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Opinión

Lo que mal empieza… Por Luis Villegas

Desde el pasado 1º de diciembre de este año, pareciera que a una gran parte de la opinión pública le tiene perfectamente sin cuidado la violación flagrante del Estado de derecho o le comieron la lengua los ratones. Recuerdo con nostalgia la época en que Vicente Fox no podía voltear a mirar feo a alguien sin que estuvieran tragándoselo o se cayera el cielo en pedazos; de sus muchas frases célebres (su referencia a las “lavadoras de dos patas”, su inmortal: “Comes y te vas”, su ingenuo -y casi tierno-: “¿Y yo por qué?”) se escribieron largas y escandalosas parrafadas.

 

Me preocupa, en estos pocos días, ese silencio solapador de los dislates que rondan al actual Mandamás en Los Pinos. Hagamos un recuento sumarísimo: ¿Qué de la autoproclamación de Paulina Peña, la flamante hija del Presidente, como “Princesa de México”? ¿De la pomposa -dicho de modo amable- ostentación del Presidente como “Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas de México”? Por menos que eso se habrían hartado a Fox, pese a su talla, y a Felipe lo habrían agarrado de botana (por aquello de que parece aceituna -por chiquito y amargo-). Pero esos son chismes; especulaciones mías, no me haga usted mucho caso.

 

En su primer mensaje a la Nación, rotundo, el Presidente declaró: “A partir de hoy, la primera obligación que tengo como Presidente de la República, es cumplir y hacer cumplir la ley”. ¿Retórica? ¿Simple demagogia? ¿Pedacito de su cartita a Santa?

 

El “Estado de Derecho” se puede entender de muchas maneras; para que no se me acuse de parcial (o de hablador), voy a utilizar el texto de un destacado priísta, tanto, que fue Presidente de la República: Miguel de la Madrid Hurtado, quien escribió: “La doctrina demoliberal del Estado de derecho se manifestó en la exigencia de supeditar el ejercicio del poder público a un marco legal que fijara la estructura y las atribuciones de los órganos del Estado, los cuales solo podrían actuar con base en facultades expresamente contenidas por el orden legal”.1 Parafraseándolo, el Estado de derecho se caracteriza por la exigencia ineludible, para los órganos del Estado, de someterse al régimen jurídico que norma su actuar. El Estado de derecho no puede hacerse presente si la autoridad actúa de modo arbitrario o caprichoso; si, como dice el mismo Miguel de la Madrid, no se actualiza: “La separación o distribución de las principales funciones del Estado -legislativa, administrativa y jurisdiccional- en órganos diversos”.2

 

Pues el noveno párrafo de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en su segunda parte, establece: “La actuación de las instituciones de seguridad pública se regirá por los principios de legalidad, objetividad, eficiencia, profesionalismo, honradez y respeto a los derechos humanos reconocidos en esta Constitución”. A su vez, el artículo 27, fracción XII, de la Ley Orgánica de la Administración Pública federal prevé que será responsabilidad de la Secretaría de Gobernación: “Conducir la política interior que competa al Ejecutivo y no se atribuya expresamente a otra dependencia”; y en las fracciones XIV y XVI, respectivamente: “Conducir, siempre que no esté conferida esta facultad a otra Secretaría, las relaciones del Poder  Ejecutivo con los demás Poderes de la Unión, con los órganos constitucionales autónomos, con los gobiernos de las entidades federativas y de los municipios y con las demás autoridades federales y locales, así como rendir las informaciones oficiales del Ejecutivo Federal”; y “Conducir, en el ámbito de su competencia, las relaciones políticas del Poder Ejecutivo con los partidos y agrupaciones políticos nacionales, con las organizaciones sociales, con las asociaciones religiosas y demás instituciones sociales”; digámoslo en pocas palabas: Tradicionalmente, la Secretaría de Gobernación ha asumido funciones netamente políticas. Es esencialmente un órgano de carácter político; su naturaleza, su razón de ser es política. Por definición es una entidad de carácter político pues la palabra “gobernación” no hay manera de entenderla, diccionario en mano, sino como la “acción y efecto de gobernar o gobernarse”; o como “ejercicio del gobierno”.3 En la tradición española, al Ministerio de la Gobernación se le define como aquel “que tenía a su cargo los ramos de administración local, y demás concernientes al orden interior del Estado”.4

 

Así las cosas, ¿dónde está el Estado de derecho en una administración que se rehúsa a cumplir a cabalidad con el mandato expreso de una Ley todavía en vigor, que en la distribución de competencias de la administración pública federal, en su artículo 30 Bis, asigna a la Secretaría de Seguridad Pública el despacho de diversos asuntos? ¿Dónde si se ignora que el artículo 37 de la Ley Orgánica de la Administración Pública todavía contempla la existencia de la Secretaría de la Función Pública? ¿Dónde si tan importantes dependencias -sobre todo la primera- permanecen acéfalas? ¿Dónde en un Congreso de la Unión que obsecuente y obsequioso hasta la abyección, sin análisis, sin estudio, a las carreras, con absoluto desprecio por la Carta Magna -que exige que la actuación de las instituciones de seguridad pública se rija por los principios de legalidad, objetividad y eficiencia, entre otros- accede a someter a una entidad eminentemente política lo que debería ser una función estrictamente técnica? ¿Dónde en un Poder Legislativo, representante popular por excelencia (por lo menos en la Cámara de Diputados), que muy lejos de ponderar las ventajas o las desventajas de una decisión tan trascendente para la vida pública de la Nación toda, accede a los impulsos de quien recién se estrena en el ejercicio del poder? ¿Dónde si se carece de un análisis público, de un estudio técnico, de una evaluación objetiva, para determinar el mejor rumbo a seguir en una materia especialmente sensible en este país, en estos momentos?

