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Opinión

¿QUÉ UNIVERSIDAD? POR VICTOR OROZCO O.

Por: Víctor Orozco

Las universidades públicas están entre las instituciones básicas de las sociedades modernas. No obstante su ocasional desplazamiento por las entidades educativas privadas, siguen siendo el principal instrumento para la formación de nuevos profesionales en todas las áreas del conocimiento. Y también, la fuente mas variada y productiva de nuevos saberes, tanto en las humanidades como en las ciencias duras.
La crítica de mayor calado que han recibido es el uso político que de ellas han hecho gobiernos y partidos. En mi larga experiencia de trabajo en varias de éstas entidades, he visto como han naufragado nobles proyectos de grandes aspiraciones, por la acción concertada de grupos que han desvirtuado el quehacer universitario. Los he conocido tanto de las izquierdas como de las derechas, quienes han colocado las tareas universitarias por abajo de sus intereses y ambiciones.
Me ha tocado estar muy cerca de la formación de centros de estudio, nuevas facultades, legislaciones universitarias, en la UACJ, la UACH, la UNAM, la de Puebla, de Guerrero, de Chapingo. En este oficio como maestro, investigador y de manera reciente como defensor de los derechos universitarios, he comprendido muchas cosas. Presento algunas de ellas a manera de resumen sobre el horizonte que según mis perspectivas, debe marcar la marcha de la Universidad, en términos genéricos y en específico de las dos existentes en el estado de Chihuahua. De la UACH soy egresado y en ella viví jornadas memorables como estudiante y muy joven profesor. En la UACJ he vivido la mayor parte de mi vida profesional. Es en ella donde he podido desplegar lo mejor de mi inteligencia, ya en la investigación o en la docencia. Estas son mis ideas motrices:

Necesitamos una Universidad comprometida con los intereses generales de la sociedad. Es simple decirlo y es indispensable nunca olvidarlo: se hace ciencia, se conservan, acumulan y usan saberes para beneficiar a la humanidad. Las universidades no son aparatos que están allí para reproducir y eternizar burocracias políticas o académicas. Están para mejorar las condiciones de vida.
De ellas deben egresar hombres y mujeres con un alto sentido de responsabilidad ética y social. Sobre todo, conscientes de sus deberes con la inmensa mayoría de los mexicanos, agobiados por la miseria y la falta de oportunidades. Este deber les exige compromiso social, adhesión a las grandes causas como la lucha contra la desigualdad y la pobreza, la defensa de la democracia y de los recursos naturales. La universidad ha de dotar a sus estudiantes de la capacidad para escalar en la carrera del conocimiento, con aptitudes para plantear y resolver problemas, dotados de ingenio e inventiva. Escaso beneficio tiene la colectividad con el egreso de profesionales repetidores, acríticos, despojados de afanes transformadores, en cualquiera de las áreas científicas o tecnológicas y en la sociedad misma.
Una Universidad con imaginación, productora constante de ideas y generadora de nuevos conocimientos, en la cual se destierren la simulación y las carreras de artificio. Éstas han proliferado en todos los centros de estudio por la difusión de la práctica viciosa consistente en trabajar para conseguir reconocimientos, papeles, sellos diversos y no para saber más y servir mejor.
Necesitamos una Universidad de espíritu y prácticas fincados en la pluralidad, sin dejar campo alguno en los cuales ésta se expresa: políticos, ideológicos, religiosos, étnicos, de preferencia sexual, de género. Por tanto, ajena a las maquinaciones facciosas de grupos, partidos o confesiones.
Necesitamos una Universidad Democrática. Esto implica:
Defender la autonomía, entendida ésta como una institución garante de la independencia institucional para decidir sobre el manejo de recursos, diseñar planes y programas de estudio, fijación de objetivos, nombramiento de autoridades. La autonomía universitaria no significa confrontación de la institución con las autoridades gubernamentales, sino cooperación y entendimiento. Pero, excluye la sumisión y el vasallaje, que han llevado a convertirla en apéndice vergonzante del presidente o gobernador en turno, haciendo renuncia a su papel de centro de pensamiento libre.
Garantizar el ejercicio de los derechos que tienen los universitarios para elegir libremente a sus órganos de gobierno.
Mantener un sistema de información eficiente, rápido, sin cortapisas y simulaciones en el manejo de los recursos públicos que la sociedad confía a la institución.
Respetar irrestrictamente las libertades de cátedra e investigación. El peligro mayor que afecta a estos dos distintivos sustanciales de la Universidad, es el poder de facto o de iure que tienen las autoridades para expulsar a quienes no les son adictos. Esta es la razón principal por la cual deben amparar en su legislación interna y en sus prácticas, el derecho al debido proceso legal que tienen todos sus integrantes ante cualquier afectación en su situación laboral o académica.
Preservar, los derechos laborales, colectivos e individuales, de sus trabajadores establecidos en las leyes.
Evitar prácticas favorecedoras de grupos partidarios o de otra índole. Asimismo aquellas que entronizan especies de cacicazgos o feudos personales.
Garantizar que el ingreso y permanencia de sus profesores e investigadores, descanse en el mérito de las personas y no en compadrazgos o complicidades. Una de las fortalezas de mayor relevancia que pueden mostrar las instituciones de educación superior, es la posesión de una planta académica sólidamente formada, responsable, con amor a su oficio y lealtad con el mismo. Estas cualidades se pierden o deterioran cuando se admite o se excluye con criterios diversos a la capacidad y competencia de las personas.
De igual manera, salvaguardar como única medida de evaluación de sus estudiantes el mérito de cada uno de ellos. Lo mismo para decidir sobre admisiones, otorgamiento de becas o cualquier otro estatus o prerrogativa. Debe protegerse, mediante recursos rápidos y eficaces, el derecho que tienen los estudiantes para elevar inconformidades con evaluaciones de los profesores.
Esta condensación de ideas, aspira a servir como material para el debate en una coyuntura de cambio que se ofrece a las universidades chihuahuenses. De este desafío, debemos sacar una mejor Universidad.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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