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El poder de los medios y la autodefensa popular Por Aquiles Córdova

Ya a los clásicos de la izquierda mundial les preocupaba la indefensión de las masas en el terreno de la lucha ideológica, porque veían el poder propagandístico arrollador de las clases dominantes. Sin embargo, desde entonces (fines del siglo XIX y primera mitad del siglo XX) las cosas han empeorado radicalmente. Los medios masivos de comunicación, como se les conoce ahora, han multiplicado cientos de veces su capacidad de influir en la opinión de la gente: las “noticias”, los “análisis” y las opiniones de los profesionales de la información no sólo llegan a sus destinatarios casi en el instante mismo en que ocurren los sucesos, sino, además, no hay rincón del planeta, por apartado e incomunicado que se encuentre, que se mantenga fuera de su alcance; y la incorporación de recursos prácticamente irresistibles para el gran público como la imagen, el color y el señuelo de poder acceder a todas las maravillas artísticas y científicas del mundo con sólo apretar un botón, les han conferido una capacidad de penetración y una credibilidad que no soñaron siquiera las generaciones pasadas.

 

Todo ello es resultado del progreso tecnológico de los últimos años. Pero aquí, como por lo demás ocurre en todas las áreas de la actividad productiva de la sociedad, la tecnología juega un papel contradictorio: de una parte, gracias a las máquinas cada vez más poderosas, versátiles y sofisticadas que fabrica, la industria puede producir prácticamente lo que quiera y en la cantidad que quiera; pero, por otro lado, la producción basada en una maquinaria cada vez más cara, ha impuesto la inevitable exclusión, casi total, de los pequeños productores, de los pequeños capitales. La actividad productiva moderna se concentra cada día más en las manos de unas cuantas grandes fortunas; el “capitalismo democrático” con que soñaron algunos economistas del pasado, se ha vuelto una utopía ridícula si no es que una sangrienta burla para la inmensa mayoría de la sociedad. Y exactamente eso mismo es lo que ha ocurrido en el terreno de los medios de comunicación. Hoy, los pequeños diarios escritos son dinosaurios en un fatal proceso de extinción; el mundo de la prensa escrita está dominado por gigantescas empresas editoriales con inversiones de cientos y aún de miles de millones de pesos, y su voz aplasta, inevitablemente, la de sus endebles competidores. Y peor están las cosas en el terreno de la radio, de la televisión, de la telefonía móvil o de la internet. Aquí, el dominio monopólico de los grandes es total, y los reclamos de algunos para que esto se “democratice” sólo provocan hilaridad entre los expertos.

 

Pero las grandes inversiones deben generar a sus dueños utilidades proporcionales a su tamaño. En consecuencia, la ley que las rige es la de la máxima utilidad, que nada tiene que ver con el respeto a la verdad o con los intereses de los desarrapados que no pueden pagar sus servicios. Por eso, mientras más poderosos son los medios masivos, más sordos se vuelven a las voces de los más desamparados; más hostiles a sus quejas, a sus denuncias y a sus formas elementales de protesta; y más se vuelcan en favor de la “gente bonita”, de la “buena sociedad”, de los intereses de los grandes anunciantes que son el gobierno y la clase del dinero. Hoy se vive una parcialidad asfixiante en el manejo de la información a nivel mundial, y, para muestra, vaya el siguiente botón. El mundo observó, estremecido de horror, la masacre de los palestinos de la Franja de Gaza a manos de un ejército moderno, armado hasta los dientes incluso con armas químicas prohibidas, que bombardeó sin misericordia, día y noche, a un pueblo sin ejército, sin barcos, sin aviación, sin armas, dejándolo convertido en un montón de ruinas humeantes. Pero los medios sólo tuvieron oídos y espacio para quienes, como el ex presidente norteamericano George Bush o los halcones israelíes autores del crimen, justificaban tanta brutalidad culpando al “grupo terrorista” Hamas, que disparó a todas horas misiles en contra de Israel. Locutores y reporteros se dieron vuelo “mostrando” los “terribles daños” causados por un solitario cohete, casi de fabricación casera, en territorio israelita, mientras ocultaban el número de heridos, el de víctimas civiles mortales, los edificios civiles arrasados por las bombas “inteligentes”, y evitaban cuidadosamente la comparación entre el número de cohetes y bombas disparados por cada bando y el de los muertos respectivos, con el claro fin de esconder el monstruoso abuso de poder del ejército de Israel, apoyado por los norteamericanos. Para completar el escarnio, siempre llamaron “guerra” a la impúdica agresión, cuando es obvio que no puede haber guerra allí donde sólo uno de los contendientes disponía de un ejército armado y entrenado para matar. ¿Y qué decir de cómo se manejó la invasión a Irak? ¿Y los bombardeos contra los “talibanes” en Afganistán, que nunca nadie vio ni certificó si se trató realmente de gente en armas?

