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Opinión

TARRAGONA:LA SUPERPOSICIÓN DE CIVILIZACIONES POR VICTOR OROZCO

TARRAGONA: LA SUPERPOSICIÓN DE CIVILIZACIONES

Víctor Orozco

Lo mismo que en Cuzco, en la Ciudad de México o en unas decenas más de urbes privilegiadas alrededor del mundo, Tarragona ofrece al espectador el fascinante paisaje cultural de varias civilizaciones superpuestas y ensambladas a lo largo de muchos siglos. A la manera del cañón del Colorado o de la barranca de la Sinforosa, (menos famosa, pero quizá más profunda) en cuyas paredes colosales podemos ver franjas de distintos colores que componen la corteza terrestre, aquí miramos una muralla que reúne capas civilizatorias. En su base se aprecian varias hileras de toscas piedras colocadas allí por constructores de antiguos pueblos ibéricos o fenicios. Más arriba, están los bien labrados bloques diseñados por los arquitectos de Roma y engarzados por sus diestros albañiles y maestros de obras. En el último tramo, aparecen los cubos y rectángulos de los artesanos medievales, quienes marcaban cada pieza con su sello personal, para evitar confusiones a la hora de cobrar el salario.

En la primitiva Tarraco, capital de la Hispania Citerior pusieron pie las invencibles legiones romanas que domeñarían toda la península, convirtiéndola en proveedora inagotable del metal blanco para la metrópoli itálica, moldeado en placas circulares y planas, como platos, de donde los rudos mineros comenzaron a llamarlo plata, en lugar del latín argentum que a diferencia de las habladas en la península ibérica, preservan el resto de las lenguas romances. Hace unos 2200 años, la ciudad era tan importante que se le construyó un Anfiteatro, a la manera del Coliseo. Sus ruinas majestuosas conservan parte del graderío, donde se acomodaban casi trece mil espectadores, en asientos marcados por líneas de separación cada cuarenta centímetros, hecho que nos informa sobre el cuerpo esbelto de quienes vivían entonces. (En una ocasión escuché a un conferencista neoyorquino hablar contra la obesidad y provocar la risa de los oyentes cuando dijo muy serio, en el español de los norteamericanos, que en su ciudad tuvieron que cambiar todas las butacas de un estadio construido en el siglo XIX, por el volumen de las nalgas actuales).

Con vista hacia el Mediterráneo, con sus olas a tiro de piedra, o hacia la vía Augusta y las otras calles que conducían a la ciudad, el público admiraba o reprobaba a los atletas participantes en los certámenes deportivos, a los juegos de gladiadores, a los cazadores y luchadores contra animales salvajes o bien, presenciaba la aplicación de la pena de muerte dispuesta para los delitos graves. Sentado con Dinorah en una grada, me imagino al mismo sol brillante de este día, reflejarse en las bruñidas espadas y escudos. Escucho los alaridos de los aficionados y de las porras, como si no hubieran transcurrido veintidós siglos. Bajo el suelo, estaban las fosas, desde donde emergían como por magia, hombres y animales, elevados hacia las compuertas gracias a complejos mecanismos de poleas y tornos o bien desaparecían a la conclusión del espectáculo. El anfiteatro, era pues una de las piezas maestras de la ingeniería y la arquitectura romanas.

Dentro de la arena, se alzan unos gruesos muros, levantados con iguales materiales a los de las galerías, pórticos y fosas del anfiteatro. De no recibir información, el visitante seria incapaz de encontrarle sentido al conjunto de las ruinas. Estas paredes y otros vestigios,

especies de lozas o criptas, son los restos de una basílica visigótica, con su campo mortuorio o cementerio, construida unos ochocientos años después del edificio romano, en el siglo VI. Forman el cuerpo tres naves, una grande y dos pequeñas dispuestas en forma de cruz. Empalmada con la anterior y encima de los cimientos y muros, se edificó otra iglesia cristiana, en servicio hasta los inicios del siglo pasado.

Para la época del primer templo, la iglesia católica había heredado el dominio que otrora ejerciera el imperio de los césares sobre Europa, incluyendo el título de Sumo Pontífice que ostentaba el emperador, ahora portado por el Papa, desde la misma Roma. La organización que dirigía, encauzaba sus empeños a suplantar, subordinar o eliminar a la caída civilización.

