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Opinión

LOS DESEQUILIBRIOS DE LA REFORMA LABORAL Por Aquiles Córdova Morán

No puede caber duda ni discusión seria sobre la absoluta necesidad y urgencia de la reforma laboral, si no olvidamos (y nadie debería olvidarlo cuando se pronuncia sobre la cuestión) que la economía mexicana es una “economía de mercado” (eufemismo creado por los economistas “modernos” en lugar de “economía capitalista”, que es su nombre correcto, para eludir la “carga negativa” de estas dos palabras juntas), que forma parte integrante de ese sistema económico que, hoy por hoy, señorea el mundo, y que, por tanto, nos guste o no, tenemos que acatar sus leyes y reglas y someternos a sus exigencias, al margen de la valoración social, ética o moral que podamos tener de todo ello, si queremos, yo no diría que prosperar, sino siquiera subsistir en este mundo en que reina una guerra, de baja intensidad pero permanente e ineludible, por la conquista de los mercados.

En efecto, no se puede salir al mundo a pelear por una porción razonable de ese mercado si no se asiste a la cita armado de las mejores armas, que son, como todos sabemos, productos y servicios de altísima calidad y a precios menores, o cuando menos iguales, a los de nuestros competidores; y desde que nos hemos dejado ir con todo nuestro peso, y a mi juicio, a veces sin mucha reflexión, por la senda de los tratados comerciales indiscriminados, hemos trasladado la guerra externa al interior de nuestro propio mercado nacional, que ahora hay que defender, palmo a palmo, de la invasión masiva de servicios y productos provenientes de países con economías mucho más grandes, eficientes y competitivas que la nuestra. No hay más remedio, pues, que tratar de ponernos a la altura de nuestro rivales; y como en economía, al igual que ocurre en todas las ciencias que lo son de verdad, algunas de las soluciones halladas por los especialistas tienen carácter y necesidad de ley universal, no podemos ponernos a inventar el hilo negro o la marcha en dos pies, sino hacer lo mismo que los países exitosos tratando de hacerlo, eso sí, mejor que ellos. Es obvio, por eso, que la reforma laboral está calcada de las leyes laborales de los países ricos, principalmente de los Estados Unidos que son el modelo y la envidia de nuestros inversionistas criollos y de sus economistas de cabecera.

Y sí. Nadie puede negar que una medida indispensable para elevar la competitividad de un producto, es abatir su precio de mercado mediante la baja, tan drástica como se pueda, de su costo de producción; y éste, a su vez, se consigue, entre otros recursos, reduciendo el costo de la mano de obra, que es lo que a todas luces busca la reforma laboral. Pero es justamente en este importante punto donde sus creadores cometen sus dos primeros grandes errores. Uno, se olvidan que abatir el costo de la mano de obra no es el único recurso para elevar la competitividad de las empresas; que existen otros, tanto o más importantes que éste, como el continuo perfeccionamiento tecnológico, la mejor organización e integración (vertical y horizontal) de las cadenas productivas, la mayor eficiencia y abaratamiento del transporte y la elevación de la calidad, a buenos precios, de las materias primas y los insumos en general, lo que implica la revisión a fondo de toda la actividad productiva de la nación, incluyendo de modo preferente la producción agropecuaria. Y sin embargo, la reforma laboral deja caer todo su peso sólo sobre los hombros de los trabajadores, pasando en silencio sobre las demás medidas indispensables para un verdadero desarrollo equilibrado y sustentable de nuestra economía. Dos, los creadores de la reforma se cuidaron de imitar bien las medidas norteamericanas que dan “flexibilidad” a los empresarios en el manejo y despido de sus obreros, pero se olvidaron de estudiar e imitar su situación salarial, que es la condición sine qua non para que tales medidas funcionen de manera fluida y tersa, o, dicho en otros términos, para que los obreros las acepten sin protestar y sin rebelarse contra ellas. En efecto, es sabido que un obrero medio norteamericano gana entre diez y doce dólares por hora, esto es, entre 130 y 156 pesos mexicanos, salario que el grueso de nuestros trabajadores no devenga ni en una jornada completa de 10 horas, que es la duración real en la mayoría de las empresas. Con el salario que recibe, el obrero norteamericano puede prescindir de huelgas, paros, juicios laborales por despidos arbitrarios, por violaciones a su contrato de trabajo, etc.; incluso puede tolerar tranquilamente el sindicalismo blanco, pro patronal, pues, en el fondo, no lo necesita para nada o lo necesita muy poco.