 

Y volviendo a los asuntos domésticos: ¿quién se ocupa de estudios serios, documentados, científicos valga decir, sobre la magnitud real de la pobreza, el desempleo, la carestía, la falta de vivienda y de servicios de salud aquí en nuestro país? ¿Qué hay de un diagnóstico serio y responsable sobre la pobreza en el campo y su absoluta falta de perspectivas? Véase, en cambio, la diligencia y la elocuencia con que se ataca y condena cualquier intento de autodefensa de los pobres. Faltan ojos y oídos para captar lo que se dice y escribe en su contra. La lucha ideológica, pues, la autodefensa mediática de los desamparados del mundo, se ha vuelto mucho más difícil de lo que pensaron los clásicos en su momento. El poder y la parcialidad de los medios se han vuelto avasalladores; y lo paradójico y peligroso es que esto ocurre justo cuando aquella lucha se hace más necesaria ante el empeoramiento de las condiciones de vida de las mayorías. Por eso, los “catastrofistas” pensamos que, de no actuarse enérgicamente para cambiar esta realidad, deberemos esperar, con las válvulas de seguridad cerradas, a ver qué rumbo toman los acontecimientos mismos.

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Opinión

La hora más vulnerable de Nicolás Maduro. Por Caleb Ordóñez T.

Imagina el Caribe venezolano en plena calma, sus aguas azules extendiéndose hasta donde la vista alcanza. Ahora rompe esa postal idílica con la silueta gris de tres destructores estadounidenses que avanzan hacia la región con radares encendidos y misiles listos. No es un ejercicio rutinario: es un mensaje directo al Palacio de Miraflores. Nicolás Maduro, el hombre que ha resistido sanciones, aislamiento internacional, protestas internas y hasta un intento fallido de magnicidio, vuelve a sentir el peso de Washington sobre su espalda. Y esta vez, el juego luce más peligroso que nunca.

Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordoñez Talavera

La Casa Blanca, en voz del propio Donald Trump, elevó la apuesta a un nivel sin precedentes: una recompensa de 50 millones de dólares por la captura de Maduro, sumada a un caso penal por narcoterrorismo que ya lo persigue desde hace años. Al mismo tiempo, envía barcos de guerra bajo la bandera de “operaciones antinarcóticos”. La mezcla es explosiva: derecho internacional, despliegue militar y política interna estadounidense se encuentran en un mismo tablero.

La figura de Maduro, que durante más de una década se ha aferrado al poder en medio de un país en crisis, se convierte así en el centro de una trama que recuerda a las novelas de espionaje y guerra fría. El lenguaje de Washington es claro: no basta con sancionar, ahora hay que demostrar músculo militar y judicial. Pero ¿qué tan lejos están dispuestos a llegar?

¿Derrocamiento real o un juego electoral?

¿Realmente buscan derrocarlo? La respuesta no es sencilla. Arrestar a un jefe de Estado en funciones sería un acto de guerra abierto, con consecuencias imprevisibles. El precedente de Manuel Noriega en Panamá en 1989 ronda inevitablemente la conversación: entonces, Estados Unidos invadió y lo capturó, exhibiéndolo ante el mundo como trofeo de justicia. Sin embargo, Venezuela no es Panamá. Es un país con más del doble de territorio, con una geografía selvática y montañosa que complica cualquier incursión, y con una red de alianzas internacionales que vuelven inviable una operación militar semejante.

Lo que persigue Washington no es tanto entrar a Caracas con marines, sino aumentar el costo de cada movimiento de Maduro, cerrar los espacios de maniobra de sus aliados y, sobre todo, mandar un mensaje claro a quienes lo rodean: quedarse con él puede salir muy caro. La recompensa multimillonaria y el despliegue naval apuntan más a erosionar la confianza dentro de la cúpula chavista que a preparar una invasión.

La vulnerabilidad del régimen es evidente. Aunque Caracas presume haber activado más de cuatro millones de milicianos como respuesta al avance de los buques estadounidenses, la realidad muestra otra cara: una economía raquítica que apenas produce alrededor de 900 mil barriles diarios de petróleo, cuando alguna vez fue un gigante de 3 millones. Las exportaciones, aunque sostenidas por compradores en Asia y licencias limitadas otorgadas a Chevron en Estados Unidos, no alcanzan para sostener a un país colapsado.

El éxodo es la prueba más clara del fracaso. Casi ocho millones de venezolanos han abandonado el territorio en la última década. Familias enteras se han dispersado por Colombia, Perú, Chile, México y Estados Unidos, formando la mayor diáspora del continente. Esa fuga no solo refleja la crisis interna, también genera presión internacional: los países receptores exigen soluciones, y la paciencia se agota.

Los aliados que sostienen a Maduro

Y sin embargo, Maduro sigue ahí. Su fuerza descansa en un triángulo que ha sabido consolidar: control férreo de las Fuerzas Armadas y los cuerpos de inteligencia; oxígeno económico de potencias aliadas; y un discurso de resistencia que vende al chavismo como la última trinchera contra el “imperialismo”.

Rusia lo respalda con asesoría militar y acuerdos estratégicos, presentándose como un socio confiable en tiempos de aislamiento. China, aunque más cautelosa, ha preferido mantener acuerdos productivos, reestructurar deudas y participar en proyectos de infraestructura, sin abrir la chequera como antes. Irán se ha convertido en socio energético clave, suministrando condensado y recibiendo crudo a cambio, mientras Turquía y Emiratos Árabes se han vuelto canales de comercio de oro y divisas. Cuba, por su parte, sigue siendo la columna vertebral del aparato de seguridad, con asesores que se mueven como sombra alrededor de Miraflores.

