Conecta con nosotros

Opinión

REFLEXIONES ROMANAS. LA POLITICA POR VICTOR M. OROZCO OROZCO

eflexiones romanas. La política

Víctor Orozco

En los muros de las casas de Pompeya, ciudad de unos 20 mil habitantes, sepultada durante casi diecisiete siglos por las cenizas del Vesubio, se pueden leer hoy letreros o pintas como diríamos ahora, de propaganda política, llamando a votar por algún candidato a servir en un puesto público. La erupción del volcán tuvo lugar el 24 de agosto del año 79, de nuestra era, o en el 830 de la romana, época en que se iniciaba la fase imperial y concluía la republicana, así que los hábitos electorales de los ciudadanos pompeyanos estaban en pleno vigor. Las promesas de campaña eran muy similares a las actuales: “¿Quieres impuestos bajos?. Vota por Marcus”, “Mejoremos los servicios. Vota por Brutus”. El desarrollo económico, político y cultural de la pequeña ciudad, medida con los patrones actuales, es evidente. Poseía un anfiteatro o estadio para 20,000 espectadores, un teatro para 7,000, templos, edificios públicos espléndidos, la basílica (una especie de palacio de gobierno actual) era impresionante, baños o termas en donde se hacía gimnasia, se escuchaba música, se leía y se gozaban de otros placeres, tenidos ahora como pecaminosos. Había esculturas, fuentes, pinturas, mosaicos, por todas partes.
¿Era Pompeya una ciudad excepcional en el imperio romano?. No, aunque sí estaba entre las prósperas, por su contactos y redes comerciales marítimas. Sus riquezas y construcciones, empero, no son siquiera comparables con las colosales de la metrópoli romana. El Coliseo de ésta, unos años después, tenía 50,000 asientos y las termas de Caracalla, podían acoger a 1,600 usuarios a la vez. Había casi otras ochocientas de todos tamaños en la ciudad, teatros, obras como los acueductos y el drenaje público que son todavía modelos.
Este mundo se colapsó y sus cultura material fue destruída sistemáticamente en los siguientes siglos. Para muestra, recordemos que el inmenso estadio, con sus canteras y mármoles labrados, sus lozas y esculturas, millares de anillas de bronce, fue reducido a la miserable condición de una mina para sacar materiales. Todavía a finales del siglo XV, el papa Alejandro VI cobraba como renta una tercera parte del valor de cada carga. Aún así, llegó a la posteridad un Coliseo majestuoso, aunque mocho a la mitad.
Sobre el ascenso y caída de la civilización romana, se han escrito tantos libros quizá como de ningún otro tema. Sigue apasionando todavía a historiadores de la política, el arte, las religiones, la arquitectura, las obras públicas, el derecho, la milicia, la filosofía, la comida, el lenguaje, la vida cotidiana. Es sin duda alguna fascinante. Una de las vetas se descubre a partir de la pregunta: ¿Cual fue la causa principal del desplome de una sociedad y unas instituciones que no tenían parangón en el mundo de su tiempo?. Las respuestas, desde luego, han sido múltiples y cada época ha aportado las suyas. Una, que me atrae poderosamente, es aquella que finca la razón en la decadencia de la política.
La superioridad de los romanos estribó de manera central en su destreza para construir y operar instituciones capaces de sobrevivir a las veleidades de los gobernantes, incluso a los actos demenciales ejecutados por varios de sus emperadores. El armazón jurídico y político edificado a lo largo de centurias, garantizaba la continuidad de iniciativas y proyectos concebidos a muy largo plazo. También de obras portentosas. Levantaron ciudades, acueductos, carreteras, drenes, plantaciones, por todo el occidente europeo, el norte de África y el medio oriente. Sus monedas llegaron hasta China y Corea. Su idioma era la lengua franca, con la que el mundo de entonces se comunicaba. No había poder, ni civilización alguna que pudiesen competir con los de Roma. Tal era la confianza en su eternidad, que en un verso recuperado por Lord Bayron se decía: “Mientras el Coliseo esté en pie, Roma estará de pié, cuando el Coliseo caiga, Roma caerá y cuando Roma caiga, caerá el mundo”.
Sin embargo, durante las dos últimas centurias, anteriores a 476, la fecha oficial de la terminación del Imperio Romano de Occidente, se juntaron distintas calamidades. Los orgullosos ciudadanos libres perdieron sus propiedades, crecieron los latifundios, las ciudades se llenaron de desempleados, el ejército se hizo mercenario, los gobernantes se convirtieron en esquilmadores de los pueblos. Fue una época de total decadencia, durante la cual la mayoría abandonó el quehacer público, se alejó de la política, para retirarse a la vida privada y a la resignación.
La falla de las instituciones, que acabaron subordinadas al apetito económico de los altos funcionarios, tuvo un efecto multiplicador en todas las esferas de la vida colectiva. Con un ejército corrupto y unos generales dedicados al saqueo del erario, ya no hubo quien asegurara el imperio de la ley. El despotismo, las tiranías, la corrupción y las arbitrariedades obraron como un cáncer que invadió todo el cuerpo social. No hubo más elecciones, ni consultas populares, ni asambleas legislativas autónomas. Las gigantescas obras públicas, símbolos de la pax romana, fueron cosa del pasado, quedaron allí, en testimonio de las antiguas glorias. Como un organismo sin alimentos, la sociedad romana acabó por consumir sus propios músculos.
De cuando en cuando, en todas las naciones modernas, salen a relucir estos pensamientos. Acontece cuando se advierte que la ley, el control constitucional, -diría un jurista de nuestros días- y en su conjunto el aparato institucional del Estado, son impotentes para frenar las ambiciones y los afanes de enriquecimiento de los gobernantes. Esto sucedió a los romanos, que vieron sus venerados símbolos ante los cuales se detenía el poder económico o militar, vejados y atropellados por multitudes de clientes-vasallos y por la soldadesca. No emergió en aquellos calamitosos años ninguna fuerza social y cultural que detuviera la decadencia política. El gigantesco imperio, con sus setenta y cinco millones de habitantes y sus nueve millones de kilómetros cuadrados sucumbió, para dejar lugar a bandas depredadoras que lo partieron en mil pedazos. El colapso empezó en la política. Roto este eslabón, se derrumbaron las otras piezas del edificio social.
La reflexión anterior es oportuna si pensamos en el deterioro de las instituciones mexicanas, el desprestigio de los gobernantes y la descomposición política de los partidos. No somos los únicos, desde luego. Otros países hermanos de Latinoamérica sufren crisis parecidas, de manera notoria y bastante mas grave Venezuela. No existen panaceas, pero sí rutas que han llevado a buen puerto. Una de ellas es aferrarse al cumplimiento de la ley y a la salvaguarda de los intereses colectivos. En el fondo, fueron las banderas con la cual el gobierno de Benito Juárez pudo aglutinar a los elementos mejores de la sociedad para derrotar primero al ejército y al clero corrompidos por los privilegios y después a la intervención francesa. Hay ejemplos similares en la historia de todas las naciones. En esencia, han implicado la dignificación de la política a partir de las virtudes propias de la república.

