló que la literatura no es historia, pero es un acercamiento que utiliza el artificio de la ficción para dar cinceladas de la historia y sirve para que, a través de ella, el lector se acerque a la historia.

Así, se puso de manifiesto que a través de las letras se destaca la identidad natural y cultural del Estado, las etnias y los pobladores.

El acto concluyó con una conferencia a cargo del profesor Jesús Vargas titulada «Las letras de la revolución», en la que analizó cómo la tradición durante estas épocas se ejemplifica con el surgimiento de nuevos movimientos y se crea la identidad de Chihuahua.

Vargas señaló que resulta muy difícil agrupar a los diferentes autores bajo el paraguas de la literatura de la revolución, empezando por los precursores de este «subgénero» -entre los que incluyó a Práxedis Guerrero- durante la dictadura de Porfirio Díaz de 1890 a 1910, la etapa de la revolución hasta 1920 como en la inmediatamente posterior.

Vargas Valdez, enumeró los criterios iníciales para que una obra sea considerada como literatura de la revolución en Chihuahua: que sea literatura, que trate acontecimientos ubicados en el territorio del estado, que el autor haya sido testigo directo de los acontecimientos, y que el autor domine el conocimiento de quiénes son los sujetos protagónicos, así como de sus costumbres, lenguaje y demás rasgos fundamentales.

Bajo esas premisas, Vargas señaló la existencia de cinco obras clave de la literatura de la revolución en Chihuahua: «Sembradores de viento», «En vísperas de la Revolución», «Cartuchos y las manos de mamá», «Vámonos con Pancho Villa» y otro libro que afirmó que es casi desconocido para muchos como «Adelita, la norteña».

En fin, las letras chihuahuenses estuvieron presentes en el Séptimo Encuentro de Historia y Cultura Regionales, un evento que a decir del coordinador, el Padre Dizán Vázquez, es el mejor en su género y cuenta con la participación de seis instituciones. Efectivamente, hay que felicitar al Padre Dizán y a los organizadores, porque han dejado constancia de un trabajo dedicado y comprometido. Esperamos que, pronto, esté lista la memoria de esta gran iniciativa académica y de investigación. Que los próximos años sea de mayores éxitos y alcances este gran encuentro. ¡Hasta siempre!

 

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Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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