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Opinión

MÉXICO: DEL ANTIGUO RÉGIMEN A LA MODERNIDAD por VICTOR OROZCO

VÍCTOR OROZCO

 

Hace unas semanas apareció el libro del historiador Enrique Semo bajo este título y con el sello editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México y de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, instituciones ambas en las que  el autor es profesor emérito.   El volumen de casi setecientas  páginas, hace honor a la prolongada trayectoria intelectual de este mexicano cosmopolita y también a la tradición reflexiva que ha distinguido a connotados representantes de la izquierda latinoamericana.  Semo persiste en una línea de trabajo que puedo llamar historia social, por cuanto pone el acento en los procesos históricos, buscando mostrar y explicar la multiplicidad de sus componentes y fuerzas motrices. Esta perspectiva lo lleva a desviar la lámpara de las grandes figuras y alumbrar zonas que generalmente se encuentran en la penumbra o en la franca oscuridad.  Por eso, advierte al lector en la densa y aleccionadora introducción, que Hablamos poco de los líderes y sus hechos , lo que especialmente nos interesa son las fuerzas que actúan debajo y alrededor de ellos”.

            Adentrarse en estas aguas exige una embarcación de gran calado y un experimentado piloto. La primera se edifica reuniendo aquí y allá, durante largo tiempo un gigantesco conjunto de piezas de información que versan sobre ideas generadas y acontecimientos ocurridos en diversas regiones del mundo. Luego, arribar a una fase del pensamiento en donde es posible abstraer las características comunes a todos estos hechos, para estar en condiciones de construir u operar categorías de análisis pertinentes. Semo, poseedor de esta nave, es afanoso en utilizar un método científico para la comprensión de las etapas de la historia mexicana objeto de su estudio. Sin los engorrosos y las más de las veces inútiles “marcos teóricos” propios de un cierto academicismo pedante, el texto de Semo se vale de conceptos como  modos de producción, Latinoamérica, modernidad, capitalismo, sistema económico mundial, dependencia y subdesarrollo; Estado moderno, lucha de clases y agrarismo, caudillo, relación racial  y revolución,  que usa a lo largo del estudio.  Este andamiaje teórico le aporta a la investigación una sólida consistencia y la aleja de una pura exposición en la cual la narrativa se sobrepone al razonamiento sistemático.  No en balde anuncia “Lo que el lector no encontrará es confluencia entre Literatura e Historia, género muy válido y muy popular en estos días, pero ajeno a los modos de conocer científicos”.

            En una de las interrogantes iniciales, que de cierta manera constituyen una especie de guía conductora a lo largo del volumen, Semo se pregunta por que entre todas las formas posibles de cambio que han experimentado las sociedades, en México ha predominado la revolución. Dejemos la respuesta posible para renglones abajo y consideremos que este es un hecho constatable apenas se asoma uno al pasado de este país. La ruptura con el viejo orden colonial, (ese que condensa tan bien Guillermo Prieto, citado por el autor, en unas cuantas palabras:  Esos esclavos que no tenían más expectativa de bien que la salvación eterna; esos tiranos que hacían de la teología y la escolástica instrumentos de mando; esa aristocracia del dinero, ignorante y viciosa”),  no podía alcanzarse sino al través de la revolución violenta, si se tiene en cuenta la caparazón impenetrable aún a los pequeños cambios con que se había cubierto la clase dominante, compuesta por grandes propietarios, altos mandos del ejército y del clero.

La siguiente fase, comprende a la que es quizá la mutación de mayor profundidad experimentada por la sociedad de este país. Semo titula al capítulo respectivo “Una revolución llamada Reforma” términos formalmente diferentes y  aún contrapuestos, pues el primero implica una alteración radical del orden existente, mientras que el segundo alude a modificaciones graduales. En la realidad, sin embargo, a veces las tenidos por variaciones leves, acaban por revolucionar el entorno social. Ocurrió esto con la reforma protestante, que en el siglo XVI abrió paso a ulteriores modificaciones de una significación tal que el mundo no volvió a ser jamás como el anterior. Y en efecto, la generación de mexicanos que protagonizaron el ciclo abierto en 1855 y cerrado en 1867, la llamada “década nacional”, vivieron una genuina revolución. Si atendemos al programa, propuestas y argumentos de los contendientes, representativos del complejo de intereses en pugna, podemos imaginar la razón por la cual el conflicto hubo de resolverse mediante las armas.

La tendencia dominante en el partido conservador, buscaba no únicamente mantener el statu quo, sino regresar francamente al viejo orden colonial. Consta en diversos documentos esta propuesta, entre otros en el proyecto de concordato elaborado por la Santa Sede. Como bien dice Semo, los conservadores proponían restaurar el orden hispánico y católico nacional para construir la nueva nación. Para esto, querían mantener intocados los bienes estancados de la iglesia, la religión única, el restablecimiento de los fueros y del diezmo, la liquidación del federalismo y la instalación de una dictadura supervisada por el clero, la censura de libros y toda clase de publicaciones. La posición en estos puntos fue inflexible. ¿Era posible un retorno de estas dimensiones, sin provocar una revolución?