Un contraste salta a la reflexión: los romanos construían edificios públicos, que dedicaban al gobierno, anfiteatros para los grandes espectáculos, vías o carreteras, acueductos, puertos, gigantes termas o baños, teatros, portentosos arcos triunfales, panteones. La idea inspiradora de su época era el quehacer público: casi todo estaba orientado hacia la cara colectiva. El cristianismo dominante, adoptó y reafirmó el carácter público que tenía el culto religioso entre los romanos, pero sólo esto quedó de la faceta social del individuo. El modelo a seguir no era el pensador o el hombre de Estado vinculados a las cosas mundanas como escudriñar e investigar la realidad para modificarla, sino el asceta entregado a dios.

No es que las grandiosas catedrales fueran a la zaga, ni en dimensiones ni en valor artístico a las construcciones que mostraban orgullosas las ciudades romanas y antes de ellas las griegas. La diferencia estriba en que los hombres del medioevo lo hacían todo para mayor gloria de Dios. No había más pintura, ni escultura, ni literatura, ni música, ni arquitectura, que la religiosa. Entonces, es perfectamente congruente con el cambio de mentalidades, el que en el lugar ocupado por un estadio concebido para recibir a muchos miles de asistentes, dispuestos al bullicio, los obispos ordenaran la erección de una iglesia, cuyos dogmas y ritos no sólo no invitaban a la diversión, sino la prohibían, la hacían pecaminosa y clandestina. «Entonces se instituyó que se cantasen himnos y salmos, según la costumbre oriental, para que el pueblo no se consumiese en el tedio de la tristeza», escribió Agustín de Hipona, autor de la época y santo católico.

¿Cuándo se perdió la idea de la obra pública?. En todo caso, durante los tiempos medievales, nadie pensaba (o muy pocos) que los gobiernos, eclesiásticos y civiles, tuvieran otra obligación que erguir iglesias, a cual mayor, mejor. Allí se emplearon el grueso de las fuerzas productivas. La catedral de Tarragona, bello edificio que encierra muchas etapas constructivas y que guarda a la mitad de sus muros los bloques romanos con todo y sus fragmentos de textos, expresa esta concepción. Los latinoamericanos heredamos tal visión, sobre la cual escribía hace tiempo observando la gigantesca catedral de Cuenca, en Ecuador, quizá mil años posterior a la catalana, pero concebida bajo los mismos patrones ideológicos. Bajo sus naves que uno pensaría se hicieron para gigantes, el hombre debe sentirse ínfimo, inferior, humillado por la grandeza divina. Ni griegos ni romanos en cambio le entregaron tanto al fetiche religioso, por algo decía uno de sus filósofos que entre más da el hombre a dios, menos deja para sí. En la vida práctica, esto significaba que todos los

excedentes producidos por los pueblos campesinos, se debían destinar a nuevos templos y a mantener los ejércitos indispensables para garantizar el control social. No en balde hay ciudades en España y en Latinoamérica que tienen una iglesia por cada día del año. Nada o casi nada, para abrir nuevos caminos, conductos de agua, puentes, gimnasios. Siglos y siglos, por eso, los europeos siguieron usando las vías romanas y llevando el líquido vital a las ciudades por los soberbios arcos de los acueductos antiguos. A unos cuantos kilómetros de Tarragona, por cierto existe uno de ellos, el llamado Puente del Diablo, de los mejor conservados en Europa.

Caminando por las estrechas calles medievales, se topa uno con incontables sorpresas. Es domingo y está montado el mercado donde se encuentra todo lo habido y por haber en comida, (ya se sabe que para eso, los españoles se pintan solos), adornos, muebles, etc. Aficionado a las antigüedades, me planto en un puesto que tiene herramientas ancestrales de carpintería, uno de mis oficios, y después de un par de ofertas y contraofertas, le compro al anciano barbón catalán que lo atiende un cepillo para hacer rebajes, a lo mejor de cien años. Antes, escucho el regateo de otro cliente, a quien el dueño manda con cajas destempladas: «…para vender a ese precio mejor me quedo en casa y tengo a mi esposa feliz como una pascua». Atardece y comemos en un restaurant de exquisitas tapas, bajo una bóveda secular, a donde nos condujeron nuestros espléndidos anfitriones, mi prima Mariela Orozco (quien ya casi es catalana) y su esposo Francisco Molina. Hacemos el brindis típico: «SALUT I FORÇA AL CANUT», pues lo contrario, deviene en desdicha para los hombres y desilusión para las mujeres.

