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VIÑETAS DE CONTRASTE por VICTOR OROZCO

VIÑETAS DE CONTRASTE

 

Víctor Orozco

 

Aporofobia

 

Siempre que salgo por las mañanas del fraccionamiento en el que resido, veo el mismo espectáculo: hileras de trabajadores de la construcción y de empleadas domésticas caminado por las orillas de la calle, sorteando los automóviles en circulación por ambos carriles. A los lados se levantan mallas ciclónicas que resguardan terrenos desocupados o se alzan sólidas bardas de varios metros de altura. Estas barreras apenas dejan una estrechísima franja sin piso de cemento y llena de obstáculos. Los peatones son arrojados así al arroyo vehicular, donde a la menor lluvia se forma un gigantesco charco. Hombres y mujeres se quitan entonces los zapatos o hacen malabarismos para caminar sobre el cordón de la inexistente banqueta, si no ha sido cubierto por el agua. De todos modos terminan empapados por las salpicaduras de los carros.

¿Qué hay atrás de este cuadro urbano?. Una primera reflexión es quizá sobre la imprevisión o negligencia de constructores y autoridades supervisoras. Un ulterior razonamiento nos lleva a pensar en el dominio ejercido por los detentadores de la riqueza material sobre la sociedad. Los grandes dueños del capital, -expresado como acciones, terrenos, edificios, vehículos, etcétera- abusan de los espacios y reducen la existencia de los desposeídos a minúsculas áreas vitales. Casi siempre es la codicia el motor de este impulso por la posesión, que arrolla ecosistemas, salud y bienestar de las personas. Pero, el sometimiento cultural, político y legal de mentalidades e instituciones públicas al interés de los dueños del dinero hace que muchos de estos atropellos se produzcan como por inercia. Simplemente porque se ha hecho un hábito el privilegiarlo.

Los propietarios de los extensos terrenos en las ciudades no construyen banquetas, como se describe en el modelo descrito y quizá ni sepan o tengan conciencia de las molestias y aflicciones causadas a los trabajadores cotidianamente. Los constructores se limitan a proteger las propiedades sin fijarse en fronteras legales o menos aún, en las necesidades de las personas. Los inspectores y oficiales encargados de aplicar los reglamentos para el uso del suelo, tampoco lo hacen, porque es la usanza. La última imagen que pasaría por sus cerebros es la de esta presurosa mujer que transita a lo largo de la calle con el Jesús en la boca.

Un grupo de jornaleros de rasgos indígenas esperan pacientemente fuera de una oficina pública. Vinieron a presentar una queja porque fueron contratados para pizcar manzana y se les quedaron a deber los salarios de dos semanas. Ahora no tienen dinero ni para regresarse a su tierra, por lo cual se ven obligados a pedir limosna. Cada año, decenas de miles de hombres y mujeres se trasladan a las zonas de fruticultura u horticultura intensivas para levantar las cosechas. Llevan consigo frecuentemente a sus pequeños hijos, que permanecen en las orillas de los campos o a su lado, mientras sus padres cortan manzanas o recolectan tomates. A casi nadie le importa su suerte. Los gobiernos carecen de programas para asistirlos, vigilar que se les paguen los salarios ofrecidos o llevar los niños a las escuelas. Son los últimos de los mexicanos.

Los nuevos aristócratas

 

Los consejeros del Instituto Federal Electoral, devengan salarios de doscientos sesenta mil pesos mensuales. Cuatro de ellos, que ingresaron en 2008, se retiran ahora. Sumando los tres meses de salario, veinte días por año, aguinaldo y fondo de ahorro (La dependencia entrega un peso por cada uno aportado por el consejero) el monto del pago alcanzará cuatro millones seiscientos mil pesos. Con estas prestaciones finales y los elevados emolumentos, en un lustro cada funcionario acumuló una fortuna, si pensamos en el tamaño de los ingresos de los trabajadores mejor pagados en México. Lo mismo que sucede en el IFE, acontece cada vez que una nueva horneada de legisladores, directores, subsecretarios, secretario de estado, ministros de la corte y en general de altos miembros de la burocracia sale de sus puestos. En gobiernos estatales y municipales, no se va a la zaga. Por ello, Daniel Cosío Villegas afirmaba que cada sexenio de gobierno producía en este país “comaladas de millonarios”.

