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Opinión

Los ciclones y la vivienda popular Por Aquiles Córdova Morán

Cualquier fenómeno natural con cierta capacidad destructiva saca a relucir una de las injusticias sociales más graves y generalizadas en nuestro país: la falta de vivienda digna y segura. Una simple “tormenta tropical”, poco más intensa que una lluvia normal, basta para provocar las escenas desgarradoras de cientos y miles de personas con sus casas inundadas, semidestruidas, o de plano derrumbadas, muchas veces incluso sobre las cabezas de sus dueños. Provoca ira, ira solidaria con el dolor ajeno, contemplar “en vivo y en directo” por televisión a esas familias que, de la noche a la mañana, lo pierden todo y quedan literalmente en la calle gracias a lo accidentado del terreno donde viven y a los materiales perecederos de sus viviendas. Diré de paso que causa igual indignación la manipulación de muchos medios informativos que se regodean mostrando las miserias más íntimas de esa pobre gente, que hacen un espectáculo mediático de su dolor para consumo de un público morboso y mal educado, que fingen compasión sólo para poder exhibirlos en actitudes degradantes con el pretexto de servir fielmente a la verdad, cuando lo cierto es que sólo se trata de elevar el “rating” del programa o del noticiero en cuestión.

Pero volvamos a nuestro asunto. Decía yo que es ya normal contemplar, después de algún evento natural, una estela de destrucción, de sufrimiento humano que indudablemente subleva. Y que subleva más cuando comprobamos que el total de los afectados son siempre gente muy pobre: obreros, campesinos emigrados a los cinturones de miseria, subempleados de todo tipo, trabajadoras domésticas, mujeres abandonadas o cuyos maridos no ganan ni el salario mínimo, desempleadas, viudas y así por el estilo; cuando constatamos, finalmente, que las colonias más dañadas son precisamente aquellas donde viven los pobres, donde vive el pueblo humilde y trabajador. En síntesis, pues, todo duele más cuando nos damos cuenta de que las víctimas lo son más de la injusticia social que las priva de una vivienda digna y segura que del fenómeno natural en cuestión.

Y como no hay desgracia que venga sola, tras la inundación de aguas negras viene la negra inundación de demagogia de los políticos, la catarata de promesas de ayuda que nunca llega, de reparación de daños cuyos fondos se quedan en manos de los encargados de aplicarlos, de ofrecimientos de reubicación y entrega de vivienda segura que jamás van más allá de la “foto” para engañar a la opinión pública. Junto con esto, va el “gran despliegue de gentes y de recursos de logística”: miles de soldados, de marinos, de policías; ejércitos de funcionarios de las distintas dependencias relacionadas con el caso que acuden en ayuda de los necesitados. Decenas y hasta cientos de millones de pesos se derrochan inútilmente en el traslado, ubicación y alimentación de toda esta gente que, a la postre, poco o nada hace por las víctimas. Quien se tome la molestia de visitar la zona de desastre un año después, por ejemplo, se va a topar con la sorpresa de que todo sigue igual, o casi igual, que a raíz de la tragedia; que los damnificados se quedaron esperando la ayuda; que algunos vivales hicieron su agosto secuestrándola y escondiéndola para financiar sus campañas políticas, y que no vacilaron en ocultarla bajo toneladas de tierra cuando se les echó a perder, para ocultar su fechoría. Una burla en toda forma.

Y es que el remedio no está en curar el daño cuando ya está hecho o, como dice el refrán, “en tapar el pozo después de ahogado el niño”. Hay que atacar las causas en su raíz para evitar a tiempo las consecuencias. Y las causas las conoce todo el mundo: falta total de una política de cuidado y conservación de la ecología; cero planificación racional del crecimiento de las poblaciones (lo que lleva a los necesitados a asentarse en áreas de riesgo) y cero atención al problema de la vivienda popular. Está demostrado que los estragos causados por fenómenos naturales pueden reducirse casi a cero si sólo se atienden dos cuestiones fundamentales: áreas adecuadas para los asentamientos humanos y una vivienda segura, hecha con materiales sólidos y resistentes, para todos. Con ello se evita ese monstruoso desperdicio de recursos para mover a ejércitos de inútiles en cada emergencia; basta con que la gente se recluya en sus casas y tome las precauciones mínimas del caso, más una vigilancia y ayuda mínima por parte del Estado.