Opinión

La semilla. Por Raúl Saucedo

Libertad Dogmática

El 4 de diciembre de 1860 marcó un hito en la historia de México, un parteaguas en la relación entre el Estado Mexicano y la Iglesia. En medio de la de la “Guerra de Reforma», el gobierno liberal de Benito Juárez, refugiado en Veracruz, promulgó la Ley de Libertad de Cultos. Esta ley, piedra angular del Estado laico mexicano, estableció la libertad de conciencia y el derecho de cada individuo a practicar la religión de su elección sin interferencia del gobierno.

En aquel entonces, la Iglesia Católica ejercía un poder absoluto en la vida política y social del país. La Ley de Libertad de Cultos, junto con otras Leyes de Reforma, buscaba romper con ese dominio, arrebatándole privilegios y limitando su influencia en la esfera pública. No se trataba de un ataque a la religión en sí, sino de un esfuerzo por garantizar la libertad individual y la igualdad ante la ley, sin importar las creencias religiosas.
Esta ley pionera sentó las bases para la construcción de un México moderno y plural. Reconoció que la fe es un asunto privado y que el Estado no debe imponer una creencia particular. Se abrió así el camino para la tolerancia religiosa y la convivencia pacífica entre personas de diferentes confesiones.
El camino hacia la plena libertad religiosa en México ha sido largo y sinuoso. A pesar de los avances logrados en el lejano 1860, la Iglesia Católica mantuvo una fuerte influencia en la sociedad mexicana durante gran parte del siglo XX. Las tensiones entre el Estado y la Iglesia persistieron, y la aplicación de la Ley de Libertad de Cultos no siempre fue consistente.
Fue hasta la reforma constitucional de 1992 que se consolidó el Estado laico en México. Se reconoció plenamente la personalidad jurídica de las iglesias, se les otorgó el derecho a poseer bienes y se les permitió participar en la educación, aunque con ciertas restricciones. Estas modificaciones, lejos de debilitar la laicidad, la fortalecieron al establecer un marco legal claro para la relación entre el Estado y las iglesias.
Hoy en día, México es un país diverso en materia religiosa. Si bien la mayoría de la población se identifica como católica, existen importantes minorías que profesan otras religiones, como el protestantismo, el judaísmo, el islam y diversas creencias indígenas. La Ley de Libertad de Cultos, en su versión actual, garantiza el derecho de todos estos grupos a practicar su fe sin temor a la persecución o la discriminación.
No obstante, aún persisten desafíos en la construcción de una sociedad plenamente tolerante en materia religiosa. La discriminación y la intolerancia siguen presentes en algunos sectores de la sociedad, y es necesario seguir trabajando para garantizar que la libertad religiosa sea una realidad para todos los mexicanos.

La Ley de Libertad de Cultos de 1860 fue un paso fundamental en la construcción de un México más justo y libre. A 163 años de su promulgación, su legado sigue vigente y nos recuerda la importancia de defender la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa como pilares de una sociedad democrática y plural.
Es importante recordar que la libertad religiosa no es un derecho absoluto. Existen límites establecidos por la ley para proteger los derechos de terceros y el orden público. Por ejemplo, ninguna religión puede promover la violencia, la discriminación o la comisión de delitos.
El deseo de escribir esta columna más allá de conmemorar la fecha, me viene a deseo dado que este último mes del año y sus fechas finales serán el marco de celebraciones espirituales en donde la mayoría de la población tendrá una fecha en particular, pero usted apreciable lector a sabiendas de esta ley en mención, sepa que es libre de conmemorar esa fecha a conciencia espiritual y Libertad Dogmática.

@Raul_Saucedo
rsaucedo@uach.mx

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