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Opinión

MORIR EN LA RAYA por Victor Orozco

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Gilberto Ordoñez chavez
11:03 p.m.
Para Gilberto Ordoñez chavez
MORIR EN LA RAYA

 

Los pasados días 19 y 20 de abril recibí un reconocimiento a mi trayectoria intelectual. Las que siguen son las palabras expresadas por tal deferencia.

 

Víctor Orozco

 

¿Que puedo decir en este homenaje obsequiado por esta generosa institución en la cual he laborado desde hace casi un cuarto de siglo?

 

Desde luego y antes de otra cosa, muchas gracias. Al rector de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, maestro Javier Sánchez Carlos, al director del Instituto de Ciencias Sociales y Administración, maestro René Soto Cavazos, a los jefes de los departamentos de Humanidades, maestro Ramón Chavira y de Ciencias Jurídicas, maestro Juan Camargo, a los coordinadores de los programas de Historia y de Derecho, maestros Araceli Arceo y Edgar Villegas. A quienes tuvieron la iniciativa y tomaron a su cargo la organización de estos eventos e hicieron las invitaciones a los participantes, mis colegas: Víctor Hernández, Héctor Padilla, Manuel Loera, Ramón Chavira. A quienes aceptaron involucrarse, además de los ya nombrados: Oscar Martínez -circunstancia que me dio la oportunidad de conocerlo personalmente-, a Luis Aboites, Adolfo Gilly, Enrique Semo, Consuelo Pequeño, Pedro Siller, Guadalupe Santiago, Araceli Arceo, Sandra Bustillos, Guillermo Cervantes, Alán Cornejo, Susana Báez, Beatriz Rodas y Jaime García Chávez.

 

A todos, les reitero mi profunda gratitud.

 

Mi vida como trabajador académico comenzó hace más de cuatro décadas en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Sin haber concluido la licenciatura, me inicié en este oficio de profesor al cual con propiedad puede aplicársele esta metáfora de bañarse en el mismo río cotidianamente y en consecuencia siempre en distintas aguas. Antes, había ya hecho mis primeras armas como novel escritor en un periódico estudiantil llamado Amistad Universitaria de la sociedad de alumnos de la Escuela de Derecho. Desde entonces, estoy ligado a estas faenas, ejecutadas en la UNAM, la de Chapingo, la de Puebla, la de Texas, la ENAH y las dos públicas del estado de Chihuahua. Por eso, estimo a este homenaje referido sobre todo a los largos años empleados en ambas tareas, de seguro más gozosa que fructíferamente. En alguna ocasión leí que escribir de historia da años, por tanto descubrí una magnífica razón para aplicarme a trabajar en una disciplina fascinante, quizá por hallarse ligada a mis circunstancias personales desde la infancia, cuando escuchaba buena parte de las noches, al calor de las estufas de leña, episodios de las guerras apaches, de las tomas de tierras, de las insurrecciones, de las rebeldías. Abonó más mi padre, quien con el pretexto -eso lo supe después- de que no veía muy bien por la tarde-noche, me hizo leerle en voz alta algunos libros de relatos, entre ellos y de cabo a rabo las memorias de Pancho Villa, de Martín Luis Guzmán.  A Enrique Semo le escuché alguna vez decir que algunas gentes sienten el «llamado de la historia», como otras el de la poesía. Tal vez este encantador suceso aconteció en mi cerebro y si no me ayuda a completar una larga vida, sin duda me la ha hecho placentera.

 

