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Opinión

Abandonados a sus defensas: vacunación infantil. Por Itali Heide

Mientras la guerra hace estragos en todos los rincones del mundo y la inestabilidad se convierte en la norma, resulta fácil perder la esperanza en el mundo. Por mucho que imploremos paz y justicia, es difícil ver cómo reinan la violencia y la injusticia.

Itali Heide

Itali Heide

Aunque no es una guerra llena de misiles y militantes, una guerra silenciosa hace estragos en los rincones más vulnerables del país: nos hemos olvidado de vacunar a nuestros niños. En los últimos años, los niños y las niñas han sido algunos de los más afectados por los problemas que asolan el mundo, especialmente en lo que se refiere a su salud.

Los índices de vacunación han disminuido significativamente, un hecho triste considerando que México cuenta con uno de los esquemas de vacunación más completos e integrales del mundo. La Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT) 2022muestra que sólo 51.2% de los niños menores de cuatro años han sido completamente vacunados, lejos del 90% que México planea alcanzar.

Hay muchos actores a los que echar la culpa: quizá la pandemia arruinó todos los avances, quizá se debe a que el gobierno no está haciendo lo suficiente, o quizá los padres se niegan a vacunar debido a la desinformación. En cualquier caso, se trata de una cuestión compleja y enrevesada que tardará años en solucionarse.

En realidad no importa por qué, porque la realidad sigue siendo la misma: a miles de niños se les niega el derecho a la salud infantil porque las vacunas no están disponibles o no son aceptadas. Con el lento pero mortal aumento de las enfermedades prevenibles sonando de fondo, esto debería ser una preocupación acuciante para todos los implicados.

Aunque la vacunación universal parece ser un tema olvidado por la mayoría, organizaciones como Medical IMPACT, en alianza con The People’s Vaccine Alliance, son las que más están haciendo para garantizar que todos los niños tengan una oportunidad justa en la vida, sin la amenaza de la enfermedad pendiendo sobre sus cabezas.

Armados con vacunas, medicamentos, tratamientos y equipos médicos gratuitos, los voluntarios médicos de Medical IMPACT exploran las regiones de más difícil acceso y las más afectadas en términos sanitarios. No sólo tratan la enfermedad: tratan el cuerpo, la mente y el alma. Armados con información, recursos psicológicos, nutricionistas, fisioterapeutas, médicos, vacunas y cualquier otra cosa que se pueda desear en un hospital móvil, Medical IMPACT trabaja para cerrar las brechas de la injusticia sanitaria.

Los niños nacen en el mundo para descubrir lo mucho que tiene que ofrecer, no para sufrir innecesariamente. Con unas tasas de vacunación que disminuyen cada año y una falta de atención al problema en cuestión, la sociedad civil ve la necesidad de intervenir y apoyar a los menos afortunados y más vulnerables. A medida que avanzamos hacia el futuro, lo hacemos aferrándonos al hecho de que la vacunación universal de los niños siempre debe ser prioridad.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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