Al margen de los focos que ahora iluminan el debate sobre la legalización de las drogas planteado por varios líderes internacionales, el antiprohibicionismo militante, pese a su carácter minoritario, se ha ido reforzando en los últimos años. También en Galicia. Su objetivo de fondo es la despenalización de todas las sustancias psicoactivas, pero, mientras tanto, buscan de qué manera pueden aprovechar las rendijas que deja abiertas la legislación vigente para consumir sin riesgo de ser multados o encarcelados.
A medio camino entre ambos polos, el reivindicativo y el pragmático, discurrió la conferencia que Nacho Rivero, curtido activista, ofreció el pasado jueves en el marco de las VI Xornadas Antiprohibicionistas, celebradas en Santiago. Rivero, fundador del Club de Consumidores de Cánabo do Condado, uno de los seis colectivos de este tipo con actividad pública en la comunidad, relató la forma de producir y consumir droga dentro del marco legal. En su caso cultivan marihuana —por su aceptación social, como primer paso en una senda gradual—, pero podrían hacerlo con cualquier sustancia. La adormidera, por ejemplo, de la que deriva el opio.
El club es en realidad una asociación sin ánimo de lucro registrada oficialmente y formada por una docena de personas que se reparten el cultivo de la hierba. Todas firmaron a su entrada un documento en el que se reconocen usuarios de cannabis, así como una estimación de su ritmo de consumo. La entidad produce para abastecer esa demanda interna. Como ni la plantación ni el consumo propio están penados, en caso de que las autoridades descubriesen a un socio con una cantidad de marihuana que se correspondiese con su declaración todo lo que podrían hacer es incautarse de ella. “Tenemos el escudo de papel de los estatutos; hasta dónde lo podemos estirar es lo que no sabemos”, ilustró Nacho Rivero.
Eso sí, el fundador del club de O Condado advirtió de que, bajo ningún concepto, se debe permitir que un miembro de la asociación trafique con la droga. Comentó que hay sentencias absolutorias por 204 plantas y condenas de cárcel por una sola, porque en un caso se pudo probar que el consumo estaba justificado y en el otro no. En este sentido, explicó que dentro de cualquier club que se cree debe haber un clima de confianza, en el que todos conozcan los patrones de uso de sus compañeros. “Si uno pide un kilo (al año) y luego le da dos caladas a un peta y se pone a toser, malo”, ejemplificó.
En medio de esta especie de guía práctica para consumir legalmente, Rivero fue deslizando su filosofía con respecto a las drogas. Así, echó mano de la teoría liberal más pura para argumentar que “de la piel para dentro” es una cuestión entre el individuo y la sustancia, en la que el Estado no debería inmiscuirse. También criticó la vía de la legalización medicinal, porque, a su juicio, el negocio pasaría de los narcotraficantes a las grandes farmacéuticas. “Yo la maría la quiero libre y lúdica”, proclamó en su conferencia.
Ya el viernes, la historiadora del arte Miriam Varela repasó el tratamiento e influencia de las sustancias psicoactivas en la ilustración y la animación durante el siglo XX. En su exposición tuvo cabida la lucha denodada de Tintín contra los traficantes de opio, la escena surrealista y de tintes moralizantes en la que el elefante Dumbo padece de delirium tremens o, cómo no, la visión mordaz de Los Simpson. Pero, sobre todo, un cómic impagable fechado en 1950 de Mickey Mouse y Goofy en el que, tras colocarse gustosamente con anfetaminas, deciden desplazarse a África con un cargamento para vendérselo a una tribu. Una muestra de la cambiante moral americana.
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