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Opinión

¿Tierra de la libertad? Por Itali Heide

En días pasados, presentes, y futuros, Estados Unidos se ha convertido en una zona de guerra moral y de libertad corporal.

La Suprema Corte abolió el caso Roe contra Wade, la histórica decisión de 1973 que dictaminó que la Constitución de Estados Unidos debía proteger la libertad de las mujeres para elegir si querían seguir adelante con un embarazo.

Si el aborto es moralmente correcto o incorrecto, es una pregunta que nunca tendrá una respuesta satisfactoria. Científicamente, es completamente admisible. Desde el punto de vista religioso, varía según el sistema de creencias. Éticamente, cada quien debe sacar sus propias conclusiones en función a su ideología.

Lo que sí se puede responder es a qué conducirá esta decisión histórica. ¿Menos abortos? Definitivamente no. ¿Más abortos clandestinos y peligrosos? Absolutamente. Muchas mujeres y niños morirán a pesar de todo, sin un sistema de apoyo federal que garantice la seguridad y la protección. En un país que promete ser la tierra de la libertad, estas decisiones demuestran que el progreso está retrocediendo.

En vez de luchar sobre la moralidad del aborto, hablemos de cosas que realmente reducirían el aborto, en lugar de la penalización que sólo dará vida a los riesgosos abortos clandestinos y niños no deseados, no queridos, y no cuidados.

En primer lugar, el acceso a opciones de anticoncepción y a la atención médica sexual es imprescindible. Desfinanciar a las organizaciones que ofrecen atención reproductiva a las mujeres de todo Estados Unidos, como Planned Parenthood, no hará más que empeorar la situación.

Además, hay que hacer algo para que la educación sexual se convierta en el centro del aprendizaje biológico de niños, adolescentes y adultos jóvenes. Sexo, vagina, pene, vulva, y testículos no son disparates. Los preservativos, el control de la natalidad, planificación familiar y el consentimiento no son temas inapropiados para futuros adultos.

Por supuesto, todo llega en su momento y los niños no aprenderán el mismo espectro de educación sexual que los adolescentes, pero siguen siendo temas que deberían ser esenciales en cada nivel de la educación pública y privada.

No es ningún secreto que el sistema de acogida y adopción está gravemente desfinanciado y sobrepoblado. En lugar de centrarse en los fetos que potencialmente acabarán en un sistema que está demasiado saturado para mantenerlos, ¿por qué no dar prioridad a los cientos de miles de niños que actualmente sufren bajo este sistema?

Para los niños que nacen en familias incapaces de hacerse cargo de ellos, ya sea financieramente, emocionalmente o físicamente, es aún peor. La epidemia de opioides, el abuso de sustancias, la violencia intrafamiliar y la crisis de salud mental que asolan el país han creado una red de hogares abusivos e inhumanos, en los que ni siquiera merece la pena vivir.

Hay muchas más cosas que realmente ayudarían a reducir la necesidad de abortar: un mejor sistema de permisos parentales pagados, una financiación adecuada de la asistencia social, la abolición de la inseguridad en la vivienda y la asistencia sanitaria universal son sólo algunas de las muchas cuestiones que deberían resolverse, en lugar de la ilegalización total del aborto.

Itali Heide 

Nunca estaremos todos de acuerdo en si el aborto es correcto o incorrecto, pero las opiniones personales basadas en la ideología y la religión nunca deben enturbiar la legalidad de la autonomía corporal.

La opción de seguir adelante con un embarazo o no es un derecho humano, independientemente de que alguien esté de acuerdo con ello. No tenemos que estar a favor del aborto para estar a favor del derecho a decidir, y al fin y al cabo, de eso se trata.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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