 

Las mayores empresas del país: Telmex, Televisa, Walmart, TVAzteca, Bimbo, entre otras han presentado amparos contra la resolución del Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos (IFAI) que obliga al Sistema de Administración Tributaria (SAT) a informar sobre la condonación de créditos fiscales en los últimos años a favor de estos grandes consorcios económicos. Pagan poco, en términos proporcionales mucho menos que un contribuyente cautivo o pequeño empresario. Por ejemplo, Bimbo apenas cubrió al fisco el 1.6% de sus ganancias el año pasado, mientras que el grueso de los ciudadanos pagó el 30% de sus ingresos. Y ahora, pelean con uñas y dientes para que la opinión pública no se entere de las ventajas o canonjías, otorgadas por el Estado. A unos, por el enorme poderío que les viene del control de los medios de comunicación, a otros porque amenazan con llevarse sus capitales a otros países y a otros por miserables sobornos o pagos de facturas políticas.

Hay otros “príncipes” en el escenario, también quejosos ante la justicia federal. Son los dirigentes de esta burocracia sindical encumbrada que igual a la política, han pervertido su función para convertirla en una inagotable fuente de acumulación de riqueza. El exponente clásico de este tipo social, quizá sea el secretario general del Sindicato de PEMEX. También él ha promovido amparos contra resoluciones del IFAI que obligan a transparentar las operaciones mediante la cuales la empresa pública transfiere fondos específicos al sindicato. Los ciudadanos ignoramos montos y destinos, pero sí sabemos de los derroches en lujos y superfluidades del mismo dirigente y de sus familiares.

En el debate político y parlamentario sobre la homologación del IVA en toda la república, vimos a encumbrados empresarios, dirigentes de agrupaciones industriales, abogados corporativos, políticos que olieron la oportunidad,  batirse con denuedo en contra del aumento del 11 al 16% en las fronteras, cuyo efecto será, se dijo, un deterioro económico de estas regiones. Y sí, esos cinco puntos porcentuales –eran seis hasta 2009- de diferencia entre lo que paga un habitante del interior del país y uno de sus bordes por concepto del IVA, se cargarán a sus menguados ingresos. Porque la ropa, las refacciones, los zapatos, los electrodomésticos…aumentarán su precio final. Y quienes puedan, que son los menos en Juárez o en Tijuana, acudirán al otro lado para hacer sus compras, afectando a los comercios e industrias asentadas en el suelo mexicano que disminuirán presumiblemente sus plantas laborales.

El resto de los consumidores queda atrapado entre la política hacendaria y la salarial de los patrones. La primera, de hecho les ha permitido a éstos apropiarse de los famosos cinco puntos, pues los precios establecidos por ejemplo en Sanborns de Ciudad Juárez, nunca han sido menores a los del resto del país. Lo mismo sucede con una gama variada de productos, como el cemento para construcción. Mientras tanto, los salarios reales van a la baja sin pausa. Si éstos se incrementaran y siguieran pautas como la de países de fuertes economías, tendríamos un poderoso mercado interno como base de un aparato productivo y comercial siempre en expansión. Pero no, estos capitalistas le apuestan a la ganancia pronta, a costa de degradar a la fuerza de trabajo. Al fin que, desorganizados y sin voces propias, los trabajadores no pueden negociar, como lo hacen los influyentes: organismos patronales, cúpulas eclesiásticas, sindicales y partidarias.

 

 


VÍCTOR OROZCO

 

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Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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