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Opinión

MI ADIÓS A LA URN Por Luis Villegas

     Si intentara establecer con absoluta precisión la fecha exacta en que empecé a dar clases en la URN me fallaría sin remedio la memoria. No lo recuerdo. Solo sé que arribé a sus aulas de la mano de la amistad. El licenciado Jesús Murillo, a quien junto con el licenciado Noé Muñoz, le debo tanto, fue el que me llevó.

     De manera intermitente, durante más de 15 años -tal vez rondando los 20, incluso- di clases ahí. Antes de dar clases en derecho, di clases en turismo en materias vinculadas al área jurídica, por supuesto. Las intermitencias, todo sea dicho, fueron producto de mis ausencias del territorio estatal, para ir a desempeñar alguna encomienda fuera del Estado; México, en especial. No obstante, al regresar a Chihuahua siempre, siempre, siempre, buscaba el refugio de las clases. En la URN pagan mal a los docentes y les cobran (o cobraban) hasta por el convivio de Navidad -por eso nunca fui; no por el dinero, que conste, sino por la mezquindad manifiesta-; es más, en ocasiones, resulta más caro ir a dar clases que lo que finalmente el maestro en turno recibe en pago de sus servicios, pero nunca el factor económico fue determinante para decidirme a dar clases. Daba clases por una simple y sencilla razón: Me gusta. Me gusta mucho además. No sé si fui o no un buen catedrático; lo único que sé es que cada vez, cada día, de cada semana, de cada mes, de cada año (de los muchos años que di clases en ese lugar), lo disfruté. Nunca, jamás, creí que el conocimiento, poco o mucho, que la fortuna y los años me regalaron, fuera exclusivamente mío. El conocimiento, cualquier conocimiento, todo el conocimiento, está ahí para compartirse, para regarlo, para esparcirlo, para regalarlo como si de agua se tratara -y las cabezas de los alumnos fuera flores-. Recuerdo (y conservo) una carta que escribí hace mucho tiempo y que El Heraldo de Chihuahua me hizo el favor de publicar; dice así:

Sr. Director:

      Solicito la publicación de esta misiva en el diario que Usted dirige:

‘A los alumnos del 4º. Semestre

de Derecho, URN.

Presente.-

      La presente, es en razón del examen de derecho administrativo efectuado el sábado anterior; es preciso admitir, en principio, que el mismo constituyó una sorpresa, quizá  más para mí que para ustedes; en efecto, los resultados fueron del todo inesperados: No creí que pudieran ser tan buenos. Es claro que no puedo saber quién estudió en serio y quién no; sólo puedo evaluar los resultados y éstos están a la vista; salvo contadas excepciones, 4 de un total de 27, el resto fueron magníficos; ello, si consideramos que la calificación menor fue de 8. Como sea, la explicación de esta nota se encuentra en una sencilla razón: Tengo qué reconocer que me emocioné.

      Y me emocioné porque creo que, en el fondo, al fin de cuentas, la mayoría de ustedes comprendió de qué se trata la cosa: Uno está aquí para dar su mejor esfuerzo; y cuando digo ‘aquí’ no me refiero a esta escuela; me refiero a otra cosa igual o más importante: La vida misma. Uno puede ir por ella sin percatarse de la responsabilidad que pesa sobre nuestros hombros cada día, exactamente como hacen los animales; por el contrario, puede uno asumir su responsabilidad, grande o pequeña, cómoda o incómoda, mayor o menor que la del vecino, pero nuestra al fin. Es en la medida en que enfrentemos, de la mejor manera posible, nuestros retos cotidianos, que podremos decir, al final de nuestras vidas, que en efecto fuimos hombres o mujeres; hasta entonces, somos meros intentos, meras aproximaciones, a lo que verdaderamente entraña la idea de serlo.

      No me engaño, imposibilitado como estoy para hurgar en sus corazones, no faltará quién sienta o crea que me estafó, que corrió  con suerte o que fue más inteligente que yo, por ellos ¡felicidades, de veras!, pero esta carta, entonces, no es para ustedes; ésta, en cambio, va dirigida a los otros, a los que se desvelaron largas noches; a los que se preocuparon hasta la fatiga; a los que aplazaron, por unos días, el cine, el ‘trago’ o el noviazgo; a los que transcribieron y estudiaron como locos; a éstos ¡gracias!. Gracias de todo corazón porque me reconfortan en la certeza de que vale la pena estar aquí; de que los libros, el aula y el gis no constituyen una pérdida de tiempo ni para ustedes ni para mí. Como quiera que sea, a todos, a todos, les deseo lo mejor y una vida larga y plena de éxitos’”.

      En el transcurso de estos años participé poco en actividades ajenas a las estrictamente docentes, pero las veces que fui requerido ahí  estuve. Sé, lo sé perfectamente, que en esta ciudad de Chihuahua hay muchos abogados más inteligentes, enterados y versados que yo en el derecho constitucional, administrativo o electoral; lo sé; pero también sé que no a todos nos apasiona de igual manera el dar clases ni todos contamos con la misma experiencia o interés. No me duele que no me hayan llamado para este ciclo escolar, me duele que, por primera vez, haya puesto todo de mi parte para dar seguimiento a un curso que de veras me ilusionaba impartir, quizá porque fui yo quien más colaboró en el diseño de la currícula hace varios años: Derecho electoral. Me duele, por acerado, por tajante, por ingrato, el silencio; la omisión de un “gracias”, en mi caso, necesario e inexcusable.

     Creo, porque la vida me lo ha enseñado (20 años en el PAN tirados a la basura merced a los oficios de un puñado de delincuentes electorales), que el malagradecimiento es otra forma de mediocridad. El ingrato es un ser de ideas pequeñas, de sentimientos diminutos, de lealtades infames, de querencias mínimas, de recuerdos nulos. Me apena tener que despedirme yo, así, de este modo, de esos años maravillosos.

     Pero así son las cosas. No los recuerdo a todos; pero sé que muchas veces, por muchas razones, de distintas formas y por distintos motivos, fui feliz, muy feliz, gracias a mis alumnos y alumnas. De todos me llevé un poco y eso siempre fue bueno. No sé si soy un buen abogado o no, pero sí sé que lo mejor que tengo y mucho de lo que sé y conozco en lo jurídico, se lo debo a mis clases y a esa agente que compartió conmigo tantas y tan variadas experiencias. Muchas, muchas gracias a todas y a todos.

     De la URN, como institución, como Centro docente, me guardo mi opinión porque, otra vez, en su cuerpo docente hay mucho, mucho, de bueno; de rescatable. Lo lamentable, en cualquier situación, es la vulgaridad, la falta de educación, la consideración inexistente, la deslealtad; eso dice mucho de cada uno y, a la larga, define al personaje en su justa medida y extensión exacta.

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com

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Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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