El viernes, 24 de febrero, Horacio Duarte Olivares, cabeza de carnero del ariete perredista que golpea a los antorchistas que defienden su derecho a la vivienda en Cuautlalpan, Texcoco, Estado de México, convocó “al pueblo cuautlalpense” a una “magna manifestación” que iría, caminando sobre la muy transitada vía que comunica la zona con el Distrito Federal, hasta el centro de la ciudad de Texcoco. El propósito era “exigir” a los gobiernos municipal y estatal la expulsión inmediata de los pobres sin vivienda que pretenden asentarse en un predio de su legítima propiedad, y el encarcelamiento de sus líderes, falsamente acusados por Duarte de “invasores” y de “fraccionadores clandestinos”. Contados uno a uno, a la “mega marcha” acudieron no más de 350 gentes, muchas de las cuales no eran de Cuautlalpan y, algunas, ni siquiera de Texcoco sino de municipios vecinos. Ante el evidente fracaso, y temiendo magnificar el ridículo que ello suponía, Duarte Olivares se inventó el cuento de que “los antorchistas” estaban reunidos y “armados” en el terreno en litigio y, dado que la “marcha” tenía que pasar frente a ellos, se corría el riesgo de una agresión, por lo que propuso cambiar la marcha por un plantón y un bloqueo total de la circulación en la vía México-Texcoco. Para hacer más escándalo y cubrir mejor su fracaso, ordenó hacer una gigantesca fogata con decenas de llantas de desecho, al mismo tiempo que “su gente” se desgañitaba con el ritornelo creado por los “jefes” para manipularlos: “¡Fuera Antorcha de Texcoco!”. Entre las mantas y carteles que exhibían, destacaba una gigantesca vinilona que protestaba “por la candidatura a una diputación federal del “antorchista Brasil Acosta” (¿¿¡¡).
Doy estos detalles y señas de identidad para que el posible lector, por sí mismo, se dé cuenta de que ni el observador más distraído podía dejar de notar, a simple vista, la filiación política de los manifestantes, es decir, que no había ningún lugar para la duda o la equivocación al respecto. Por tanto, menos podía equivocarse el avisado y entrenado ojo de los reporteros. Y sin embargo, hubo sólo dos tipos de reacción de los medios: los que dieron la nota señalando correctamente la identidad perredista de quienes bloqueaban la circulación, pero con tal parcialidad en el manejo de voz e imagen a favor de los bloqueadores, que fue inevitable que el público culpara a “los antorchistas invasores”. Medios como Milenio (televisión y diario impreso) que no pierden ocasión para mostrar su odio y desprecio hacia las marchas y plantones de los “antorchos chantajistas”, esta vez dieron amplia cobertura al bloqueo y no se escuchó, siquiera, una palabra o un gesto de censura por “los daños a terceros” que tanto les preocupan cuando de Antorcha se trata. El resto de los medios mintió desembozadamente atribuyendo la marcha y el bloqueo a “los antorchistas”. ¡Así, sin mayores remilgos!
Aunque el hecho en sí no es una novedad, el violentísimo contraste que esta vez surgió entre lo que vio todo el que estuvo cerca de los hechos y lo que los medios publicaron, lo convierte en paradigmático, en una oportunidad inmejorable para poner de relieve lo que realmente sucede con los tan llevados y traídos derechos de opinión y de información en nuestro país. En efecto, resulta muy fácil detectar aquí varias verdades amargas que usualmente se diluyen por el poco acusado perfil de la mentira misma que manejan los medios. Primero, queda patente el grave peligro que entraña el que el Estado siga permitiendo (y hasta alentando), el condicionamiento del ciudadano para que acepte la idea de que la verdad sólo está en los medios, que la verdad son los medios, y que no necesita nada más para estar bien enterado de su realidad. De seguir por allí, estaremos renunciando al uso de otras importantes y más nobles fuentes de información y formación de un pensamiento crítico en la ciudadanía, tales como la educación sistemática (formal o autodidacta) y la lectura reflexiva de libros y revistas con un mejor tratamiento de los temas. Nos convertiremos, sin sentirlo, en una masa pasiva absolutamente manipulable en manos de los poderosos medios de información. Segundo, vuelve a probarse que la imparcialidad y la veracidad de que alardean los medios no es tal; que todos ellos, como obras y propiedad que son de seres humanos o de grupos con intereses propios muy definidos, se mueven y actúan más de acuerdo con esos intereses que con los de la verdad y el derecho ciudadano a la información veraz. Por lo tanto, que nadie debería creer a ciegas todo lo que lee o escucha, sino aplicar, cuando pueda y hasta donde pueda, su propia inteligencia y propia capacidad crítica.
Tercero, resalta el hecho de que, uno de los recursos de manipulación que con más frecuencia utiliza la propaganda mediática, es la doble medida, la doble moral, la doble política con que aborda un mismo fenómeno social convertido en noticia: puras flores para los “amigos” o para quienes favorecen los intereses del medio o de sus patrocinadores; las más feroces injurias, calumnias y acusaciones contra los “enemigos” o contra aquellos por cuyo desprestigio han recibido una paga, eventual o mediante un contrato. Cuarto y último (por ahora): queda patente también, una vez más, el desamparo absoluto, la total indefensión del ciudadano común ante cualquier ataque mediático, como consecuencia del carácter parcial de la legislación vigente y de la pobreza pecuniaria de las mayorías. La libertad de prensa y de opinión queda exhibida como totalmente unilateral, como un “derecho” real sólo para los privilegiados, para los dueños de los medios y sus servidores, pero no para la gente común, sin poder y sin dinero. Cuando se forma, como aquí, un complot mediático para favorecer a determinado grupo de poder a costa de la verdad y de los derechos de sus “enemigos”, hay una doble agresión: se agrede a quienes se imputa falsamente hechos que no cometieron; y se agrede, más aun quizá, a quienes se engaña con la mentira publicada, es decir, a la inmensa mayoría de la sociedad. Y ni unos ni otros disponen de algún recurso eficaz para defenderse y restablecer la verdad de los hechos. En no pocos casos, esta injusticia no se remedia ni siquiera con dinero, ya que los medios se protegen unos a otros y se niegan a publicar algo que “lesione al gremio”. Es el caso de Antorcha, que no puede defenderse de las reiteradas e impunes agresiones de un Ciro Gómez Leyva porque “perro no come carne de perro”. Hasta Carlos Marín, cofrade de Ciro Gómez, tuvo que abandonar su “lema” en el que alardeaba de lo contrario. Y tampoco funciona aquí el chapulín colorado. ¿Quién nos protegerá, entonces, contra el poder avasallador de los medios?
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