Pero quizás lo más delicado para Estados Unidos es que el tablero regional no es uniforme. Brasil y Colombia, dos gigantes sudamericanos, prefieren evitar un estallido armado. Ninguno de los dos gobiernos quiere tropas norteamericanas operando en su vecindario, porque entienden que una chispa en Caracas puede incendiar toda Sudamérica. Optan por la diplomacia, la contención y la presión por elecciones creíbles, pero rechazan cualquier escenario de intervención directa.

En esta misma línea se mueven actores europeos, que apuestan por negociaciones y transiciones pactadas. Pero a cada intento de mediación se impone la desconfianza: la oposición acusa al chavismo de manipular acuerdos, mientras Miraflores denuncia conspiraciones extranjeras. La consecuencia es un estancamiento crónico, donde el único beneficiado es Maduro, maestro en alargar los tiempos y sobrevivir a cada ola de presión.

Tres futuros posibles

¿Qué pasaría si cae? Tres escenarios se abren paso.

El primero sería una transición pactada: amnistías parciales, elecciones supervisadas y reincorporación de Venezuela a la economía global. Sería el camino menos traumático, el más ordenado para contener la crisis humanitaria y el éxodo migratorio. Pero también es el más improbable en el corto plazo: el chavismo no quiere soltar el poder sin garantías, y la oposición teme pactar con quienes han sido responsables de violaciones sistemáticas a los derechos humanos.

El segundo escenario es un quiebre interno. Sectores militares o figuras del chavismo podrían empujar la salida de Maduro para preservar la estructura del régimen, ofreciendo apenas un cambio de fachada. Una jugada pragmática: “sacrificar” al líder para salvar el sistema. Este escenario gana fuerza conforme aumenta la presión estadounidense y se multiplican las sanciones, pero requiere un acuerdo silencioso entre facciones que hoy desconfían unas de otras.

El tercero, el más temido, es el del colapso abrupto. Una caída desordenada del régimen que detone violencia en las calles, un nuevo éxodo masivo y un impacto directo en los mercados petroleros. El precio del crudo podría dispararse, golpeando economías ya frágiles y empujando a Estados Unidos y a la Unión Europea a tomar decisiones desesperadas.

Por ahora, Maduro parece sostenerse más por la fatiga del mundo que por la fuerza real de su régimen. Washington juega al filo: aprieta con sanciones, despliega poder naval, ofrece recompensas millonarias, pero al mismo tiempo reabre discretamente la puerta al petróleo venezolano para no desestabilizar los precios. Es el clásico palo y zanahoria: aislar al caudillo, pero evitar que su caída provoque un terremoto energético global.

El dilema central es si esta nueva ofensiva norteamericana es un auténtico plan para desplazarlo o un movimiento electoral más de Trump, que busca mostrar firmeza ante la diáspora venezolana en Florida y ante un electorado que aplaude los gestos de mano dura. Lo cierto es que, aunque la narrativa se vista de “guerra contra los carteles”, el objetivo final sigue siendo el mismo: debilitar al hombre que convirtió a Venezuela en un enclave incómodo en el hemisferio.

México entre la prudencia y la diplomacia

En este ajedrez geopolítico, México ocupa un rol peculiar. Históricamente ha defendido el principio de no intervención y el respeto a la soberanía, pero también ha sido anfitrión de negociaciones entre la oposición y el chavismo. Hoy, el gobierno mexicano se mueve entre dos aguas: por un lado, condena cualquier acción militar extranjera en la región; por el otro, mantiene canales diplomáticos abiertos para no quedar aislado de la comunidad internacional que exige elecciones transparentes.

México ha mostrado disposición para servir como mediador, buscando posicionarse como un “puente” entre Washington y Caracas. Sin embargo, no es una tarea sencilla. Si se acerca demasiado a Maduro, arriesga tensiones con su principal socio comercial: Estados Unidos. Si se alinea demasiado a Washington, rompe con la tradición diplomática mexicana que desde la Doctrina Estrada ha evitado avalar intervenciones. Además, hay factores internos: México ya enfrenta su propia presión migratoria con miles de venezolanos que cruzan la frontera rumbo a Estados Unidos. Su interés humanitario y estratégico es contener la crisis antes de que se convierta en un problema mayor en sus propias fronteras.

En este sentido, México podría jugar un papel crucial si se abre un proceso de negociación real. Sería anfitrión natural de una mesa de diálogo, pero siempre desde una posición frágil: la de un país que intenta mantener su voz regional sin romper la delicada relación con Washington.

El Caribe venezolano ya no es la postal tranquila que imaginamos al inicio. Es un tablero en tensión, donde cada movimiento puede desatar un efecto dominó regional. Y allí, entre el rugido de los destructores y la resistencia de un régimen acorralado, se juega no solo el futuro de Nicolás Maduro, sino también la estabilidad de buena parte del continente.

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