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Opinión

Vocación revolucionaria por Francisco Rodriguez Pérez

La Confederación Nacional de Organizaciones Populares, Comité Municipal Chihuahua, hizo una distinción que me honra, compromete y estimula.

La CNOP Chihuahua me entregó el reconocimiento “Toribio Ortega Ramírez”, a la Trayectoria Institucional, lo cual agradezco profundamente.

Estoy convencido que la vida debe estar marcada por ideales, grandes ideales, vocaciones que marquen la existencia, en mi caso esos ideales y esas vocaciones encontraron un cauce afortunado.

Desde la adolescencia, con el refrendo en las juventudes priistas, se mostraba el camino, la ruta, el sendero por el que transitaría una Trayectoria Institucional que hoy queda a consideración de todos.

Al hacer referencia al evento de ayer, se hace también un reconocimiento a quienes en la historia de Chihuahua han entregado alma, vida y corazón en pos de la transformación de las condiciones de vida de nuestro pueblo.

A principios del siglo pasado destacó por ello el iniciador formal, anticipado incluso, de la etapa política de la revolución mexicana: Toribio Ortega, que en el pueblo de Cuchillo Parado dirigió a los primeros héroes revolucionarios de nuestra tierra.

Al nombrar a Toribio Ortega, un siglo después de su gesta heroica, queda la convicción de que no sólo deben festejarse y reconocerse sus acciones, sino ir más allá de ello para reivindicar las ideas, las palabras y los hechos de los revolucionarios.

Con esa postura comparto con ustedes las ideas que expresara como agradecimiento a la CNOP Chihuahua:

Reconocimiento “Toribio Ortega Ramírez”

En la biografía, en la trayectoria de una persona dedicada al servicio público, a la promoción y la defensa de la democracia y la justicia social, no pueden pasar inadvertidos esos agradables momentos del reconocimiento.

En mi caso, en esa lucha por la justicia social, he tratado de cumplir uno de los principios más profundos, uno de esos ideales que vienen del fondo de la conciencia y que se expresan en las palabras y en los actos: la vocación revolucionaria.

Por eso, el reconocimiento “Toribio Ortega Ramírez”, que hoy me entregan ustedes, desde el Comité Municipal Chihuahua de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares, satisface una de las ambiciones de toda mi vida.

Me siento orgulloso y comparto el honor de ser reconocido por la Trayectoria Institucional y más aún porque hayan pensado en mí para la primera edición.

Acepto este reconocimiento con gratitud y con profundo sentimiento de compromiso.

Reconozco que el espíritu de equipo, el trabajo inquebrantable, la lealtad y los sacrificios personales de ustedes, mis compañeros, hicieran  posible que se me concediera este honor.

En el reconocimiento “Toribio Ortega” deben participar todos mis compañeros, todos ustedes.

Y si agradezco y comparto la distinción y el honor, más aún me emociona el hecho que hayan tomado el nombre de un revolucionario chihuahuense, porque eso habla de una vocación, representa y sintetiza una vocación.

La vocación es un llamamiento, es el llamamiento.

Es la voz interior que se escucha imperiosamente. Seduce y ordena. Enamora y obliga. Es el mandato para la transformación. Ignacio de Loyola, en medio de una colosal parranda, escuchó la voz y se volvió santo. Francisco Madero vivía apaciblemente como un mediocre burgués, pero un llamamiento oportunamente obedecido lo convirtió en líder de la Revolución. Muchos de nuestros héroes y dirigentes latinoamericanos vivían oscuramente, hasta un día antes de escuchar y atender la voz del destino.

En 1968 vi a tímidos muchachos de 15, 17, 20 años, que de pronto se convertían en líderes del movimiento, aun a sabiendas de que les esperaba la cárcel, la tortura y probablemente la muerte…

Muchas personas en la historia del mundo, de nuestro país, de nuestro estado, de nuestro municipio llevaron hasta el holocausto y el sacrificio su fidelidad a una vocación política descubierta de súbito, en un deslumbrador instante.

Muchos otros han aceptado y cumplido esa vocación en un marco de grandeza…

Al recibir este reconocimiento los invito para seguir cultivando nuestra vocación revolucionaria, porque revolución no es una  palabra de moda sino un compromiso personal e intransferible para lograr la transformación social.

Los priistas, el sector popular del PRI, viven y promueven la grandeza del nacionalismo revolucionario y sus grandes metas: la democracia y la justicia social.

Hoy ante ustedes, refrendo mi compromiso para seguir luchando por esos grandes ideales con el ejemplo de los precursores de la revolución mexicana como Práxedis G. Guerrero; los iniciadores del movimiento armado de 1910 en Cuchillo Parado, con el liderazgo de Toribio Ortega; los grandes jefes revolucionarios, como Pascual Orozco y el mítico Pancho Villa, que en unos meses lograron que la primera etapa de la revolución mexicana iniciara y terminara en Chihuahua.

Muchas Gracias. Sigamos nuestra vocación

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Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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