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MI AVENTURA DECEMBRINA Por Luis Villegas

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Todo pintaba muy bonito. Sin tratarse de las grandes vacaciones, las expectativas parecían razonables. Parecían. Todo empezó cuando Adolfo se enfermó. Exactamente quince minutos después de haber puesto en ruta el vehículo, Adolfo empezó con una tos que fue evolucionando hasta desembocar en una fiebre pertinaz, que a falta de un referente mejor solo puedo explicar como una calentura que le tenía la piel a aquella criatura como para freírle un huevo en la panza. Todo habría quedado en un incidente aislado, de significación menor, casi anecdótico, de no ser porque Adolfo contagió a María. Y ahí ya teníamos tres problemas: El resfriado de Adolfo, con fiebre y todo; el de María; y la monserga de esta -su elegante naricilla tenía mocos- en contra de Adolfo que porque no se había cuidado, que porque se había enfriado, que porque se había enfermado a propósito (¿?), etc. A dale y dale, mañana, tarde y noche.

 

Claro que nuestros problemas no hacían sino comenzar porque a María le seguí yo y a mí, con muy poco tiempo de diferencia, me siguió Adriana. En el transcurso de unas pocas horas, aquello degeneró en una Babel de estornudos, toses, ayes y quejidos de toda índole. El lapso que pasamos cuidando vástagos o encamados, durmiendo, reposando, moqueando o viendo televisión, superó con creces, cualquier conato de paseo, recorrido o excursión que hubiéramos podido planear. Todo se redujo, más o menos, al siguiente diálogo: “¿Ña te tomaste el té (Teraflú)?” -o cualquiera de sus múltiples variantes: Tónico jarabe, píldoras, etc.-; o bien: “¿Ña chupaste las pastillas?” o “¿ya te pusiste Vick?”; etc. A lo que seguía un gangoso: “Ña” o un mormado “do” (es decir, “no”). Horroroso. Por no hablar de que parecíamos una panda de maleantes, todos con tapabocas y ojillos malévolos, mirándonos unos a otros con desconfianza o franco resquemor.

 

No obstante, algo de bueno saqué de todo eso. Le dediqué mucho tiempo a la lectura. Como que no quiere la cosa, yo iba preparado; semanas atrás había comprado algunos libros con la sana intención de espaciar su lectura en los días por venir, pues no; los terminé de un jalón. Empecé con El Ciego, la Cabeza y el Golpe,1 de Paco Ignacio Taibo II, tres novelas cortas que dejan mucho que desear -pero apenas empezaba a calentar motores-; le seguí con El Inverno del Mundo, de Ken Follet;2 luego con El Tango de la Guardia Vieja, de Arturo Pérez-Reverte;3 me seguí de frente con Un Soplo en el Río, de Héctor Aguilar Camín;4 y ahora estoy con Tan Humana Esperanza, de Alessandro Mari.5 A diferencia de las matemáticas, el orden de los factores sí altera el producto. Las novelas cortas de Taibo II no me deparaban grandes sorpresas; he leído casi todo lo que él ha escrito y me pareció buena idea deleitarme con su ligereza y desparpajo, solo para abrir boca. El orden de las novelas restantes fue dictado exclusivamente por su grosor: De la más gorda a la más delgadita, cualquier otro criterio habría sido una pérdida de tiempo, porque a los tres autores los conozco y me encantan -Follet, Pérez-Reverte y Aguilar Camín; Mari es un descubrimiento y por eso lo dejé para el final-. Pues terminé la tanda de cuatro obras con Aguilar Camín y ¡oh, sorpresa! Cuando yo pensaba que no podía haber una novela mejor que La Guerra de Galio (sin duda mi obra predilecta de él) vino esta novelita de unas cuantas páginas (143) a remover un montón de cosas que me habitan: Dudas, inquietudes, recuerdos, creencias, convicciones, nostalgias.

 

Con Aguilar Camín me une una relación compleja: Admiro desde el fondo del alma al escritor de La Guerra de Galio (ahora de Un Soplo en el Río), pero desprecio profundamente al intelectual que defiende lo indefendible y pone su inteligencia al servicio de un sistema corrupto y corruptor, del que Salinas de Gortari constituye un buen ejemplo.

