La siguiente es una misiva escrita por Julián LeBarón. Luego del asesinato de su hermano y su cuñado en el 2009, surgió como líder ciudadano en pro de la no violencia en México. Es un partidario del movimiento civil no violento In Lak’ Ech y su fundador Keith Raniere. Puedes seguirlo en su cuenta de twitter: @julianlebaron
Tengo sentimientos encontrados.
Así me ha dejado la Ley General de Víctimas y su promulgación. Por un lado, siento gozo por lo que entiendo que es un gran logro para el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), y felicito a quienes han salido de sus casas a protestar la monstruosa injusticia que se vive en nuestro país. Celebro la tenacidad y el compromiso de quienes considero mis hermanos en el dolor y la indignación.
Por otro lado, siento que debemos aclarar que con nuevas leyes no se atiende la causa de violencia y odio en el país.
Me preocupa mucho la posibilidad de que se utilice el dolor ajeno como plataforma para alardear logros políticos, y más, que no se considere que en la legislación, desde mi punto de vista, solo se propone atenuar los efectos del problema, pero no atiende la causa en sí.
Uno de los puntos importantes a considerar es que, en una Ley de Víctimas, se establezca el principio de la presunción de inocencia y humanidad de los ciudadanos, y se respete la autonomía y voz local de cada una de nuestras comunidades.
Sin embargo, el punto más importante que debemos considerar en el momento actual es lo que significa intentar combatir la violencia con leyes y militarismo: la idea de acabar militarmente con el vicio y la violencia me parece un principio inspirado en el miedo, y creo que fomenta muchísimo resentimiento y odio entre los ciudadanos —en lugar de disminuir la violencia— propiciando un ambiente hostil de reacción e incluso, de más violencia.
El militarismo aparenta funcionar porque la gente teme la consecuencia de no obedecer, pero jamás ha sido una solución viable y mucho menos permanente a la violencia. (Si conoce usted, respetable lector, de un ejemplo histórico en el que la guerra condujo a la compasión y la paz, le pido que lo comparta conmigo, porque yo no conozco ninguno).
Creo que lo mejor que puede hacer esta administración es considerar este punto clave y reconocer la sabiduría heredada a los mexicanos en nuestra Constitución. Así podrá apoyar a la ciudadanía a atender las causas de la violencia. Retirar las fuerzas armadas de las vías públicas será solo una de las consecuencias naturales de emprender este curso.
Esperemos que esta administración no prosiga en la misma ruta de obstinación en las soluciones bélicas de la administración pasada, abstrayéndose de la realidad con propaganda ofensiva—para quienes perdimos familiares a manos de la violencia—desde un lugar cómodo y seguro, que no es el mismo en que viven los ciudadanos.
El Estado no puede emancipar a la sociedad de la violencia porque un aparato coercitivo sólo suprime temporalmente la propensión hacia la violencia mientras siembra temor.
En un sistema así, la preocupación primordial consiste en evitar el castigo, y de este miedo crece el odio, y eventualmente se manifiesta violentamente por la desesperación de la gente.
Podemos invertir nuestro tiempo y recursos en tratar las causas de la violencia o en aminorar efectos creando sistemas dependientes de gente «bien portada» (sistemas que tarde o temprano fallarán). No podemos hacer las dos cosas a la vez.
Es tiempo de reconocer que el Estado nunca pudo ni podrá por medio de legislación y fuerzas coercitivas inspirar moralidad, ni cultivar una conciencia; no puede suplir deficiencias espirituales y no puede generar amor y compasión.
Solo ciudadanos inspirados por principios voluntarios y compasivos pueden erradicar la apatía, el miedo, el odio y la violencia de nuestras comunidades.
Creo que es tiempo de una respuesta cívica, ya basta de guerra y violencia.
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