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Torruco Garza: el oportunista que quiere tomar el Mundial 2026

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Miguel Torruco Garza, que ni siquiera ha asentado el polvo de su reciente nombramiento por parte de la Presidenta de la República Claudia Sheinbaum como Director Nacional de Promoción al Deporte y Bienestar, ya demuestra tener una meta más ambiciosa en mente. No contento con su rol en la Secretaría de Educación Pública, Torruco Garza busca posicionarse y se presenta así ante empresarios, como la figura que coordinará la Copa Mundial de la FIFA 2026 en México.

En un movimiento que bien podría interpretarse como un intento por escalar más allá de sus credenciales, este oportunista político parece haber identificado en el Mundial un trampolín de exposición y relevancia que, en su visión y apoyado por su padre, persona recurrente en estas prácticas, Miguel Torruco Marqués, trasciende las funciones de su cargo actual y le da el mayor reflector. Al prometer a empresarios con los que se ha reunido, que el «negocio» del Mundial pasará por su oficina, no solo revela su visión comercial del evento, sino también una preocupante desconexión con el compromiso institucional, sobre todo al margen de la aprobación presidencial y de otras dependencias competentes.

El malestar que se sabe ya existe en Palacio Nacional frente a la presunción de Torruco Jr. como supuesto intermediario con la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA) al tratar de hacerse pasar como experto en temas de infraestructura, seguridad, turismo y deporte, no es poca cosa y ha incomodado no solo a la Presidencia de la República, sino también a secretarías como la de Turismo encabezada por Josefina Rodríguez, así como de Seguridad y Protección Ciudadana cuya titularidad recae en Omar García Harfuch, que se suman a las expresadas en áreas de logística y diplomacia deportiva.

A pesar de los años invertidos en posicionarse políticamente con el apoyo de su familia, ni la candidatura a la alcaldía de Miguel Hidalgo, ni sus acercamientos con la cúpula política, o la presencia en eventos sociales y de alto impacto como la Fórmula 1, han tenido para él el impacto deseado. Su afán por asumir un papel central en la organización del Mundial revela un intento de consolidarse en la escena política, percibido por algunos como una estrategia de protagonismo que prioriza su interés personal sobre el adecuado servicio a México en uno de los mayores eventos de relevancia internacional.

La organización del Comité Nacional para la Copa Mundial de la FIFA es un encargo muy importante, que define no solo la coordinación logística y de seguridad en el país sede, sino también su proyección internacional y éxito como anfitrión. A lo largo de la historia, la FIFA ha contado con personas de gran trayectoria al frente de sus comités organizadores, profesionales con experiencia probada en la administración pública y de eventos deportivos de gran envergadura, quienes además poseen habilidades diplomáticas y una comprensión profunda del impacto económico y social del fútbol. Figuras como Hassan Al-Thawadi en Qatar 2022 y Jerome Valcke en Brasil 2014fueron elegidos precisamente por sus logros en la planificación y ejecución de proyectos complejos, asegurando un legado duradero y la correcta representación de sus respectivos países en el escenario mundial. Estas selecciones, respaldadas por años de éxito y compromiso, no solo benefician al país organizador, sino que también fortalecen la posición de la FIFA como institución responsable de la transparencia y la calidad en sus eventos.

La posibilidad de que este rol caiga en manos de figuras caracterizadas por la ineficiencia y el oportunismo político genera gran preocupación. La gestión de Miguel Torruco Marqués en la Secretaría de Turismodurante el sexenio pasado dejó en evidencia cómo la improvisación y la búsqueda de reflectores pueden frenar el desarrollo de una institución clave. Bajo su dirección, el turismo en México padeció por la falta de políticas coherentes y visión a largo plazo. Con un evento de la magnitud del Mundial en puerta, repetir el modelo de la improvisación sería perjudicial.

La intención de Torruco Garza de encabezar el Comité Nacional para la Copa del Mundono refleja vocación de servicio ni un compromiso genuino con el país, sino más bien un intento de prolongar el poder familiar mediante proyectos de alto perfil. Este tipo de ambición sin mérito no solo deja de lado las competencias técnicas y estratégicas que el puesto requiere, sino que también expone a México a una posible situación de caos e ineficiencia, comprometiendo su imagen y desarrollo en un evento de alcance global.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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