Cuando escuchaba todos estas generosas relaciones y conceptos referidos a mi persona, me he sentido abrumado y hasta confundido. Tal vez en algún momento de mi juventud, me hubiera dejado llevar por cierto espíritu vanidoso y por ende también necio. Por fortuna he vivido lo suficiente como para no tomarme demasiado en serio, según lo recomienda una sabia conseja y para saber que si algún valor tiene el conjunto de actos realizados por un individuo, les viene de la autenticidad y la sinceridad con las cuales se les emprenda. Careciendo de otras prendas, al menos puedo decir que mi carrera profesional, ha poseído como motivación central un genuino interés por la sustancia de los oficios en los que me he desempeñado. En un tiempo en el cual las universidades privilegian constancias formales de todo tipo, es sensato recordar el propósito de estar aquí: para enseñar y producir ideas y no para acumular certificados. Me parece necesario, por razones similares, recuperar el significado original de la expresión latina curriculum vitae, como carrera de la vida. No en vano el término proviene del curriculum, aquel compacto vehículo usado por los romanos en las competencias de velocidad. Si lo interesante de un hombre o de una mujer es su curriculum, es decir su carrera vital, entonces debemos considerar que ella ni con mucho se agota en estos papeles-acreditaciones de diversa índole. En mi modesta opinión, revisten mayor relevancia, el cariño o la pasión puestos en cada clase, en cada página escrita, en cada reflexión sobre la última lectura, de textos, imágenes o acontecimientos. Diríase muy poco científico este razonamiento, pero, bien vistas las cosas, las experiencias enseñan que hay innovación, vigor, sólo allí donde la curiosidad, las dudas, los asombros, la conciencia del escaso saber, la insaciable sed de conocimiento, presiden el quehacer intelectual. Falsas certidumbres, prejuicios, autocomplacencias, en cambio, derivan hacia la pobreza de las ideas y la mezquindad.

En estos trabajos, nadie puede reclamarse con justicia, ni estrictamente neutral ni aséptico. Por mi parte, nunca he tratado de colocarme en algún cubículo como torre de cristal, de espaldas al acontecer de mi tiempo. He procurado, con malos resultados cómo puede advertirse, vincular conocimiento y práctica, saber y compromiso. He tenido como tempranas divisas en mi vida la impugnación a todas las enajenaciones (religiosas, económicas, políticas) y trabas a la libertad, también a todos los dominios o sujeciones. Por ello, varias ilustres figuras han sido mis héroes de la acción y del pensamiento, menciono a Miguel de Cervantes, Baruch de Spinoza, Voltaire, Carlos Marx, Ignacio Ramírez, Bertrand Russell, Rosa Luxemburgo, José Martí. Con frecuencia abrevo en las fuentes de estos campeones de la crítica, así como del buen decir, para encontrarle sentido a los hechos, del pasado y del presente.

 

Tales ideas me han llevado a militar -en el más amplio significado del término-, en causas, movimientos, organizaciones, con proyectos, programas o direccionalidades libertarias y emancipadoras. No considero por ello que hayan padecido el rigor científico, la honestidad intelectual o el apego a la verdad con los cuales deben conducirse la enseñanza y la investigación histórica. Sabemos de las limitadas fuerzas y capacidades poseídas por todo aquel que inquiere o indaga. Nadie está en posibilidad de aprehender y menos exponer en una narración todo el devenir histórico, ni siquiera de una pequeña comunidad. De esta suerte hemos de conformarnos con seleccionar las líneas a nuestro juicio más sobresalientes para explicar la totalidad, incluyente de un infinito número de aquellas. Escoger a uno o cierto número de trazos, significa ya, determinar el objeto de estudio. Pueden ser las conductas religiosas, las relaciones económicas, las pugnas por el poder, los cambios tecnológicos, etcétera. En todo caso, a ningún historiador le es dable sustraerse de colocar su propia lámpara para visualizar el campo seleccionado. La mía busca sobre todo alumbrar las luchas sociales, las gestas liberadoras. Y me parece tan buena o legítima como cualquier otra.

 

Dos párrafos más en este discurso extendido ya con demasía. Resplandece una virtud en este prolongado andar por varios caminos, de la cual puedo vanagloriarme sin temor a ser condenado por la antigua sentencia de que «alabanza en boca propia es vituperio»:  en su curso he forjado grandes amistades y afectos largos. Es de seguro la mayor fortuna a la que cualquiera, con sabiduría, puede aspirar.

