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Opinión

PAREN LA VIOLENCIA por VICTOR OROZCO

¡PAREN LA VIOLENCIA! ¡TRABAJO, COMIDA, VIVIENDA, SALUD!.

VÍCTOR OROZCO

A ojos vistas, la pobreza y la inseguridad, son los dos problemas de mayor gravedad que agobian a México en estos tiempo de elecciones. De ambos dan cuenta incontables observadores, reportajes periodísticos, estadísticas cotidianas, películas, videos, editoriales, protestas sociales, testimonios de víctimas de la violencia, declaraciones de funcionarios públicos y documentos de agencias internacionales. Sin embargo, el presidente de la república se aferra a negar los hechos o a tergiversarlos:  «Mienten quienes afirman que ha crecido la pobreza en México», expresó en el mini informe rendido en el auditorio nacional el pasado 30 de marzo. Su afán y el de sus partidarios, se explican porque es justamente durante el tiempo de esta administración federal que las dos calamidades han crecido en proporciones ya inusitadas e insoportables. Todos los datos duros contradicen el dicho presidencial. En diciembre de 2006, según el reciente informe del Centro de Análisis Multidisciplinario de la UNAM, el salario mínimo nominal era de 48.5 pesos y la canasta alimentaria recomendada (Construida por el propio CAM y el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán de la Secretaría de Salud, que incluye un conjunto de 35 alimentos cuyos nutrientes son los mínimos necesarios para la alimentación de una familia conformada por dos adultos, un joven y dos niños) costaba 80.8 pesos. El primero pasó a 62.3 pesos y la segunda se disparó hasta 197.9. En compra de tortillas, significó que en los inicios de este sexenio, con un salario mínimo se podían adquirir arriba de siete kilos, al final, menos de cinco. Si nos remontamos a 1982, según este documento, un salario mínimo era suficiente para obtener ¡50.9! kilogramos del indispensable alimento que consumimos los mexicanos. Considerando la mala reputación que tiene la UNAM para muchos de los seguidores del gobierno panista, acudamos a una fuente menos sospechosa para ellos. Hace poco, Carlos Loret de Mola, a quien ni de lejos puede confundírsele con un antipanista, mostró las cifras del Centro de Investigación y Negocios del Tecnológico de Monterrey, el cual  concluye que en 2012 habrá quince millones más de pobres que en 2006. Una cifra similar proporciona del INEGI. Y, dice el periodista, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social el 42% de los habitantes que eran pobres en 2006 cuatro años después habían pasado a 52%. Pero, ¿Cómo no vamos a tener estas cifras si entre los treinta

y cuatro países integrantes de la Organización  para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) ocupamos el último lugar por lo que se refiere al monto del salario por hora pagado a los trabajadores, muy lejano a quienes nos siguen hacia arriba, Hungría y Chile, donde sus asalariados reciben 2.54 y 2.43 dólares, mientras que en México apenas cobran 79 centavos de la moneda norteamericana?. Para quienes atribuyan la causa a la posible diferencia de productividad de los mexicanos, vale decir que estos mismos trabajadores han elevado el tamaño de la riqueza total producida en este país, hasta convertirla en la onceava del mundo, por encima de España. Tenemos pues ingenio, esfuerzo y agallas colectivos de sobra, lo que nos faltan son justicia y equidad. Por eso, alarman la iniciativas de reformas para «flexibilizar las relaciones laborales», que en cristiano significan suprimir prestaciones, bajar salarios y colocar al mundo del trabajo en una condición de subordinación peor si se puede a la existente.

No es el caso de atribuir todos los males y en especial esta atroz desigualdad económica al «gobierno del Presidente de la República» como gusta llamarlo la empalagosa propaganda de Felipe Calderón, pero si es inevitable concluir a la luz de tal realidad, que sus políticas públicas o nada han podido contra el crecimiento de la pobreza o han contribuido a exacerbarla. Sea cual sea la conclusión, la otra ineludible, es que la próxima administración federal debe cambiar de raíz, pues por este camino vamos hacia una sociedad donde las masas pauperizadas apenas si alcanzarán a sobrevivir en medio de mil penalidades y el resto, deberán levantar muros cada vez más altos para proteger sus personas y propiedades. Es el camino hacia el imperio del odio, el temor y el resentimiento colectivos.

