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CAMBIO EN SAGARPA. ¿CAMBIO SANO O CAMPO SANTIO? POR VICTOR M. QUINTANA SILVEIRA

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Por: Víctor M. Quintana

Ni llegó Duarte ni se quedó Enrique Martínez y Martínez al frente de la SAGARPA. En el caso de éste último, casi tres años le tomó a  Peña Nieto darse cuenta que no era lo mejor tener a la cabeza de la política agroalimentaria del Gobierno Federal a un empresario del negocio de las pompas fúnebres. Parecía como si se le quisiera darle el réquiem a la agricultura nacional. Porque de acuerdo a como se están presentando las acciones de gobierno y las situaciones, la agricultura de la mayoría de los productores, pobres, medianos y buena parte de los ricos, está más cerca de la fosa que de una reactivación generalizada.

Es muy  largo el  desfile de políticas públicas y programas para el campo de los últimos sexenios: Procampo,  Programa Especial Concurrente (PEC), Acuerdo Nacional para el Campo,  Procampo Capitaliza, Activos Productivos, Progan, Proagro, etc. En los dos últimos años se ha hecho mucha propaganda, pero nunca se ha llevado a cabo la “Reforma para el Campo”, y ahora se ha desatado la discusión sobre el Presupuesto Base Cero. Nada esto ha servido para revertir el proceso de concentración de los recursos públicos en un puñado de megaproductores  y grandes empresas y para producir más alimentos, a más bajo costo para el pueblo de México. A pesar de que, desde 2003 el presupuesto para el campo se ha incrementado en un 180 por ciento en términos nominales, nuestro sector agropecuario sigue viviendo una agonía crónica, evidenciada por multitud de datos recientes:

La producción agrícola, según el INEGI, va a la baja: en el segundo trimestre de este año se redujo en un 1.6% con relación al mismo período del año pasado. No hemos logrado producir los alimentos  que consumimos: el año pasado importamos 450 mil millones de pesos  de alimentos básicos: 28 mil millones de dólares, casi un 20% más de lo que nos aportaron las remesas de nuestros paisanos.  Argumentan que las exportaciones van también en aumento: es cierto, pero aun fueron menores en tres mil millones de dólares que las importaciones. Seguimos exportando frutas tropicales, tomate, aguacate, tequila, cerveza, productos concentrados en un pequeño grupo de grandes empresas y productores; en tanto importamos más de diez millones de toneladas de maíz, y enormes volúmenes de cárnicos, lácteos  y otros granos básicos.

Con la crisis económica y la devaluación del peso, los pocos beneficiados son, precisamente las empresas exportadoras.  Pero los agricultores que producen para el mercado interno se ven sacudidos porque tienen que comprar en el extranjero insumos como semillas y fertilizantes, cuya producción a nivel local está desmantelada por el celo de los neoliberales. Peor aún, los energéticos como la gasolina, el diesel, la energía eléctrica, así como las refacciones y los implementos agrícolas todos los días aumentan su precio.  Pero los precios de lo producido por la gran mayoría de los agricultores nacionales van a la baja: el maíz, por ejemplo, ha perdido más de la mitad de su valor tan sólo entre 2010 y 2014. Por otro lado, la baja en el precio internacional del algodón va a perjudicar seriamente la estructura productiva nacional de esta fibra.

Para empeorar más todavía la situación de los productores primarios, los esquemas de comercialización propiciados por el gobierno, favorecen a los grandes intermediarios. A ellos les venden los productores alrededor de las  dos terceras partes de la producción de maíz y de frijol, según el INEGI. Y esto es así porque los programas de apoyo a la comercialización de las empresas de los productores son lentos y muy burocráticos. Por ejemplo, ASERCA aún no termina de  pagar a el subsidio al maíz, al frijol, y al algodón de la cosecha primavera-verano de 2014.

Después de la mala experiencia del TLCAN y sus efectos desastrosos en la agricultura campesina, en la soberanía alimentaria nacional, el afán de los funcionarios energúmenos del librecambismo se dirige ahora a la firma del Acuerdo Transpacífico.  De concretarse este acuerdo multinacional hay muchos e importantes sectores de la agricultura nacional que serían perjudicados: los productores de leche y de manzana, ya de por sí colocados contra la pared por el tratado norteamericano, advierten que serán avasallados por la enorme producción de leche y de manzana a bajos costos de Nueva Zelanda y de Chile.

Hace varios sexenios, un secretario de agricultura del PRI  declaró que lo que más producía el campo mexicano eran votos… ahora puede decirse que lo que más produce la SAGARPA son plantones, tomas de oficinas, bloqueos de carreteras, caravanas de tractores y pobreza. Así es porque, por más cambios de normatividad, de programas, de nombres, que haga su política sustantiva de fondo es la misma: favorecer la expansión de los grandes negocios agroalimentarios y administrar el bien morir de la agricultura campesina.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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