Ahora hay que preguntarse: ¿ocurrirá lo mismo con el obrero mexicano que, sobre su ya precarísimo salario actual, recibe este nuevo golpe a sus derechos, prestaciones y recursos de defensa legítima? Cualquiera sabe que no. Y sin embargo, la reforma laboral no dice nada sustancial, nada creíble sobre la elevación de los salarios, con lo cual se convierte, más a la corta que a la larga, en un verdadero llamado a la inconformidad y a la rebeldía de los trabajadores mexicanos. Al tiempo. Y hay un tercer gran error en la reforma laboral que consiste en que “reforma” el statusde los obreros pero deja intacto al sindicalismo charro. Ésta es, quizá, la razón por la cual los gerifaltes de ese sindicalismo no han dicho esta boca es mía en torno al problema. Tienen toda la razón quienes insisten en que, lo menos que se puede hacer como elemental compensación a la reducción de las garantías laborales, es poner a los sindicatos, ahora sí, en manos de los obreros mediante una legislación que asegure la elección democrática y, por tanto, la representatividad real y verdadera de sus líderes, así como el derecho a exigir cuentas claras sobre el manejo de sus cuotas y sobre su actuación en la defensa de sus compañeros. Las duras nuevas condiciones para el trabajador, probablemente necesarias e inevitables como ya dije, exigirán un sindicalismo más auténtico y más activo que antes, y nadie puede hacerse ilusiones con el charrismo actual, de “izquierda” o de derecha.

En suma y en síntesis: la reforma laboral es una necesidad cierta para nuestra economía actual, en un mundo dominado por el capital y las leyes del mercado. Pero esa reforma pudo y debió ser más sensata y equilibrada, más “científica” y objetiva, si se nos permite el término, y no tan parcial y unilateral como parece que será, porque eso la convierte no en solución verdadera a los problemas de fondo que la motivan, sino en fuente de nuevos y mayores conflictos, que no es, ciertamente, lo que México necesita. Parece que a sus creadores se les pasó la mano en aquello de que la economía de mercado es “positiva” y no “normativa”, lo que quiere decir que a ella no le importan los efectos políticos y sociales que su aplicación desencadene. A ella tal vez no; pero a la clase política sí que pueden y deben importarle, o de lo contrario, cosechará las consecuencias.

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Opinión

La semilla. Por Raúl Saucedo

Libertad Dogmática

El 4 de diciembre de 1860 marcó un hito en la historia de México, un parteaguas en la relación entre el Estado Mexicano y la Iglesia. En medio de la de la “Guerra de Reforma», el gobierno liberal de Benito Juárez, refugiado en Veracruz, promulgó la Ley de Libertad de Cultos. Esta ley, piedra angular del Estado laico mexicano, estableció la libertad de conciencia y el derecho de cada individuo a practicar la religión de su elección sin interferencia del gobierno.

En aquel entonces, la Iglesia Católica ejercía un poder absoluto en la vida política y social del país. La Ley de Libertad de Cultos, junto con otras Leyes de Reforma, buscaba romper con ese dominio, arrebatándole privilegios y limitando su influencia en la esfera pública. No se trataba de un ataque a la religión en sí, sino de un esfuerzo por garantizar la libertad individual y la igualdad ante la ley, sin importar las creencias religiosas.
Esta ley pionera sentó las bases para la construcción de un México moderno y plural. Reconoció que la fe es un asunto privado y que el Estado no debe imponer una creencia particular. Se abrió así el camino para la tolerancia religiosa y la convivencia pacífica entre personas de diferentes confesiones.
El camino hacia la plena libertad religiosa en México ha sido largo y sinuoso. A pesar de los avances logrados en el lejano 1860, la Iglesia Católica mantuvo una fuerte influencia en la sociedad mexicana durante gran parte del siglo XX. Las tensiones entre el Estado y la Iglesia persistieron, y la aplicación de la Ley de Libertad de Cultos no siempre fue consistente.
Fue hasta la reforma constitucional de 1992 que se consolidó el Estado laico en México. Se reconoció plenamente la personalidad jurídica de las iglesias, se les otorgó el derecho a poseer bienes y se les permitió participar en la educación, aunque con ciertas restricciones. Estas modificaciones, lejos de debilitar la laicidad, la fortalecieron al establecer un marco legal claro para la relación entre el Estado y las iglesias.
Hoy en día, México es un país diverso en materia religiosa. Si bien la mayoría de la población se identifica como católica, existen importantes minorías que profesan otras religiones, como el protestantismo, el judaísmo, el islam y diversas creencias indígenas. La Ley de Libertad de Cultos, en su versión actual, garantiza el derecho de todos estos grupos a practicar su fe sin temor a la persecución o la discriminación.
No obstante, aún persisten desafíos en la construcción de una sociedad plenamente tolerante en materia religiosa. La discriminación y la intolerancia siguen presentes en algunos sectores de la sociedad, y es necesario seguir trabajando para garantizar que la libertad religiosa sea una realidad para todos los mexicanos.

La Ley de Libertad de Cultos de 1860 fue un paso fundamental en la construcción de un México más justo y libre. A 163 años de su promulgación, su legado sigue vigente y nos recuerda la importancia de defender la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa como pilares de una sociedad democrática y plural.
Es importante recordar que la libertad religiosa no es un derecho absoluto. Existen límites establecidos por la ley para proteger los derechos de terceros y el orden público. Por ejemplo, ninguna religión puede promover la violencia, la discriminación o la comisión de delitos.
El deseo de escribir esta columna más allá de conmemorar la fecha, me viene a deseo dado que este último mes del año y sus fechas finales serán el marco de celebraciones espirituales en donde la mayoría de la población tendrá una fecha en particular, pero usted apreciable lector a sabiendas de esta ley en mención, sepa que es libre de conmemorar esa fecha a conciencia espiritual y Libertad Dogmática.

@Raul_Saucedo
rsaucedo@uach.mx

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