 

Volviendo al libro, diré  que la narración transcurre en unas pocas horas que sirven de marco a una historia de amor y esperanzas rotas, entre Antonio Salcido y Raquel Idalia (Rayda). Los dos estudian medicina en sus mocedades y se comprometen con las causas sociales; a partir de ese punto, sus vidas se bifurcan, solo para entrelazarse después y empezar a girar en una vorágine de encuentros y desencuentros que incluyen el trabajo social, la investigación científica en el mundo académico norteamericano, la guerrilla centroamericana, los establecimientos públicos de salud en México y terminan con ella muerta -desde las primeras páginas queda claro que así es, no vaya mi querida lectora, mi apreciable lector, a pensar que le estoy anticipando el contenido de la trama-.

 

Expresar en unas pocas palabras la esencia de un libro es muy difícil; no lo haré ni lo intentaré  siquiera; sin embargo, es maravillosa la lectura de una obra que nos invita a la reflexión y de modo amable, sin alardes, no introduce en la lectura de otras obras. Con singular maestría, Aguilar nos habla de José Gorostiza y su poema “Muerte sin Fin”, así como su vinculación oculta con la noción de que somos una “equivocación de Dios”, apenas un garabato. En el libro, por voz de Toño Salcido, Aguilar recuerda a Spinoza y su afirmación de que las cosas se esfuerzan por perseverar en su ser y a renglón seguido se pregunta si no será un  átomo del aire frío de la montaña o la raíz de uno de los árboles sequoia: “Me pregunto si mi verdadero ser no está en esa corriente majestuosa de la vida cuya dureza para morir y nacer, para crear destruyendo, es en el fondo mucho más benigna que la colección de fantasías y destrucciones de que ha sido capaz el hombre”. Ensalza su libertad, “como quería Kazantzakis” y reflexiona luego sobre el dolor: ¿Has visto cómo pasa el dolor a través de un perro?, se pregunta retórico: “El perro chilla, se queja mientras le duele, y después se aplaca, no queda en él huella ni rencor. Nosotros los humanos padecemos más la memoria de nuestro dolor que el dolor mismo”. Menciona a San Agustín y dice: “Si algo hay en esa tierra con minúsculas es la voluntad de dominar la Tierra con mayúsculas, como mandan al hombre las sagradas escrituras. Pero la tierra no puede ser dominada. Es más grande que nuestra voluntad, por la simple razón de que la incluye, como tu incluyes tus sueños y tu cuerpo incluye sus toxinas”. Existen multitud de frases, muchas, propias y ajenas: “Lo biológicamente diferencial del hombre es la culpa, lo que quiere decir que es un animal imperfecto”; “la agresividad sin control fue el arma triunfal del hombre”; “la naturaleza no está encerrada dentro de las leyes de la razón humana”; y un etcétera muy largo.

 

No es que yo esté de acuerdo con mucho de lo que Aguilar Camín afirma a través de sus personajes, es solo que me maravilla su capacidad de síntesis; su arte; la forma en que teje argumentos e ideas aparentemente densos y los clarifica en diálogos diáfanos, lúcidos; como sea, mi aventura decembrina no fue menos intensa solo porque haya viajado a través del mundo de las ideas mientras sudaba la enfermedad echado en un camastro.

 

Luis Villegas Montes.

[email protected], [email protected]

 

1 TAIBO II, Paco Ignacio. El Ciego, la Cabeza y el Golpe. Joaquín Mortiz. México. 2012.

2FOLLET, Ken. El Invierno del Mundo. Plaza & Janés. México. 2012.

3 PÉREZ-REVERTE, Arturo. El Tango de la Guardia Vieja. Alfaguara. México. 2012.

4AGUILAR CAMÍN, Héctor. Un Soplo en el Río. Seix Barral. México. 2012.

5 MARI, Alessandro. Tan Humana Esperanza. Seix Barral. México. 2012.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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