 

Mal estamos -y peor vamos a acabar- si desde el arranque mismo de la administración el discurso oficial va por un lado y la Ley por el otro; mal, si la opinión pública se muerde la lengua y calla o simplemente se hace de la vista gorda; mal, si los criterios en materia de seguridad pública se orientan más por la “corrección política” -como en los años dorados del PRI- que por el interés social; mal, si el Congreso federal finalmente aprueba una reforma legal que va a hacer de México un Estado policial que podría usar a las fuerzas del orden público en contra de sus propios ciudadanos; mal, en suma, si se olvida el clima crítico y libertario que se respiró en los últimos años; el mérito principal -y quizá el único consistente- de los gobiernos del PAN.

 

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com

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Opinión

KAFKIANO. Por Raúl Saucedo

ECOS DOMINICALES

En el laberinto de la política contemporánea, a menudo podríamos considerar  que nos encontramos deambulando por pasillos de las obras de Franz Kafka. Esa sensación de absurdo, opresión y burocracia incomprensible que caracterizan lo «Kafkiano» no es exclusiva de la ficción; es una realidad palpable en el día a día de millones de ciudadanos alrededor del mundo.

A nivel global, la política parece haberse transformado en un sistema gigantesco, deshumanizado y a menudo ilógico. Las decisiones se toman en esferas lejanas, por personajes que parecen habitar otro universo, mientras que las consecuencias recaen directamente sobre los ciudadanos de a pie. ¿Cuántas veces hemos visto acuerdos internacionales o normativas supranacionales que, a pesar de sus buenas intenciones, terminan generando más confusión y restricciones que soluciones? Es la burocracia global, un monstruo de muchas cabezas que opera bajo sus propias reglas, ajeno a las realidades individuales. Los ciudadanos se sienten como los personajes de Kafka, constantemente a la espera de un veredicto o una explicación que nunca llega, o que llega demasiado tarde y de forma incomprensible.

En América Latina, la esencia Kafkiana de la política se magnifica. La historia de la región está plagada de sistemas que parecen laberintos, donde los procesos se estancan por años, las acusaciones no tienen fundamento claro y la justicia parece un privilegio, no un derecho. La corrupción es otro elemento profundamente Kafkiano: actos inexplicables de desvío de recursos o favores políticos que operan en las sombras, imposibles de rastrear o de exigir responsabilidades. Los ciudadanos se enfrentan a un estado omnipresente pero ineficiente, que promete soluciones pero solo entrega más papeleo y trámites sin fin. Las promesas electorales se desvanecen en el aire como niebla, dejando un rastro de desilusión y cinismo. La sensación de desamparo es palpable, pues la maquinaria política y administrativa, en lugar de servir, parece diseñada para agobiar y confundir.

Existen países que para interactuar con dependencias gubernamentales puede ser una auténtica Odisea Kafkiana. Solicitar un permiso, registrar una propiedad o incluso tramitar una simple credencial puede convertirse en una misión imposible, llena de requisitos ambiguos, ventanillas equivocadas y funcionarios que ofrecen respuestas contradictorias. La burocracia, en muchos casos, no solo es lenta, sino que parece tener una lógica interna ajena a la razón, diseñada para agotar la paciencia del ciudadano. A esto se suma la impunidad, un fenómeno profundamente Kafkiano, donde crímenes y actos de corrupción permanecen sin castigo, generando una sensación de injusticia y resignación. Las narrativas oficiales a menudo carecen de la transparencia necesaria, dejando a la población en un estado de perpetua incertidumbre y desconfianza, buscando desesperadamente una explicación que nunca llega, o que es inaceptable.

En este panorama, la política se percibe como un ente ajeno, una fuerza opresiva que opera bajo un código indescifrable. Para muchos, participar activamente se siente como un esfuerzo en vano contra un sistema que parece inmune al cambio. La resignación es un peligro real, y la apatía se convierte en una respuesta lógica a la frustración persistente.

Sin embargo, como en las obras de Kafka, donde los protagonistas, a pesar de su desorientación, siguen buscando una salida o una explicación, nuestra sociedad no debe rendirse. Entender la naturaleza Kafkiana de nuestra política es el primer paso para exigir transparencia, simplificación y, sobre todo, una humanización de los sistemas que nos rigen. Solo así podremos, quizás, encontrar la puerta de salida de este interminable laberinto.

Esta reflexión viene de mensajes en grupos, cafés en mesas y observaciones del pasado domingo, donde lo kafkiano quizá no es la situación, si no nosotros mismos.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

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