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Opinión

Quirino Ordaz: Misión reconciliación. Por Caleb Ordóñez T.

El exgobernador de Sinaloa ya recibió el beneplácito del gobierno de España para ser el embajador de México. En la sede diplomática en Madrid, tendrá que demostrar sus mejores cartas, señala el periodista Caleb Ordoñez.


Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez Talavera

Aunque conquistado hace cientos de años, México conserva sus colores, sabores, olores e incluso miles palabras que no se utilizan en el castellano español.

Mantenemos una relación con la antiguamente llamada “madre patria” con diversos claroscuros. Pero no podrían entenderse México sin España, tampoco España sin México. Hemos sido hermanados por los usos y costumbres, por las creencias, el arte y el deporte.

La relación entre México y España, aunque espinosa, ha sido siempre visible a través de un espejo. Nuestro país es el más grande en cuanto a hispanohablantes en el mundo y aunque en múltiples ocasiones hemos renegado contra el país ibérico, de cierta manera lo hemos admirado e imitado, en secreto.

Algo sobre esto escribía el gran poeta mexicano Octavio Paz: “El mexicano no quiere ser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada”.

Es cierto que las etapas de confrontación desde la conquista dejaron un dolor ancestral difícil de reparar. Sin embargo, el tiempo sana y hoy en día es imposible ver a España como aquél imperio que oprimió a los pueblos nativos. Nuevas generaciones de mexicanos, al escuchar sobre España, lo referirán en música, turismo o el gran clásico de fútbol entre el Real Madrid y el Club Barcelona.

Pero también la imagen de México en España ha cambiado drásticamente. Ya no es sorpresa ver a mexicanos recibiendo ovaciones, galardones y otras formas de admiración, del pueblo español.

Ambos países han tenido que limar asperezas durante siglos, es cierto, pero como olvidar los brazos abiertos de México para recibir a más de 25,000 exiliados españoles, en los tiempos del absolutista Francisco Franco, a finales de los años 1930.

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Opinión

Legalizar el espionaje: La nueva tentación de MORENA

Lic. Jacques A. Jacquez

La reforma a la Ley del Sistema de Inteligencia —es decir, la llamada “ley espía”—, junto con la reciente propuesta del gobierno federal para crear una curva biométrica, no pueden entenderse como hechos aislados. ¿Casualidad? Por supuesto que no. Se trata de una estrategia cuidadosamente diseñada como parte de una política pública orientada a recolectar datos sensibles de la población.

¿Y por qué podemos suponer que estos datos podrían utilizarse de forma indebida? Porque ya ha ocurrido. Porque ha sido una práctica constante de este gobierno emplear información personal para exhibir, ridiculizar o amedrentar a quienes disienten. Desde la conferencia mañanera, hemos visto al expresidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, mostrar estados de cuenta bancarios, declaraciones fiscales y otros datos sensibles de personas que él mismo ha etiquetado como adversarios o enemigos políticos.

Los casos de espionaje y uso indebido de información personal por parte de gobiernos emanados de Morena son cada vez más evidentes. En la Ciudad de México, la Fiscalía encabezada por Ernestina Godoy solicitó, sin orden judicial, registros telefónicos de políticos de oposición como Santiago Taboada y Lilly Téllez, en lo que diversos medios calificaron como espionaje ilegal. En Campeche, la gobernadora Layda Sansores difundió audios editados de figuras políticas en su programa oficial, sin esclarecer el origen de esas grabaciones. A nivel federal, el propio presidente López Obrador ha revelado públicamente datos fiscales y bancarios de adversarios políticos como Xóchitl Gálvez, violando su derecho a la privacidad. Además, investigaciones de organizaciones como Citizen Lab y Amnistía Internacional han documentado el uso del software Pegasus por parte del Ejército mexicano durante este sexenio para espiar a periodistas y defensores de derechos humanos. Todos estos hechos reflejan un patrón preocupante: el uso del aparato del Estado para vigilar, intimidar y exhibir a quienes piensan distinto.

Esas personas, que deberían estar protegidas por el Estado, hoy son objetivos institucionalizados. Se han convertido en blancos prioritarios en un intento por silenciar voces críticas e inhibir el disenso. Lo que antes era una práctica excepcional —el espionaje selectivo, el uso encubierto de información— hoy amenaza con convertirse en norma. Se pretende legalizar la posibilidad de que el Estado mexicano espíe a sus ciudadanos.

Y eso es lo verdaderamente grave: ya no se trata de prácticas oscuras que debían ocultarse, sino de disposiciones que se buscan justificar con argumentos de seguridad o eficiencia gubernamental, mientras se normaliza la violación a la privacidad. Se institucionaliza el espionaje como si fuera parte natural de la vida democrática.

Es cierto: ningún país está exento del uso de la inteligencia estatal. No ocurre solo en México; es una realidad global. Pero aquí estamos yendo más lejos: estamos permitiendo que se convierta en ley. Le estamos abriendo la puerta a la vigilancia permanente, a la intervención de nuestras comunicaciones, a la recopilación masiva de datos biométricos. Y todo esto, sin las garantías adecuadas, sin controles, sin transparencia.

Nos enfrentamos a un punto de quiebre. No es un tema técnico ni menor. Es una clara violación a los derechos humanos. Y lo más peligroso: lo estamos normalizando.

Frente a ello, es nuestra responsabilidad seguir alzando la voz. No es lo correcto. No es lo legal. Y, sobre todo, no es lo que un Estado democrático debe permitir.

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