Quiero evocar por último a mi abuela Julia Franco Vda de Orozco. Por una razón: ajustó cerca de sesenta años como maestra, rural durante cuatro décadas y luego en la ciudad de Chihuahua el resto. Enseñó durante la revolución armada en el epicentro geográfico de la misma, los pueblos del noroeste chihuahuense. En cocinas, escuelas derrumbadas, tejabanes, zaguanes, a veces casi arrebatando a los niños de los campos de labor o de los llanos. Espero de la vida que me permita igualarla al menos en los años de servicio y por tanto, lo dije otra ocasión, morir en la raya, como un soldado a resultas de una bala enemiga

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Opinión

La semilla. Por Raúl Saucedo

Libertad Dogmática

El 4 de diciembre de 1860 marcó un hito en la historia de México, un parteaguas en la relación entre el Estado Mexicano y la Iglesia. En medio de la de la “Guerra de Reforma», el gobierno liberal de Benito Juárez, refugiado en Veracruz, promulgó la Ley de Libertad de Cultos. Esta ley, piedra angular del Estado laico mexicano, estableció la libertad de conciencia y el derecho de cada individuo a practicar la religión de su elección sin interferencia del gobierno.

En aquel entonces, la Iglesia Católica ejercía un poder absoluto en la vida política y social del país. La Ley de Libertad de Cultos, junto con otras Leyes de Reforma, buscaba romper con ese dominio, arrebatándole privilegios y limitando su influencia en la esfera pública. No se trataba de un ataque a la religión en sí, sino de un esfuerzo por garantizar la libertad individual y la igualdad ante la ley, sin importar las creencias religiosas.
Esta ley pionera sentó las bases para la construcción de un México moderno y plural. Reconoció que la fe es un asunto privado y que el Estado no debe imponer una creencia particular. Se abrió así el camino para la tolerancia religiosa y la convivencia pacífica entre personas de diferentes confesiones.
El camino hacia la plena libertad religiosa en México ha sido largo y sinuoso. A pesar de los avances logrados en el lejano 1860, la Iglesia Católica mantuvo una fuerte influencia en la sociedad mexicana durante gran parte del siglo XX. Las tensiones entre el Estado y la Iglesia persistieron, y la aplicación de la Ley de Libertad de Cultos no siempre fue consistente.
Fue hasta la reforma constitucional de 1992 que se consolidó el Estado laico en México. Se reconoció plenamente la personalidad jurídica de las iglesias, se les otorgó el derecho a poseer bienes y se les permitió participar en la educación, aunque con ciertas restricciones. Estas modificaciones, lejos de debilitar la laicidad, la fortalecieron al establecer un marco legal claro para la relación entre el Estado y las iglesias.
Hoy en día, México es un país diverso en materia religiosa. Si bien la mayoría de la población se identifica como católica, existen importantes minorías que profesan otras religiones, como el protestantismo, el judaísmo, el islam y diversas creencias indígenas. La Ley de Libertad de Cultos, en su versión actual, garantiza el derecho de todos estos grupos a practicar su fe sin temor a la persecución o la discriminación.
No obstante, aún persisten desafíos en la construcción de una sociedad plenamente tolerante en materia religiosa. La discriminación y la intolerancia siguen presentes en algunos sectores de la sociedad, y es necesario seguir trabajando para garantizar que la libertad religiosa sea una realidad para todos los mexicanos.

La Ley de Libertad de Cultos de 1860 fue un paso fundamental en la construcción de un México más justo y libre. A 163 años de su promulgación, su legado sigue vigente y nos recuerda la importancia de defender la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa como pilares de una sociedad democrática y plural.
Es importante recordar que la libertad religiosa no es un derecho absoluto. Existen límites establecidos por la ley para proteger los derechos de terceros y el orden público. Por ejemplo, ninguna religión puede promover la violencia, la discriminación o la comisión de delitos.
El deseo de escribir esta columna más allá de conmemorar la fecha, me viene a deseo dado que este último mes del año y sus fechas finales serán el marco de celebraciones espirituales en donde la mayoría de la población tendrá una fecha en particular, pero usted apreciable lector a sabiendas de esta ley en mención, sepa que es libre de conmemorar esa fecha a conciencia espiritual y Libertad Dogmática.

@Raul_Saucedo
rsaucedo@uach.mx

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