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MÉXICO, DISTRITO FEDERAL. MAYO DE 2012 (1/3) Por Luis Villegas

México me apasiona. Es una ciudad que, desde la primera vez que la visité, me mató para resucitarme después. Me mató porque luego de esa primera vez nunca volví a ser el mismo, ávido de contemplarla, de recorrerla; necesitado de asombrarme o conmoverme; urgido de hallar en ella lo que no se puede encontrar en mi entrañable terruño. En Chihuahua vivo y soy feliz; en el Distrito Federal existo de una manera más plena que no tiene que ver con la felicidad sino con la reflexión, obligado desde todas sus esquinas al azoro, al contraste, al descubrimiento. Siempre queda algo para ver “la próxima vez”.

 

En esta ocasión no fue distinto, impelido por la concretización de un proyecto -que hasta esta fecha es eso: “Proyecto”, por lo que les contaré de ello después- fui al Distrito Federal a principios de esta semana. Para variar, es como la quinta o sexta vez que me ocurre, dejé los ojos en un taxi o, dicho de otro modo, perdí mis lentes. Esa eventualidad marcó mi estancia. Decidido a no distraerme de mis ocupaciones (que son muchas), decidí que no iba a leer nada que no estuviera vinculado directamente con el proyecto de investigación en el que estoy inmerso. Terminé el libro que llevaba al efecto y empeñado en cumplir mi promesa de no comprar nada que no formara parte del susodicho proyecto me compré la revista Proceso; lo otro, quedarme sin leer es impensable. Me vuelvo loco.

 

Con lentes, leer la letrita chiquita es fácil; sin ellos, es una labor imposible. No tuve más remedio y me sacrifiqué: Fui por un libro. “Por uno solo”, me dije; me dije y me repetí: “Uno, no más”; y hasta me lo aclaré dos o tres veces: “Uno, ¿eh? No vayas a andar con tus cosas”. No sé cómo ni en qué momento me distraje -afligido por la quinta o sexta pérdida de mis gafas, me imagino- el caso es que compré tres. No sé cómo pasó; no fui a Gandhi, ni a Porrúa, ni al Sótano, vamos, no me paré ni en el Samborn’s, y a la librería de la Cámara de Diputados, que vi a lo lejos -yo creo que soy una especie de sonámbulo, no hay otra manera de explicarlo-, fui a dar con mis huesos sin proponérmelo de veras. De pronto, como el dinosaurio de Monterroso, yo ya estaba ahí.

 

Solo para cubrir las apariencias y sofocar mis voces interiores, compré una obra colectiva “México 2012. Desafíos de la consolidación”;1 dado que es el primer libro después de que le otorgaron el Premio Nobel, tuve que comprar “La Civilización del Espectáculo”2 de Mario Vargas Llosa; y ya entrados decidí darme un pequeño gusto: “Crímenes”, de Ferdinand Von Schirach.3 Estas y las siguientes páginas las dedico a los tres libros pues, cosa rara (en materia de libros, los títulos o, para el caso, el nombre del autor no son garantía de nada), resultaron magníficos; todos por razones distintas.

 

Von Schirach es un abogado penalista alemán y, su obra, uno de los éxitos de librería más recientes en su país. De los 700 casos que ha llevado a lo largo de su carrera, su autor elije contarnos algunos de ellos y en todos nos deja, no la anécdota jurídica a que estamos habituados quienes hemos leído obras de ese tipo, vivencias escritas por exitosos criminalistas, sino una reflexión sobre la naturaleza del diario vivir y lo inverosímil que suele ser la naturaleza humana. En palabras del autor, lejos de hablar sobre “procedimientos penales”, el libro habla “del ser humano, de sus fracasos, de su culpa y su grandeza”. La idea detrás del libro es una paráfrasis de una frase que un tío del autor, un juez, presidente de un tribunal de jurado, solía contar a sus sobrinos refiriéndose a los casos en que había intervenido: “La mayoría de las cosas son complicadas y la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo”. Y todavía detrás de esa noción, hay otra, más inquietante y perturbadora: “Yo cuento las historias de asesinos, traficantes de drogas, atracadores de bancos y prostitutas. Todos tienen su historia y no son muy distintos de nosotros. Nos pasamos la vida danzando sobre una fina capa de hielo; debajo hace frío, y nos espera una muerte rápida. El hielo no soporta el peso de algunas personas, que se hunden. Ése es el momento que me interesa. Si tenemos suerte, no ocurre nada y seguimos danzando. Si tenemos suerte”.

 

El libro nos recuerda un montón de cosas que ya sabemos pero que solemos olvidar: Para ser feliz, no bastan la belleza, ni la riqueza, ni el poder, se necesita del amor; así resumiría yo el relato de “El Violonchelo”. El milagro del amor lo salva y lo puede todo, ese es el leitmotiv de “Suerte”. Y en “El Etíope”, Von Schirach cuenta una historia asombrosa que daría para filmar una película estupenda basada en ese trozo increíble de una existencia humana que se salva, precisamente, por la fuerza del amor. El libro en su conjunto es un viaje emocionante por los terrenos de la responsabilidad y la culpa; por los del deber, la libertad, la esperanza, la perseverancia y sí, el amor, otra vez, el amor físico, el amor filial, el amor de pareja, el amor caníbal, el amor redentor. El amor. El libro lo leí de cabo a rabo en un santiamén en todas las pausas posibles entre una cita y otra.

 

Recuerdo en especial un viaje por Metrobús, que duró casi dos horas y me dejó presa de gran confusión; estaba yo leyendo un pasaje especialmente emotivo ¿y a qué no sabe qué? En las pantallas del vehículo se empezó a transmitir un video que parecía el acompañamiento perfecto para mi ánimo exaltado.4 “Solamente en el Distrito Federal”, pensé, y en ese instante preciso recibí en mi teléfono celular la siguiente noticia: “Hace unos momentos falleció Carlos Fuentes a la edad de 83 años”.

 

Leí y sonreí; feliz de oír la música, conmovido por la lectura, atónito y apesadumbrado, mucho, por la noticia del deceso; literalmente sin saber qué hacer, pensar o decir. “Así es México”, volví a repetirme para mis adentros.

 

Cerré el libro de Von Schirach y dejé volar mis pensamientos: La partida de Carlos Fuentes reduce el número de intelectuales mexicanos comprometidos con la verdad y la razón. “México es ahora un poco más pequeño”, escribió Catón en su columna del jueves 17 de mayo.5 Su partida nos deja, digo yo, con personajes como Héctor Aguilar Camín -uno de los mejores novelistas de este país- rebajado a la triste condición de personero de causas infames, Televisa en primerísimo lugar y Enrique Peña en segundo. Lo que me lleva al segundo libro y a una colaboración posterior.

 

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com

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Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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