Al menos 16 presos murieron entre lunes y martes en un enfrentamiento entre bandas de reos dentro de una de las penitenciarías más peligrosas de Venezuela, la Cárcel Nacional de Maracaíbo, en el poblado de Sabaneta, estado Zulia, en el occidente del país.
Según indicaron observadores, el incidente fue extremadamente violento: a una de las víctimas le habrían sacado el corazón y a otra la descuartizaron.
El hecho se dio cuando una banda, liderada por un reo conocido como “El Mocho” Edwin, atacó a un grupo rival comandado por otro recluso conocido como “El Ric”, en una lucha por el control de la penitenciaría.
Según la organización no gubernamental Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP), más de 60 presos han muerto en este presidio este año, el cual fue construido para albergar 700 presos y que ahora tiene más de 3.000.
El OVP afirma que en 2012 murieron casi 600 reos en cárceles venezolanas, la cifra más alta en 14 años.
El corresponsal de BBC Mundo en Caracas, Abraham Zamorano, fue recientemente la Penitenciaría General de Venezuela, en una visita organizada por el Ministerio de Prisiones, y escribió esta crónica para tratar de graficar las duras condiciones que viven los presos del país.
“¡La misma! ¡La misma!”, reciben los presos al grupo de periodistas que se adentra en la Penitenciaría General de Venezuela. “La misma, la misma”, se oye cómo se aleja como un eco el pase de voz.
La consigna parece la forma en que los “privados de libertad”, como los llama el chavismo, se avisan de que entra un grupo relativamente grande, los anunciados reporteros que no representan una amenaza.
Cruzar el pasillo que forman los militares y atraversar los barrotes de la entrada de una prisión de Venezuela, como poco, inquieta. Por las advertencias de los funcionarios del Ministerio de Prisiones minutos antes y por su reputación de ser algo como el infierno.
Los presos, fuertemente armados, son los violentos dueños y señores, y no suelen dudar en enfrentarse a las autoridades cuando entran agentes para cosas como una requisa.
Cuando eso ocurre, se desata una batalla propia de una guerra. Presos y soldados de la Guardia Nacional intercambian fuego de armas largas. Las granadas caen sólo de un lado: del de los militares. Familiares y mujeres aguardan desesperados, y también pueden acabar dispersados por gases lacrimógenos.
Así ocurrió, por ejemplo, en la cárcel de Uribana en enero de este año, donde un motín y enfrentamiento con la Guardia Nacional terminó con 54 presos y un soldado muertos, según el recuento oficial.
Ese penal fue reabierto en abril como uno de los pocos bajo total control del Estado dentro de sus muros. Como dicen los funcionarios del ministerio, “con los presos uniformados, con el pelo cortado y pasando revista (disciplinados)”.
No es el caso de la PGV, como se deduce de lo que afirman los funcionarios del Ministerio de Prisiones, que reconocen que no pueden acceder a toda la instalación, dominada por los presos, y advierten de los peligros de salirse de las zonas que han sido aseguradas por una especie de tregua pactada con los reclusos.
Así es que puede entrar el grupo de periodistas, poco después de la ministra de Prisiones, Iris Varela. Así es que el eco de “la misma”, “la misma”, suena más bien al salvoconducto de los intrusos.
En 2012, las muertes violentas ascendieron a la cifra récord de 591 reclusos, según el Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP). La superpoblación, el hacinamiento y el desgobierno son la marca distintiva de la gran mayoría de los 34 penales.
Según el OVP, el Estado controla sólo el 20%. Y la PGV, que fue diseñada como un modelo de la reinserción, no es una de esas excepciones, por más que las autoridades aseguren lo mucho que han avanzado en los últimos tiempos en el proceso de “humanización” del centro.
MIRADAS
En el caluroso punto de partida del llano venezolano, el verde paisaje que rodea la PGV es idílico. Inevitable pensar que los cerros que rodean San Juan de los Morros recuerdan al Pan de Azúcar, archifamoso cartón postal de Río de Janeiro.
Dentro del penal, sorprenden los espacios abiertos integrados en el paísaje. El lugar resulta llamativo por lo relativamente limpio que está, seguramente después de haber sido preparados para la ocasión.
Lo que no resulta extraño son las miradas desconfiadas de los reclusos. Algunos no ocultan las armas blancas, otros tratan de disimular bultos en forma de escuadra que hacen pensar en pistolas.
Como es día de visita, rige la especie de tregua interna que dicta la norma carcelaria, así es que los presos no hacen alarde de sus armas. Menos, con los periodistas dentro.
Según Carlos Nieto, de la ONG Una ventana a la libertad, dedicada a defender los derechos de la población penitenciaria, la PGV “fue una cárcel modelo hace muchos años, proyecto de un penitenciarista muy importante que la dotó de todo lo necesario para la reeducación”.
“La última vez que fui hace como cuatro o cinco años y estaba en ruina. Entiendo que estaba en la misma condiciones”, le dijo Nieto a BBC Mundo.
El activista relató que se trata de una excepción respecto al resto de los presidios venezolanos al ser “una cárcel con mucho espacio”. “Hace poco salió un reportaje diciendo que los reclusos tenían una pista de motocross con las motos de ellos, competían y apostaban dinero”, agregó.
Nieto aludió también a un documental de hace poco más de un año sobre la violencia en Venezuela que incluye secuencias con un extraordinario acceso a la PGV gracias a la connivencia del “pran” (líder de la cárcel), muerto meses después cuando ya había sido liberado.
La película muestra una situación terrible, incluso una especie de cárcel dentro de la cárcel donde en condiciones infrahumanas viven lo que según Nieto son “los gandules”. “Son lo último que puede haber en cuanto a condiciones”, comenta.
Pero eso, de estar pasando, ocurre fuera del alcance de las cámaras.
“¿UNA LLAMADA?”
Durante nuestra visita surge la oportunidad de desmarcarse un poco de los responsables de “cuidar” a los periodistas.
Aunque un grupo de periodistas en el interior de una penitenciaría es algo inaudito en Venezuela y pese a lo extraordinario, los reclusos parecían deliberadamente ignorar la circunstancia.
Ni las relativamente aparatosas cámaras o ver a extraños tomando fotografías parecían excusas suficientes para romper esa especie de muro transparente que separaba a los visitantes de los residentes.
Por momentos olía a marihuana. Los que no tenían la mirada perdida y trababan contacto visual, lo hacían de forma desafiante o desconfiada, nada invitaba a tratar de entablar una conversación, lo normal.
Sólo uno rompió ese muro invisible. Lo hizo para recoger y devolver amablemente un bolígrafo del suelo. Con la mirada somnolienta de quien no está totalmente sobrio y balbuceando, a las “gracias” responde con una sorprendente petición: “Me presta el teléfono para hacer una llamada”.
La negativa, antes que nada, es fruto la insistencia de los funcionarios del Ministerio de Prisiones en que los celulares debían ser dejados fuera. No estaba muy claro si porque serían requisados a la entrada o por el peligro de robo. De lo que no había duda era que si el teléfono se perdía dentro y algún preso lo usaba para extorsionar, el dueño del aparato bien podía terminar acusado y encarcelado.
Y aunque los periodistas no podían entrar con celulares, los presos no tenían ningún problema en usarlos a pocos metros de la ministra y constantemente, sin que se supiera bien de dónde venía, se oía: “¿Aló?”.
You must be logged in to post a comment Login