En el otro extremo, el programa del partido liberal se fue radicalizando y al parejo de las reivindicaciones como la instalación de un régimen de libertades, entre otras la de cultos y la de prensa, demandaba una verdadera transformación al sistema de propiedad, que comprendía, según Semo, el fraccionamiento de áreas no cultivadas, mejora en las condiciones de vida de los peones, desamortización de bienes del clero, reducción y supresión de cargas fiscales, entre otras del diezmo. El propósito último era la creación de una clase de pequeños propietarios que fuera el sustento del nuevo sistema económico y político. Hubo posiciones como la de Ponciano Arriaga, -por cierto uno de los tenidos por demonios en el Vaticano- que demandaba el reparto de las grandes haciendas cuando hubiere necesidad de tierras para los pueblos y comunidades cercanas. Representaban estos hombres según Semo, a la segunda generación de liberales radicales, cuyas ideas se hicieron más profundas y precisas. Ante estas visiones, la conciliación, tal vez viable sin la intervención de agentes exteriores, sobre todo de la corte de Roma, se tornó imposible.

La reforma liberal, con todo y su radicalismo, dejó en pié a la vieja hacienda, forma que asumió el latifundismo desde la época colonial. La explicación general de la contradicción, es que los revolucionarios no tenían la fuerza suficiente para abatir a la vez a tres poderes: el de la iglesia, del ejército y de los grandes terratenientes. Semo proporciona otro elemento. Explica cómo aquellos poseedores de haciendas eran a la vez empresarios cuyas inversiones abarcaban la minería, el comercio, la industria, transportes e incluso despachos profesionales. Sintetiza con una idea meridianamente clara: “La doble personalidad del empresario mexicano, capitalista comercial o industrial en la ciudad y latifundista señorial en el campo, salvó la vida a la hacienda”.

            Carezco de espacio para examinar algún otro tema de esta magna obra. En particular el de la revolución mexicana de 1910. Diré que mal podría recoger en estas líneas las múltiples aportaciones y perspectivas que ofrece el texto, así que haciéndole poca justicia, me limito a unas cuantas de las que en una primera e  insuficiente lectura me parecieron de mayor relevancia. Ya el lector mejor avisado  encontrará los muchos provechos que obtendrá sumergiéndose en esta portentosa obra.

 


VÍCTOR OROZCO

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Opinión

La semilla. Por Raúl Saucedo

Libertad Dogmática

El 4 de diciembre de 1860 marcó un hito en la historia de México, un parteaguas en la relación entre el Estado Mexicano y la Iglesia. En medio de la de la “Guerra de Reforma», el gobierno liberal de Benito Juárez, refugiado en Veracruz, promulgó la Ley de Libertad de Cultos. Esta ley, piedra angular del Estado laico mexicano, estableció la libertad de conciencia y el derecho de cada individuo a practicar la religión de su elección sin interferencia del gobierno.

En aquel entonces, la Iglesia Católica ejercía un poder absoluto en la vida política y social del país. La Ley de Libertad de Cultos, junto con otras Leyes de Reforma, buscaba romper con ese dominio, arrebatándole privilegios y limitando su influencia en la esfera pública. No se trataba de un ataque a la religión en sí, sino de un esfuerzo por garantizar la libertad individual y la igualdad ante la ley, sin importar las creencias religiosas.
Esta ley pionera sentó las bases para la construcción de un México moderno y plural. Reconoció que la fe es un asunto privado y que el Estado no debe imponer una creencia particular. Se abrió así el camino para la tolerancia religiosa y la convivencia pacífica entre personas de diferentes confesiones.
El camino hacia la plena libertad religiosa en México ha sido largo y sinuoso. A pesar de los avances logrados en el lejano 1860, la Iglesia Católica mantuvo una fuerte influencia en la sociedad mexicana durante gran parte del siglo XX. Las tensiones entre el Estado y la Iglesia persistieron, y la aplicación de la Ley de Libertad de Cultos no siempre fue consistente.
Fue hasta la reforma constitucional de 1992 que se consolidó el Estado laico en México. Se reconoció plenamente la personalidad jurídica de las iglesias, se les otorgó el derecho a poseer bienes y se les permitió participar en la educación, aunque con ciertas restricciones. Estas modificaciones, lejos de debilitar la laicidad, la fortalecieron al establecer un marco legal claro para la relación entre el Estado y las iglesias.
Hoy en día, México es un país diverso en materia religiosa. Si bien la mayoría de la población se identifica como católica, existen importantes minorías que profesan otras religiones, como el protestantismo, el judaísmo, el islam y diversas creencias indígenas. La Ley de Libertad de Cultos, en su versión actual, garantiza el derecho de todos estos grupos a practicar su fe sin temor a la persecución o la discriminación.
No obstante, aún persisten desafíos en la construcción de una sociedad plenamente tolerante en materia religiosa. La discriminación y la intolerancia siguen presentes en algunos sectores de la sociedad, y es necesario seguir trabajando para garantizar que la libertad religiosa sea una realidad para todos los mexicanos.

La Ley de Libertad de Cultos de 1860 fue un paso fundamental en la construcción de un México más justo y libre. A 163 años de su promulgación, su legado sigue vigente y nos recuerda la importancia de defender la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa como pilares de una sociedad democrática y plural.
Es importante recordar que la libertad religiosa no es un derecho absoluto. Existen límites establecidos por la ley para proteger los derechos de terceros y el orden público. Por ejemplo, ninguna religión puede promover la violencia, la discriminación o la comisión de delitos.
El deseo de escribir esta columna más allá de conmemorar la fecha, me viene a deseo dado que este último mes del año y sus fechas finales serán el marco de celebraciones espirituales en donde la mayoría de la población tendrá una fecha en particular, pero usted apreciable lector a sabiendas de esta ley en mención, sepa que es libre de conmemorar esa fecha a conciencia espiritual y Libertad Dogmática.

@Raul_Saucedo
rsaucedo@uach.mx

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