Pero en México vemos otra cosa muy distinta. Por todos lados brotan leyes persecutorias que criminalizan la lucha popular por la vivienda, leyes que estipulan penas severísimas de cárcel para quien se atreva a promover esa demanda en la forma que sea. Los argumentos para justificar esa saña persecutoria son muchos y de variada índole; pero la verdad es una sola: se trata, de una parte, de impedir que las organizaciones populares se multipliquen y crezcan y, de otra, garantizar a las grandes inmobiliarias el monopolio de las “viviendas de interés social” hechas de pacotilla, a precios prohibitivos para los más pobres. Y las amenazas no son de broma. Ahí está el caso de la valiente luchadora Cristina Rosas Illescas, que estuvo presa durante 3 años en una mazmorra de Querétaro por órdenes del gobernador Garrido Patrón, sólo por atreverse a pelear en serio vivienda para los humildes. Así se cierra la pinza mortal sobre los sin techo: de un lado, los desastres naturales que cada día son más intensos y frecuentes a causa del cambio climático del planeta; y de otro, la persecución encarnizada de las voraces constructoras, a través de sus servidores políticos, contra todo aquél que quiera cambiar sus endebles, estrechos, sucios e incómodos cuchitriles por una vivienda amplia, limpia y segura. Seguiremos, pues, presenciando desastres humanos y oyendo los falsos lamentos de las plañideras de los medios de comunicación, así como las promesas, más falsas aún, de los políticos arribistas que viven de engañar al pueblo mientras se gastan alegremente el dinero de sus impuestos.

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Opinión

Diálogos. Por Raúl Saucedo

El Eco de la Paz

En el crisol de la historia, las disputas bélicas han dejado cicatrices profundas en el tejido de
la humanidad. Sin embargo, en medio del estruendo de los cañones y las balas metrallas, ha
persistido un susurro: El Diálogo. A lo largo de los siglos, las mesas de negociación han
emergido como esperanza, ofreciendo una vía para la resolución de conflictos y el cese de
hostilidades entre grupos, ideas y naciones.
Desde la antigüedad, encontramos ejemplos donde el diálogo ha prevalecido sobre la espada.
Las guerras médicas entre griegos y persas culminaron en la Paz de Calias, un acuerdo
negociado que marcó el fin de décadas de conflicto. En la Edad Media, los tratados de paz
entre reinos enfrentados, como el Tratado de Verdún, establecieron las bases para una nueva
configuración política en Europa.
En tiempos más recientes, la Primera Guerra Mundial, un conflicto de proporciones
colosales, finalmente encontró su conclusión en el Tratado de Versalles. Aunque
controvertido, este acuerdo buscó sentar las bases para una paz duradera. La Segunda Guerra
Mundial, con su devastación sin precedentes en el mundo moderno, también llegó a su fin a
través de negociaciones y acuerdos entre las potencias.
La Guerra Fría, un enfrentamiento ideológico que amenazó con sumir al mundo en un
conflicto nuclear, también encontró su resolución a través del diálogo. Las cumbres entre los
líderes nucleares, los acuerdos de limitación de armas y los canales de comunicación abiertos
permitieron evitar una posible catástrofe global.
En conflictos más recientes, y su incipiente camino en las mesa de negociación ha sido un
instrumento crucial para lograr el cese de hostilidades de momento, esta semana se ha
caracterizado por aquellas realizadas en Arabia Saudita y París.
Estos ejemplos históricos subrayan la importancia del diálogo como herramienta para la
resolución de conflictos. Aunque las guerras pudieran parecer inevitables e interminables en
ocasiones, la historia nos muestra que siempre existe la posibilidad de encontrar una vía
pacífica. Las mesas de negociación ofrecen un espacio para que las partes en conflicto
puedan expresar sus preocupaciones, encontrar puntos en común y llegar a acuerdos que
permitan poner fin.
Sin embargo, el diálogo no es una tarea fácil. Requiere voluntad política, compromiso y la
disposición de todas las partes para ceder en ciertos puntos. También requiere la participación
de mediadores imparciales que puedan facilitar las conversaciones y ayudar a encontrar
soluciones mutuamente aceptables.
En un mundo cada vez más complejo e interconectado, el diálogo se vuelve aún más crucial.
Los conflictos actuales, ya sean guerras civiles, disputas territoriales o enfrentamientos
ideológicos, exigen un enfoque pacífico y negociado. La historia nos enseña que la guerra
deja cicatrices profundas y duraderas, mientras que el diálogo ofrece la posibilidad de
construir un futuro más pacífico y próspero para todos.
Los diálogos siempre serán una vía, aunque el diálogo más importante será con uno mismo
para tener la paz anhelada.
@RaulSaucedo
rsaucedo@uach.mx

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