El ya famoso video de los niños-adultos mirado por millones de personas en las redes sociales o en la televisión, expone una cruda e intolerable situación: cómo la violencia se ha apoderado de nuestras calles y nos ha arrebatado no sólo la paz, sino muchas de las potencialidades para crecer en todos los ámbitos, para criar a los hijos, para aprender, para trabajar. De nuevo, el Presidente reclama  que “Nunca como ahora” se está combatiendo con firmeza al crimen. Por primera vez, afirma en cuanto tiene ocasión, un gobierno tomó cartas en el asunto y se metió contra los delincuentes, a diferencia de sus predecesores a quienes acusa de miedosos o cómplices por no combatirlos. La publicidad oficial para convencer a la población de la bondad y eficacia de las medidas anticrimen instrumentadas por el gobierno, tienen dos direcciones: de una parte, mostrar las crecientes cifras de aprehensiones, decomisos de armas, vehículos, bienes de todo tipo, muertes de presuntos malhechores, encarcelados. Y es cierto, como nunca en el país para emplear el léxico presidencial, han caído tantos capos, eliminado tantos sicarios. Ello, puede aparecer como un gran triunfo. Para la sociedad no es sino una derrota: es la prueba de una metástasis cancerosa que afecta a un mayor número de órganos cada vez. ¿Alivia al padre o a la madre que tienen a uno de los hijos entre los 70 o 75 mil muertes violentas producidas en este sexenio, mirar las cotidianas escenas de los criminales capturados tras las mesas llenas de armas?. Las prisiones están a reventar, sin duda ¿Y esto es un signo positivo o más bien la evidencia de un colosal fracaso?. Dice FCH que su mejor herencia será una policía federal limpia, poderosa, inteligente. Ojalá fuera así y ello nos librara de un estado donde los cuerpos armados cobran cada vez mayor influencia en nuestras vidas, situación por antonomasia indeseable en cualquier lugar del mundo donde se viva. Pero no, tan sólo entre 2009 y 2011, por concepto de alimentación, traslados y viáticos diversos, el gobierno federal gastó cerca de cinco mil millones de pesos, según la investigación periodística de Rocío Gallegos publicada en el Diario de Juárez. Son precisamente los peores tiempos para la seguridad y los del aumento inusitado del crimen. Otro estudio realizado a profundidad en la Universidad Autónoma Metropolitana, descubre la imparable -hasta ahora- conversión del mexicano en un Estado policiaco: en 1980 había 701 habitantes por agente, hoy apenas si somos 190. Una de las tasas más altas del mundo. ¡Y todavía Gabriel Quadri, este candidato de opereta, propone que el número de policías federales se eleve a 400,000!.

La otra faceta de la justificación oficial, es empeñarse en que la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes disminuyó ostensiblemente durante el último sexenio. El presidente ha machacado con este argumento. Unas cifras muy socorridas son las empleadas por la periodista Diana Washington, en un artículo publicado en El Paso Times a principios de este año. De acuerdo con ellas, entre 1982 y 1988 ocurrió la mayor incidencia, con 19.22 homicidios, mientras que en los años de Felipe Calderón Hinojosa, la proporción descendió hasta 14.5. Ambas explicaciones chocan con la realidad, como lo revelan numerosos estudios realizados por especialistas. Uno de ellos, publicado en la revista Nexos y elaborado por José Merino encuentra incluso una correlación estadística entre los operativos policiacos y el crecimiento de los hechos de sangre. Si a eso le agregamos -y ello es fundamental para el tema de la inseguridad- que la población sufre además de secuestros, robos de casas y de autos, agresiones diversas, se expresa con toda claridad el mal uso de los números por el gobierno y sus defensores. En alguna ocasión escribía que el argumento se asemeja a la fábula narrada por Gabriel García Márquez en Cien Años de Soledad: los habitantes de Macondo, aún los deudos de los muertos en la matanza de obreros, acabaron por ser persuadidos que el hecho nunca había ocurrido, que era producto de la pura imaginación. Así se nos quiere convencer a los mexicanos: no hay tal ascenso en el crimen, éste ha bajado, estamos obnubilados, alucinamos.

En el interior de los partidos y sobre todo en los «cuartos de guerra» (¡Que peste ésta, la de importar modismos norteamericanos!) de los candidatos, campea por encima de cualquier otra la preocupación de ganar la elección a toda costa, valiéndose de la mercadotecnia, las dádivas, la guerra sucia. Con total impudicia, por vía de ejemplo, los equipos de campaña de Enrique Peña Nieto, usan a los niños en las colonias empobrecidas, congregándolos  para pasarles películas de caricaturas. Entre el grueso de los habitantes, en cambio, sobresalen reclamos angustiosos: ¡Paren la violencia! ¡Queremos trabajo, comida, vivienda, salud!. Estos son los temas electorales y no las frivolidades sobre la Gaviota o el camión de Josefina.

 

 

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Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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