Opinión

Diálogos. Por Raúl Saucedo

El Eco de la Paz

En el crisol de la historia, las disputas bélicas han dejado cicatrices profundas en el tejido de
la humanidad. Sin embargo, en medio del estruendo de los cañones y las balas metrallas, ha
persistido un susurro: El Diálogo. A lo largo de los siglos, las mesas de negociación han
emergido como esperanza, ofreciendo una vía para la resolución de conflictos y el cese de
hostilidades entre grupos, ideas y naciones.
Desde la antigüedad, encontramos ejemplos donde el diálogo ha prevalecido sobre la espada.
Las guerras médicas entre griegos y persas culminaron en la Paz de Calias, un acuerdo
negociado que marcó el fin de décadas de conflicto. En la Edad Media, los tratados de paz
entre reinos enfrentados, como el Tratado de Verdún, establecieron las bases para una nueva
configuración política en Europa.
En tiempos más recientes, la Primera Guerra Mundial, un conflicto de proporciones
colosales, finalmente encontró su conclusión en el Tratado de Versalles. Aunque
controvertido, este acuerdo buscó sentar las bases para una paz duradera. La Segunda Guerra
Mundial, con su devastación sin precedentes en el mundo moderno, también llegó a su fin a
través de negociaciones y acuerdos entre las potencias.
La Guerra Fría, un enfrentamiento ideológico que amenazó con sumir al mundo en un
conflicto nuclear, también encontró su resolución a través del diálogo. Las cumbres entre los
líderes nucleares, los acuerdos de limitación de armas y los canales de comunicación abiertos
permitieron evitar una posible catástrofe global.
En conflictos más recientes, y su incipiente camino en las mesa de negociación ha sido un
instrumento crucial para lograr el cese de hostilidades de momento, esta semana se ha
caracterizado por aquellas realizadas en Arabia Saudita y París.
Estos ejemplos históricos subrayan la importancia del diálogo como herramienta para la
resolución de conflictos. Aunque las guerras pudieran parecer inevitables e interminables en
ocasiones, la historia nos muestra que siempre existe la posibilidad de encontrar una vía
pacífica. Las mesas de negociación ofrecen un espacio para que las partes en conflicto
puedan expresar sus preocupaciones, encontrar puntos en común y llegar a acuerdos que
permitan poner fin.
Sin embargo, el diálogo no es una tarea fácil. Requiere voluntad política, compromiso y la
disposición de todas las partes para ceder en ciertos puntos. También requiere la participación
de mediadores imparciales que puedan facilitar las conversaciones y ayudar a encontrar
soluciones mutuamente aceptables.
En un mundo cada vez más complejo e interconectado, el diálogo se vuelve aún más crucial.
Los conflictos actuales, ya sean guerras civiles, disputas territoriales o enfrentamientos
ideológicos, exigen un enfoque pacífico y negociado. La historia nos enseña que la guerra
deja cicatrices profundas y duraderas, mientras que el diálogo ofrece la posibilidad de
construir un futuro más pacífico y próspero para todos.
Los diálogos siempre serán una vía, aunque el diálogo más importante será con uno mismo
para tener la paz anhelada.
@RaulSaucedo
rsaucedo@uach.mx

Continuar Leyendo
Publicidad
Publicidad
Publicidad

Más visto